Arrierías 98
Umberto Senegal
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La llamaron de nuevo: “¡Briseida!, ¡Briseida!, ¡Briseida!”. Esta vez gritando. Esta vez vociferando sin ninguna consideración hacia los tres ancianos que dormían en el suelo, sobre una rota y hedionda alfombra y en cuyos estropeados recuerdos no quedaba ninguna memoria del sótano. Ni de la casa. Ni del pueblo, Bumba. Mucho menos de las otras habitaciones por donde jugaron cuando niños. Desde el siempre clausurado sótano de su casa, esos alaridos despedazan las palabras.
Siguen aquí, ruginosos, los dos gruesos candados con que su padre cerró la angosta puertecita vertical de madera de cerezo que permitía bajar al vedado lugar. “Veintitrés escalones construidos con argamasa”, lo denunciaban en voz baja algunos de los antiguos vecinos, absteniéndose de relatar una o más funestas historias de las cuales fueron testigos o cómplices. Escalones de argamasa. Nunca los vi. Jamás los pisé.

El primer mes, Briseida, te llamaban de noche haciéndole dúo al canto de un urutaú por allí cercano. Siempre a las doce y cuarto, cuando comenzabas a conciliar tu sueño, luego de frotarte sobre las cobijas, entre las cobijas y bajo las cobijas. O sin ellas. Desnuda. El segundo mes, frente a su nocturna indiferencia y ante su obstinado silencio, resolvieron llamarla durante el día y los clamores, tan obscena forma de nasalizar Briseida desgarrando las sílabas y Briseida trocando cada vocal en gutural balbuceo, desde las nueve de la mañana hasta las tres y diez de la tarde se transformaron en suaves súplicas con llanto incluido a las cuales, aunque se conmovía y deseaba llorar también, nunca respondió. Entre tus vecinos tenías fama, Briseida, de persona locuaz. Otras veces la llamada usurpaba la voz de mi abuela rogándome que bajara y tráeme el paquete de amarillentas y borrosas cartas manuscritas que están en el closet, entre una bolsa de plástico negra, por favor, Briseida, y si te apiadas puedes leerme algunas de ellas.
Muchas veces la llamada adquiría la voz de su hija Leda, quien se fue de la casa a los 13 años de edad y nunca volvió. Nunca regresaste, Leda. Te llevaste las llaves de los candados, Leda. Se fue sin despedirse. Tampoco respondía al llamado. Las escuchaba suplicar. La voz de Leda te ruega que bajes y arrojes pétalos de gardenias blancas en los peldaños de la escalera. Y que cantes el pasillo Cenizas al viento.
La voz de esta llamada no la reconoció. Esta voz tan diferente le dijo, “es la décima vez que vengo a este sótano. Todo sigue tan limpio, pero no sé por qué hay tantos caracoles en las paredes”.
Ya no tienes alternativa, Briseida: vende la casa o comienza a demolerla sin prisa, hasta llegar al sótano.