Edición Especial

COLONIZADORES BRAVÍOS

By 22 de julio de 2025julio 23rd, 2025No Comments

Edición Especial

Jairo Sánchez

Si nos remontamos un poco más de 115 años atrás, nos encontraremos con una gran región llamada Antioquia y, en ella, un grupo de personas buscando nuevos horizontes para asentarse, cimentar una familia y proyectar empresa, porque es lo que llevan en su sangre aventurera y recia.

Esos seres no tienen cualidades especiales, son comunes y corrientes, sus atuendos son característicos del grupo poblacional, así como sus herramientas de trabajo y animales de compañía.

La historia los conocerá como COLONIZADORES, fundadores, patriarcas, y, amos, en algunos casos.

La Revista Digital Arrierías, en su edición 100, rinde homenaje a ese proceso histórico que aún no culmina, pero que vivimos cada día en este amado pueblo que transformó un apellido en un lugar conocido como Centinela del Valle.

Ninguno mejor que nuestro insigne poeta ÓSCAR PIEDRAHÍTA GONZÁLEZ (qepd) supo retratar con su lenguaje poético la gesta de estas personas que, saliendo de diferentes pueblos de Antioquia, afrontado todo tipo de dificultades, muriendo y naciendo en su ignoto recorrido, lograron escoger y asentarse en lugares privilegiados por la naturaleza para dar origen a feraces pueblos.

CAICEDONIA DONCELLA DE LUZ.

Óscar Piedrahíta González

Viento de 1900, se esparce sobre el suelo húmedo de la selva indómita un augurio de hachas. Augurio perceptible apenas al oído de la fiera que puebla la maraña.

Un rumor de pasos va creciendo lentamente, con esa lentitud de la savia prolífera que ata lianas y revienta orquídeas en el torso atlético del roble milenario.

Un puñado de hombres es el origen de ese murmullo.

Sus plantas ávidas de distancia, incansables como la pezuña del oso y los bárbaros de los caballos de Atila, hienden la tierra en un connubio histórico de cuya cópula nacerá la criatura palpitante de un pueblo arrancado de las entrañas de lo imposible.

 Son hombres tan libres como la hierba que se dobla a su paso, y, sin embargo, la eterna y grande Antioquia les ha quedado tan pequeña como la ruana que cubre sus invencibles pechos. Ignoran el artificio de los números.

 Sus pupilas saben el mágico secreto de la multiplicación de los horizontes.

 No tienen noticias del héroe homérico ni la talla del hércules mitológico, y, sin embargo, el monstruo vegetal tiembla ante ellos con sus millones de piernas y tentáculos.

Son hombres humildes, hombres de carne y hueso en cuyos rostros el clima ha vaciado el oro de la fiebre y la canícula ha tatuado el precio de la audacia junto al nombre indescifrable de lo invencible.

Sus nombres son tan pequeños como los poros de su piel, pero, ¿quién medirá las fuerzas de sus músculos, el poder de sus brazos, la intrepidez de sus hachas trizadoras de soles?

A su paso la selva se prosterna, huye la fiera, cruje el roble, crece el espacio en donde la luz va cayendo como evangélica semilla.

Sus frentes apenas las inclina el peso ciclópeo de una idea que será el óvulo fecundo de un nuevo pueblo.

En sus callosas manos va creciendo Colombia.

 El pan de los colombianos se multiplica en la vigilia de sus vientres.

En su humilde léxico no mora la palabra economía, pero sus lenguas saborean la riqueza de todo un pueblo.

Esos hombres van descalzos, pero las huellas de sus pies tienen la estatura del surco.

Daniel Gutiérrez Arango.

Alonso Gutiérrez.

José J Londoño.

Manuel Jaramillo.

Joaquín Parra.

Jesús María Ramírez.

José María Zapata.

Rafael Hurtado.

Calixto Laverde.

Cayetano Ayala.

Jorge Moreno.

Juan Francisco Díaz.

Jesús María Velásquez.

Rebén Vallejo.

Ángel María Beltrán.

Francisco   Vera.

Paulino Henao.

Pedro María Ramírez.

Juan Gregorio García.

Marco J López.

David Sepúlveda.

Marco Grisales.

Enrique Gómez.

Jesús María Rodríguez.

Andrés María Valencia.

Xenón Baena.

Carmelo García.

Jesús Osorio.

Rafael Loaiza.

Damián Velásquez.

Hipólito Giraldo.

Andrés Henao.

Marco Emilio Ocampo.

Luis Zuluaga.

Lucas Albarán.

Félix Villa.

Marcos Castaño.

Sus nombres son tan pequeños como los poros de su piel, pero, ¿quién medirá las fuerzas de sus músculos, el poder de sus brazos, la intrepidez de sus hachas trizadoras de soles?

En la mañana del 3 de agosto de 1910 viene la brisa rehabilitadora de la tregua, y, estos titanes, el hacha a discreción, tienden su mirada de niños asustados hacia el vacío donde se alza como enorme trofeo el fruto de su lucha, la conquista de sus músculos, el milagro de sus manos: Caicedonia, doncella de luz, se yergue en medio de las montañas con prometeico estremecimiento.

 Los cóndores antioqueños han hecho su nido en el propio corazón de la montaña en un des cuajamiento visceral cuya repercusión será molécula inmortal en la sangre de toda una raza.

El pueblo nacido de la angustia y el sacrificio de un puñado de hombres buenos, cristianos por tradición y valientes por temperamento, se alza en la mañana del 3 de agosto de 1910 con la imponencia majestuosa de un monumento histórico.

Ciento quince años y, Caicedonia, como si hubiera abolido el tiempo ofrece en plena infancia la adultez espartana de tu ángel en su estructura.

La prueba de fuego apenas si le ha añadido la virtud del acero toledano, el temple y la hidalguía.

Firme en la amargura, indeclinable en la tormenta, altiva en la derrota.

A la sombra de sus cafetales teje un futuro de progreso, mientras la raza de sus fundadores hila su historia en la rueca de un nombre que es orgullo y blasón del más humilde sus hijos.

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