
Arrierías 101
Umberto Senegal
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Era un banco de hierro despintado. Arrinconado entre senderos de grava y árboles con nombres que nadie recuerda. Frío, incluso en verano. Demasiado frío incluso en verano. A veces llegaban efímeras aves cuyos nombres nadie sabía. Allí, en ese banco de hierro despintado, se sentaba cada tarde el anciano. Su barba escarchada barba larga y blanca caía sobre su abrigo de lana áspera. Revuelto como musgo viejo, el cabello le cubría las orejas. Sus manos, nudosas y temblorosas reposaban sobre el bastón que parecía más una extraña raíz que un apoyo. El parque estaba casi desocupado. Poca gente por allí. Las escasas aves que allí anidaban, emigraron días atrás. El cielo, más gris y más bajo, comenzaba a abrirse en copos lentos y frágiles, cayendo como suspiros sobre los hombros del anciano. No se movía. No parecía tener prisa. Estaba ahí a la espera de algo que no tenía hora. Para lo cual no precisaba público.
La nieve comenzó a depositarse sobre su sombrero. Nieve en sus hombros. Nieve en su bastón. Sin embargo, no se estremecía. Un niño, desde lejos, lo señaló a su madre. “¿Mamá, eso que hay allí es un hombre, un tronco de árbol o una estatua?”, preguntó. Pero la madre no le respondió ni observó atenta hacia el lugar que el niño señalaba. Apresuró el paso, tal vez porque la figura del viejo le despertaba memorias olvidadas. El incómodo eco de algo que no quería recordar. El viento sopló suave, apenas una caricia y algo comenzó a cambiar. Primero, fueron los pies. Ya no estaban calzados sino enraizados. Bajo el banco, entre la grava húmeda, brotaban raíces lentas, extendiéndose con paciencia de siglos. Luego las piernas se hicieron tronco, mientras los pliegues del pantalón se endurecieron tomando consistencia de corteza. En un gesto de tierra que acepta la lluvia, su espalda se curvó.
Después, junto a ese banco de hierro despintado fue su barba, alargándose y ramificándose mientras el cabello se le transformaba en ramas jóvenes asomadas entre las orejas, brotando con hojas que no eran de estación. Los dedos, antes temblorosos, se volvieron ramas delgadas cubiertas de nieve. Ramas quietas. Sus ojos no se cerraron. Miraban todavía, no con mirada humana sino con la silenciosa hondura de los árboles. No había tristeza. Ni sorpresa. Solo la calma de quien reconoce el camino. “Otra vez”, pensó. “Vuelve a sucederme otra vez. Primero fue en otoño, en aquel parque de Praga, con las hojas cayendo sobre mis hombros como cartas viejas”. Después, le sucedió en primavera, temporada de rosas y amarillos claros en aquel jardín japonés, entre cerezos, cuando floreció sin darse cuenta. Y ahora era invierno. Y le sucedía en otro parque. Y era otro banco. Y era otra imprevista metamorfosis. No las buscaba ni las reprimía.
Lo primero que sentía era un placentero cosquilleo general, desde la cabeza hasta los pies. Y la nieve seguía cayendo. Un perro que pasó cerca, lo miró y le ladró. Después, se alejó sin comprender. Nadie más lo miró. Nadie lo saludó. Pero él seguía allí. Ya casi árbol. Ya casi eterno. Parte del bosque. A la mañana siguiente, los jardineros se sorprendieron al ver un árbol nuevo junto al banco. Cubierto de escarcha, como si hubiera brotado en la noche. “Debe haberlo plantado alguien”, dijo uno de ellos. “¿Y este bastón?”, preguntó el otro. “Nadie lo necesita ya”, respondió el mayor. Lo dejaron apoyado contra el tronco. Desde entonces, el parque tiene un árbol que nadie recuerda haber visto antes y que cuando nieva algunos aseguran escuchar el crujir de una barba en crecimiento y un susurro leve que dice: “Ya he sido árbol antes. Ahora estoy regresando”.
Calarcá, septiembre de 2025
Llanitos de Gualará
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