
Arrierías 101
General (r) Fernando González Muñoz
En memoria del general Rafael Samudio Molina
Bogotá D.C. 19 de junio de 2025
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Hoy, el corazón de la patria no está de luto, aunque hacia la eternidad haya partido el mejor de los soldados, el más grande entre los generales. El general Rafael Samudio Molina no ha muerto: vive para la posteridad, abre las puertas de la historia para llenar sus páginas de gloria y trasciende hacia la inmortalidad. Hoy Colombia no llora; se inclina, reverente, ante la tumba de quien llegó al pabellón de los héroes como ejemplo de honor, dignidad y grandeza.
Fue un hombre adelantado a su tiempo. Desde niño, reveló la esencia de su raza santandereana y su corazón caribeño, forjado bajo el cobijo de sus nobles ancestros. Ese mismo niño, que comenzó a soñar con alegría, fue quien en los vetustos cuarteles de la vieja Escuela Militar vistió por primera vez su uniforme de cadete, intuyendo desde entonces su destino. Contagiaba de energía a sus compañeros y los motivaba a superar los desafíos que la milicia, entonces rigurosa, imponía a aquellos jóvenes de su promoción, iniciados en el altar sagrado de la patria. Más tarde, como oficial, brilló en los campos de combate, enfrentando con valor y entereza la amenaza de los bandoleros y terroristas que asolaban los campos colombianos.
Como oficial superior, destacó en escenarios académicos, elevando el nombre del país con dedicación y perseverancia. Fue el compañero leal en toda circunstancia, ciudadano íntegro que vivió según las leyes en las que creía, hombre de reflexión profunda. Esposo amoroso, padre, abuelo y bisabuelo incomparable, llenó su hogar de alegría y compartió con deleite y armonía las horas más preciadas junto a los suyos.
En sus tertulias tradicionales, Rafael Samudio encantaba a amigos y allegados con su donaire, generosidad y alegría. Sus experiencias, anécdotas e historias perdurarán como testimonio de una vida ejemplar. Compartir con él era un privilegio, pues transformaba cada momento en algo extraordinario, acompañado por Margarita y sus hijos, cuya elegancia y distinción hacían que todos se sintieran como en familia, honrados por su mesa, su hogar y su cariño.
El gran general, el militar excepcional, el abogado de las causas nobles, soldado de honor en el combate, defensor de los humildes. Su alma noble y su espíritu grandioso se mantuvieron serenos incluso en los momentos más críticos, cuando decidió salvar a la patria de la ignominia, a costa de su propia sangre, derramada en el vil atentado que sufrió por manos de los terroristas que entonces imponían su ley de violencia.

Rafael Samudio no ha muerto. Sus soles siguen brillando para iluminar la oscuridad que nos agobia y la ignominia que nos envuelve. El hombre que recordamos hoy sigue contemplando con ojos limpios los horizontes de la patria a la que se entregó sin reservas. Su voz aún resuena: “Paz, libertad, dignidad, honor y gloria”, como proclamara cuando, como paladín, sirvió como ministro de la Defensa entre 1986 y 1988.
Su eco perdura como clarín, admirado y respetado en tribunas y auditorios, donde su palabra era esperada con devoción. A veces, el silencio era su aliado, reforzando la fuerza de sus convicciones.
Su pasión por el Ejército y su devoción por Margarita, sus hijos, nietos y bisnietos aliviaron sus penurias y su anhelo de vivir bajo otros cielos de paz y de esperanza.
Samudio no ha muerto.
Fue el último de los grandes generales, de una generación irrepetible. Su carácter, naturaleza y actitud eran únicos en los altares de la patria. Fue incansable en su empeño, puro en sus propósitos y decisivo en sus acciones. Marcó caminos, conquistó batallas y, al final, caminó sereno hacia el ocaso, satisfecho de haber cumplido como el mejor de los soldados y el más preclaro ciudadano.
Indiferente a los vaivenes de la fortuna, cerró los ojos, pero dejó su corazón abierto. Apagó sus luces, pero dejó encendida la antorcha de su memoria. Su presencia perdurará.
Fuerte en la adversidad, noble en las causas justas, sembró fe y convicciones. Dudó con cautela, discernió con prudencia y argumentó con razón. Enseñó con el ejemplo, como maestro admirado y respetado.
El general Rafael Samudio no ha muerto. Su recuerdo es eco de libertad que trasciende hacia la inmortalidad. La muerte no existe para quienes, como él, vivieron para servir. La majestad de sus obras lo condena a vivir eternamente.
Los héroes verdaderos no mueren; se disuelven en la infinitud de las estrellas. Fue el gran soldado que ofrendó a la patria el tributo sagrado de su gloria y el sacrificio de su causa.
Casi agonizante, ocupó su sitial de honor como decano de los generales, exigiendo al Ministro de la Defensa y a la cúpula militar que siguieran su huella con rigor, carácter y decisión, defendiendo la democracia y el Estado de derecho a cualquier precio.
En ese Olimpo, por última vez, brillaron los soles de su grandeza, demostrando que su vida fue un canto a la libertad, desafiando los límites que las circunstancias le imponían.
Edificó con bases sólidas y alineó los astros para cimentar su trinidad: Dios, Patria y Familia. A ellos consagró su esfuerzo, fortaleza e ideales.

Mi general no ha muerto.
Vive en el corazón de quienes tuvimos el honor de conocer su alma noble. Seguirá vivo mientras su sueño se haga realidad: una patria que defender, una paz que conquistar y una familia que amar.
Fue sabio en sus designios, humilde en sus acciones y grande en las vicisitudes. Llegó a tiempo al escenario de la historia y abrió un nuevo camino a su destino glorioso. Mientras lo recordemos, él vivirá.
Poseía la sencillez de las almas nobles, la humildad de los grandes y el honor de ser infante.
Permítanme evocar, en boca del general, las palabras de Amado Nervo:
“Vida, nada me debes; vida, nada te debo. Vida, estamos en paz.”
Y de Porfirio Barba Jacob:
“En aquellas noches de sombras evocadas,
en aquellos días de incógnitas y nadas,
mi alma por los dioses elevada,
sublime y grande ante mi propio abismo…”
¿Cómo no recordar también, en voz de Margarita, estos versos de Ernesto Cardenal?
“Al perderte yo a ti, tú y yo hemos perdido:
yo, porque tú eras lo que yo más amaba,
y tú, porque yo era a quien tú más amabas…”
Y en palabras de su hija Sandra y su yerno Roberto, inseparables ángeles guardianes.
Para encontrarse con Dios
partió hacia la eternidad.
En su postrer adiós,
nos dejó el alma partida,
pero con su amor, nos lega
la luz, la paz y la vida.
Nos queda un ave sin nido;
él, que todo lo había sido,
con su deber cumplido,
hacia la gloria ha partido.
Cumplió el sagrado deber
sin pedir nada a cambio.
Hoy regresa al infinito,
de donde un día vino,
dejando como herencia… un mito:
integridad, honor, lealtad,
valor, ejemplo y decencia.
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