Edición 102

EL TREN.

By 13 de octubre de 2025No Comments

Arrierías 102.

Umberto Senegal.

A las cinco en punto de la tarde bajo un cielo blando teñido de cobre y polvo, el tren partió de la estación de Tristania con destino a Bumba. La locomotora arrastraba dieciocho vagones: ocho de pasajeros, cuatro de carga con víveres y herramientas, tres con ganado, dos con muebles antiguos y objetos extraños, uno vacío para encomiendas y, por supuesto, la locomotora negra y ruidosa, egoísta y autoritaria que parecía fabricada por un herrero ciego y un poeta loco. El maquinista, hombre enjuto llamado Teofilardo, octogenario de larga barba color ceniza y ojos que no pestañeaban desde 1951, hizo sonar el silbato tres veces. Nadie respondió. La estación estaba desierta, salvo por una gata dormida sobre un banco y un reloj detenido a las doce y veinte desde hacía años. Aun así, puntual como siempre, el tren inició su recorrido. Las primeras dos horas transcurrieron normales. El tren se internó en la vastedad del desierto de Piedrabrava, llanura abrasadora donde las sombras eran breves y los espejismos bailaban sin vergüenza. Sin ventilación, el interior de los vagones hervía como horno de fundición. Los pasajeros, hombres silenciosos, mujeres calladas, niños medio dormidos, sudaban resignados. Solo el mugido lejano de una vaca rompió el zumbido del calor. Cuando a las siete y cuarenta minutos el tren pasó por el abandonado puesto de Piedrablanca, Teofilardo miró por el espejo lateral y descubrió que uno de los vagones ya no estaba. Pensó que era un reflejo torcido, un truco del sol sobre los rieles. Al girar la cabeza, comprobó que el tren había perdido el vagón de encomiendas. Reflexionó unos segundos, dudó, volvió a mirar su reloj de bolsillo. Le había sucedido en varias ocasiones, pero ahora ocurrió en menor lapso. Desde cuando viajaba por Piedrabrava esto sucedía una o tres veces al año. Se había acostumbrado y cuando al regresar le preguntaban qué había sucedido con los vagones del tren, encontraba razones que la gente le escuchaba, se sorprendían con ellas y luego olvidaban todo.

Sin embargo, no esperaba que durante este viaje ocurriera algo así. Luego siguió, como si no fuera nada. “No es raro que algo se pierda en el desierto”, murmuró. Kilómetros más adelante, a las diez de la noche, notó otra ausencia. Faltaban dos vagones de carga y uno de los que arrumaban ganado. Teofilardo redujo la marcha y se detuvo junto al esqueleto de un enorme samán. Salió de la locomotora y caminó unos pasos hacia atrás. Los contó: quedaban catorce vagones. Ni señales de desprendimiento, ni rastros. Los rieles estaban limpios, como siempre. Esos vagones se desvanecieron. Se desprendieron del tren sin ningún esfuerzo ni conmoción. Los pasajeros ya no hacían ruido. Cuando Teofilardo abrió una de las puertas, encontró el vagón vacío. Ni una maleta. Ni una persona. Nada. Solo el eco de su propio resuello y una mosca zumbando como si supiera algo que él no sabía ni imaginaba. Teofilardo estaba acostumbrado. No se preguntaba nada ni intentaba imaginar nada. Ocurría a lo largo del viaje y nunca en los mismos sitios. Ahora, lo sabía con certeza, después del samán y en el trayecto que continuaba a partir de este árbol disecado, desaparecerían los demás vagones. Siguió adelante.

El desierto estaba más ancho que de costumbre y el calor más denso mientras el tren crujía como si le dolieran los huesos. Sin protesta, sin sonido, los vagones continuaron esfumándose uno tras otro. Los animales desaparecieron sin dejar excremento ni olor. Las herramientas y sacos de grano se volvieron aire. Un viejo piano de cola se disolvió en polvo antes de que el sol bajara. Al atardecer, quedaban solo cuatro vagones. Teofilardo, como las anteriores veces, dudó si seguir o detenerse. El mapa marcaba que el pueblo de Bumba estaba cerca, pero este lugar no recibía visitas desde quince años atrás. Algunos aseguraban que ya nadie vivía allí, salvo los ecos y las sombras. Y en ocasiones algún despistado espectro inseguro de su sitio en el pueblo y en la región.  Cuando el tren cruzó el último tramo del desierto, quedaban solo dos vagones. Luego uno. Luego ninguno.

La satisfecha locomotora solitaria, con la complicidad de la luna llena avanzaba sobre los rieles que parecían deshacerse detrás de ella como cáscara vieja. Teofilardo con su cara tiznada de siglos y los ojos secos semejantes a escarabajos muertos, bajó de la locomotora al arribar al pueblo. Al llegar a la entrada de Bumba, la locomotora era cuanto quedaba del largo tren. Teofilardo, con sus manos negras de carbón y los ojos secos, descendió del estribo. Se quitó la gorra y observó resignado el vacío detrás de sí: ni un vagón, ni rastro de humanidad. Ningún descarrilamiento. Ningún abrupto movimiento que indicara el desprendimiento de los vagones.  Bumba, como la estación de partida, parecía dormida desde otro siglo. Casas de adobe. Una iglesia sin campanas. En la estación, solo un buzón con telarañas. Un perro flaco se levantó a mirarlo y volvió a acostarse sin ladrar. Teofilardo caminó hasta el banco de la plaza. Se sentó y sacó una pequeña libreta de su bolsillo. Allí anotó, según lo hacía siempre, la hora de llegada, el estado del tren y los pasajeros. Llegada: 22:47. Vagones: 0. Pasajeros: 0. Carga: 0. Locomotora: intacta. Y al final añadió con letra temblorosa: Creo que nadie compró los tiquetes. Cerró la libreta. Respiró hondo. Arrastrando una hoja amarilla, un silbido de viento cruzó la plaza. El tren Nocturno 47 exhaló vapor por última vez, dándose cuenta de que su viaje no había sido más que un intento por alcanzar algo que ya no existía.

Pero el pueblo no era exactamente un pueblo. Era una maqueta en escala hecha de cartón piedra donde las casas eran solo fachadas sostenidas por palillos, las ventanas estaban pintadas y el campanario flotaba a medio metro del suelo, sostenido por una idea mal construida. Un anciano con cabeza de cactus le dio la bienvenida. Tenía relojes en lugar de orejas y un bastón hecho de hueso de paraguas. Le dijo: “Bienvenido, maquinista. Llegas puntual a la desolación”.  Teofilardo asintió. Caminó por la plaza central, redonda como taza de café mal lavada. Las palomas llevaban gafas oscuras y los bancos estaban ocupados por estatuas que sudaban en silencio. En una esquina, un niño inflable jugaba con una piedra.

El tren o cuanto quedaba de él, esta locomotora humeante y agotada soltó un suspiro largo. De su chimenea salió una nube con forma de sombrero que flotó hasta lo alto del cielo y se convirtió en luna. Teofilardo buscó su libreta de anotaciones. Al abrirla descubrió que las páginas estaban llenas de jeroglíficos reordenándose cada vez que los miraba. En la última hoja, ya escrita, decía: «No era un tren. Era una ilusión con ruedas. No eran pasajeros. Eran recuerdos que pesaban demasiado. No era un viaje. Era un olvido metódico”. Debajo, una nota final, con su propia letra pero que él no recordaba haber escrito: “Creo que nadie había comprado los tiquetes. Quizá porque nunca hubo destino». Entonces sonó una campana. Pero no había campana. Era una tortuga con voz de bronce anunciando el final del día.  Teofilardo subió de nuevo a la locomotora, que estaba convirtiéndose en una caja de música oxidada. Se sentó. Giró la llave como si encendiera una radio y la máquina comenzó a emitir sonido de grillos. La locomotora se elevó lenta desde el suelo, como si los rieles hubieran sido líneas dibujadas en un cuaderno infantil. Voló en espiral hacia el cielo púrpura, perdiendo peso, forma y sentido. Desde abajo, el anciano-cactus agitó su bastón y gritó: “¡Buen viaje hacia ninguna parte!”. Y la locomotora, con Teofilardo silbando una tonada que solo los relojes entendían, desapareció entre las nubes dejando atrás una estela de vapor donde, por un segundo, se pudo leer la palabra: Sudor.

Calarcá, Llanitos de Gualará

Octubre 2 de 2025

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