
Cuento Inédito
Arrierías 103
Umberto Senegal
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Dicen que en Comala ya no vive nadie. Aseguran que solo quedan murmullos desechos por el viento entre tejados caídos y paredes que aún guardan, como el polvo, las voces viejas. Sin embargo, cada primer lunes de mes, al amanecer, viene el cartero. Aparece por el camino de terrones resecos. Con su morral colgado al hombro, y el silbido bajo que parece hecho para espantar silencios. El sol, todavía tibio, se alarga sobre los magueyes. Las hojas, tiesas cuchillas, lo saludan. Llega siempre los lunes, con el sol apenas gateando por los cerros y los gallos echando sus últimos gritos. La tierra, seca como costra de pan viejo, se le pega en las botas con cada paso. Viene desde Bumba, el pueblo cercano. Camina sin afán por entre matorrales resecos, entonando en voz baja para sí mismo o para alguna iguana o algún lagarto llorasangre que por allí se crucen y se detengan a escucharlo, Cucurrucucú paloma: “…que una paloma triste, muy de mañana le va a cantar, a la casita sola con sus puertitas de par en par”.
El viento, soplando su aliento caliente sobre el cartero con su morral al hombro, repleto de cartas que nadie abrirá, cuyos largos monólogos ninguno leerá, mueve los mezquites y hace sonar las hojas secas como si alguien las pisara detrás de él. Alguien. O algo que sin adelantarlo viene también desde Bumba, silencioso. Y que nunca entra a Comala. Llega hasta donde encuentra las primeras casas del pueblo. Y se detiene. No se escucha más. Se queda allí, bajo el nopal de siempre, esperando el regreso del cartero para continuar detrás de él hacia Bumba.
El cartero no mira atrás. Los años le siguen enseñando a no asustarse con ecos. No inquietarse con el leve ruido de pasos detrás de él. No responder cuando algunas veces le llaman por su nombre, “Basilio”, le dicen. También lo llaman “Epifanio”. Y le dicen “Remigio”. Y otros nombres que pueden ser el suyo. Continúa caminando. A ratos se detiene y mira el horizonte. Allá distante, Comala. Varias hileras de casas quietas como si rezaran de rodillas. Al fondo, la torre de la iglesia, torcida y muda, donde el reloj marcó la hora de la muerte y nunca volvió a moverse. Comala se extiende bajo una nube de polvo, dormida siempre entre cerros pelones cuyas casas, color de cal y abandono, parecen aguardarlo. O despedirlo, sin haber llegado todavía. Algunas tienen puertas sin tranca. Otras, apenas sostenidas por oxidados goznes. Para empezar su ronda de repartición de cartas, colgando su morral en el hombro derecho, inicia desde la plaza donde el aire huele a soledad.
Golpea prudente las puertas, siempre cinco toquecitos, esperando un sonido, una voz. Unos pasos. Cualquier palabra. Pero nadie le responde. Entonces se agacha y con cuidado introduce la carta por debajo de la puerta. Las cartas tienen nombres, apellidos, direcciones precisas: Para doña Eduviges Dyada, Calle del Estanco, Comala. Para Pedro Páramo, Hacienda Media Luna, Comala. Para Susana San Juan, Callejón de los Suspiros, Comala. Para Evelio José, El Lejero, Comala. Para Carlos Alberto, el Gallineral, Comala. Para Filiberto, Gualará, Comala. Para Jocabita, La Floresta, Comala. El cartero no sabe de muertos ni de vivos. Solo sabe de cartas. El pueblo siempre callado. Los perros no ladran. Los gallos se quedaron sin aire. El cartero camina por las calles como pisando el tiempo. Y el tiempo no se mueve.
A veces el cartero cree escuchar un murmullo detrás de las paredes. Un sollozo, una risa leve, un “¿eres tú, Epifanio?”. Al volverse no hay nadie. En una esquina, junto a la fuente seca donde el aire huele a tierra caliente y maíz guardado, se detiene. Se quita el sombrero. Seca el sudor de su frente y de su cuello, y mira hacia el cielo blanco. Todos los primeros lunes de mes, cuando viene a traer las cartas, el cielo de Comala es blanco. Cielo muy blanco. Blanco, con nubes blancas, de Comala. Y allí está de nuevo, planeando airoso, el mismo halcón de cada lunes de nubes blancas que gira y sobrevuela incontables veces sobre las casas y luego se va. Desaparece. El mismo halcón a la misma hora. Durante el paso de los meses, mientras camina desde Contla hasta Comala, algo se reproduce invariable, fuera del paso de los días, sin cambios: la iguana, por ejemplo. O una rama quebrada de huizache o mezquite. La sombra del ocotillo. El perfume de la candelilla, y de la flor de mayo, y del cenizo y del garambullo.
El sol parece colgado del techo del mundo. En el fondo del morral, queda un centenar de cartas. Tal vez más. Y este paquete con el nombre del receptor, pero sin la dirección de la casa: Para Remigia, la guitarrista, Comala. Con una nota debajo: (Si ella no está, entregársela a su abuela Trilcelena). Esto y nada más. Y no hay nadie a quién preguntarle por Remigia. Levanta sus hombros en gesto de impotencia. Le gusta la sensación de cumplir con su deber. Desde cuando es cartero, siempre, cada lunes principio de mes, hay muchas cartas para entregar en Comala. Jamás pregunta nada. Las recibe y sale a cumplir con su trabajo. “No sé para qué sigo viniendo”, se dice, “pero debo cumplir con mi trabajo, aunque no haya quién reciba las cartas”. La verdad es que al cartero le alegra en el corazón y los sentidos, caminar solo hacia Comala. El despoblado camino es su más grata compañía. Por eso aceptó, sin vacilar, cuando le propusieron llevar las cartas a Comala cada primer lunes de mes. Algunas personas de Bumba, su pueblo, habían vivido allí y relataban historias de fantasmas apacibles, entre el sueño y la realidad.
Saca su cantimplora. Bebe varios tragos de agua y suspira. En el camposanto, los cipreses hacen sombra sobre las tumbas. Al llegar a este, el sol está alto. Se sienta sobre un sepulcro sin nombre. El agua le sabe a cobre. A su alrededor el silencio es cada vez más espeso. Solo el rumor del viento y un zumbido de moscas. Entonces, escucha una voz. “No se canse, don, nadie lee esas cartas”. El cartero se incorpora y pregunta: “¿Quién anda ahí…?” Nadie responde. Regresa al pueblo donde las sombras se estiran por las calles. El polvo sube del suelo y se mezcla con el cielo. El halcón se ha ido. En la plaza sobre los bancos vacíos, se siente el calor de quienes los utilizaron alguna vez.
A veces ve figuras, sombras cansadas moviéndose despacio por entre estos. y cuando parpadea, ya no están. Queda el rumor del polvo volteando por las calles. Al mediodía, el calor aprieta y las piedras hierven. los grillos se esconden. En Comala abundan los grillos. Y parece que se ponen de acuerdo para chirriar en diferentes horas del día. El cartero sigue su ruta por la calle que lleva a la media loma donde una casa grande se levanta firme, como si esperara algo.

En el dintel se alcanza a leer, entre manchas de cal: Media Luna. El cartero toca la puerta. “Carta para don Pedro”.
Nada.
Nadie.
Solo el zumbido del aire caliente. Quisiera ver de dónde proviene el estridular agudo y alto, perturbador, de un solo grillo allí adentro. Deja la carta entre las grietas del umbral y sigue andando. A cada paso siente más pesada la bolsa. No por el peso del papel. Por el silencio encajándosele entre las costillas. Tal vez el pueblo está de viaje. O Comala duerme una siesta intemporal. O está escondida en alguna parte. Nunca regresa a Bumba sin haber entregado todas las cartas. Sin haber encontrado a Remigia para entregarle el pesado paquete. Pasa frente a la iglesia. Allí dentro huele a humedad y a flores secas. El altar, cubierto de polvo. Las amarillas y tiesas velas, apagadas desde hace años. Sobre una banca astillada, el cartero deja una carta más. Para el padre Rentería, Comala. El eco repite su voz, levemente burlón: “Rentería… Rentería…”
Sigue su camino. Las casas lo miran pasar. Lo saludarían con el ala de alguna ventana, pero las bisagras están herrumbradas. O no hay ventanas. Al reconocerlo, las puertas crujen como si con su traqueteo le revelaran algo de los habitantes que allí estuvieron. En una de ellas, el cartero observa una sombra asomarse por la rendija. La sombra de una mujer delgada, con mirada lejana. “¡Buenos días!”, le grita y pregunta, “¿usted es Remigia?”. La mujer sonríe y se desvanece. “¡Remigia, usted es Remigia!”. El cartero se acomoda su sombrero. Escarba entre las cartas y continúa su recorrido. “Señora Dolores Preciado”, exclama en voz alta, creyendo que alguien puede oírlo y empuja con decisión una puerta que de inmediato cruje, quejándose. Deja el sobre en el primer peldaño de la entrada, entre dos verdes plantas que allí crecen.

“Ya le llegó su carta, señora”, exclama.
Sigue su camino. Cada casa es igual: paredes blanqueadas y grises por el tiempo. Ventanas cerradas y entreabiertas. Macetas secas en los corredores. En una, el aire mueve una cortina raída. En otra, un gallo de yeso partido a la mitad. El cartero toca. Espera algunos minutos. Siempre tiene la costumbre de esperar, y cuando no escucha respuestas, introduce la carta por debajo. Para el señor Fulgor Sedano, Comala. Para don Abundio Martínez, Comala. Nadie abre. Nadie responde. Solo el viento, bajando desde los cerros y arremolinándose entre las calles desiertas, trayendo consigo el olor a tierra vieja y a soledad. El cartero descansa en la plaza bajo el quiosco cubierto de hojarasca. Las bancas oxidadas guardan el eco de las risas que alguna vez aquí se escucharon. Saca una carta y la mira contra el sol. Las letras se mueven apresuradas por llegar a su destino.
Aunque el calor lo hace tambalear, sigue caminando. En cada casa deja una carta. Algunas puertas se abren rechinando suaves, como si el aire las empujara. En una, encuentra una mecedora vacía que aún se mueve y pone la carta sobre ella, con cuidado. Sigue su ruta. “Cada semana es igual”, murmura. “Nadie sale, pero las cartas siguen llegando”. Saca una de ellas y lee el sobre: “Para Dorotea”. La deja sobre una piedra. Otra, para Damiana Cisneros. La pone en una rendija. Luego otra, para Miguel Páramo. La desliza por la puerta de una casa que huele a misa vieja. El pueblo no cambia. Desde hace años, siempre el mismo silencio. Pero él sigue viniendo. Conoce los nombres de las calles. Indelebles en sus ojos, los colores desteñidos de las casas. Y conoce los nombres y apellidos de los difuntos que figuran en las direcciones, como si alguna vez hubiera conversado con ellos. Pero este paquete para Remigia sigue incomodándolo. Remigia la guitarrista. Lo hace sin pensar, por costumbre, como quien reza sin fe. El aire se vuelve tibio y empieza a soplar desde el oeste, levantando remolinos.
El cartero sentado en el borde de la plaza. El cartero junto al pozo seco. El cartero cierra los ojos. El reloj del cartero y el de la iglesia marcan siempre las doce. Cada lunes comienzo de mes, marcan siempre las doce. Las doce siempre, el reloj del cartero y el de la derruida iglesia en Comala. No más. No menos. El tiempo detenido en este instante. Primer lunes de mes. Nunca un martes. Nunca ningún otro día de la semana. Por la tarde, cuando el cielo empieza a llenarse color cobrizo, el cartero se sienta a la sombra del mezquite. Abre una carta cualquiera, por curiosidad. Dentro, solo hay una hoja en blanco. Se queda mirándola largo rato. Luego toma otra: lo mismo. Y otra más: también vacía. Otra, en blanco toda. Entonces comprende algo que no sabe decir en palabras. Estas cartas no van para los vivos, sino para los muertos. Él mismo, quizá, es mensajero de cuanto ya no existe. Pero el cartero no se espanta. Se pone de pies, vuelve a colgarse la bolsa y sigue su camino.
“El próximo mes, volverán a mandar más cartas”, piensa. Siempre llegan. Nunca faltan. Un rumor leve lo hace abrir los ojos. Frente a él, una figura vestida de blanco, casi transparente, le habla con dulzura: “¿Todavía no te lo han dicho, cartero?”. “¿Decirme qué?”. “Que este pueblo está muerto y que hace tiempo nadie recibe ni envía nada”. El cartero la mira con asombro. “¿Muerto? Pero… yo entrego las cartas y las casas me esperan”. “Las casas te esperan, sí”, responde ella, “pero hace mucho no hay quien las habite”. El viento sopla más fuerte. El cartero ve al polvo alzarse del suelo y envolverlo. Siente un frío que no viene del aire sino de adentro. Recordó su primera entrega en Comala, siete, ¿diez, veinte? años atrás cuando el jefe de correos le dijo: “Allá casi no vive nadie, pero tú lleva las cartas igual. El correo no se detiene”.
Entonces comprendió. Tal vez aquel jefe estaba muerto también. Tal vez él mismo nunca había salido de Comala. Revisa sus manos. Son translúcidas. Puede ver el polvo del camino a través de ellas. “Así que por eso nadie me abre la puerta”, murmuró. La figura asintió. “Y tú tampoco lo sabías”. El cartero baja la vista. El morral está vacío. Las cartas que allí quedaban se han ido, como si el viento las hubiera deshecho. “¿Y ahora qué hago?”, pregunta. “Sigue viniendo”, dice la voz. “Ellos todavía te esperan. Algunos sueñan con que sus cartas lleguen algún día. Tú eres su esperanza”. “No está en mí decidir cuándo dejar de repartir”, dice, con voz que parece salírsele del pecho y perderse en el aire.
El viento sopla más fuerte. Las casas parecen moverse, respirar. Y entre ese respiro, se escuchan murmullos. Voces que le dan las gracias y le piden otra carta y le preguntan por noticias del mundo. “Aquí tengo muchas”, responde, “pero todas vienen vacías”. Las voces se apagan de nuevo, resignadas. Cuando llega la noche, el cartero emprende el regreso. Desde lo alto del camino mira hacia atrás. Comala brilla apenas, como si dentro de cada casa hubiera una luz tenue o el recuerdo de una. Suspira. “Hasta el próximo mes”. “No se me vayan a olvidar”. Y se pierde en la oscuridad.
Al amanecer siguiente, un arriero que pasa por el camino encuentra la bolsa del correo tirada junto al mezquite. Adentro, cartas amarillas rotas por el tiempo. Algunas llevan fechas de cincuenta años atrás. Otras, ni siquiera tienen nombre. El hombre levanta la vista y mira hacia Comala. Solo ve el humo leve que sale de la tierra cuando el sol comienza a calentarla. “Vaya cosas”, cuchichea, “dicen que ahí no vive nadie desde hace mucho”. Y sigue su camino. En el pueblo, entretanto, las cartas siguen apareciendo cada primer lunes de mes, bajo las puertas. Y el viento las arrastra. Y las junta en montones. Y las revuelve. Nadie sabe quién las deja. Algunas noches cuando el aire baja del cerro, los muertos dicen que lo han visto pasar, que es un hombre delgado, con sombrero, de paso cansado, que va de casa en casa dejando mensajes en el polvo. Nadie se atreve a hablarle. Nadie se atreve a leer lo que trae. Solo se escucha, entre sueño y vigilia, su silbido largo y la frase de una canción, “que una paloma triste, muy de mañana le va a cantar, a la casita sola con sus puertitas de par en par”. como si quisiera anunciar que aún hay correo, incluso en los pueblos donde ya nadie espera noticias.
Calarcá
Llanitos de Gualará octubre 11 de 2025
Del libro inédito: Mientras Borges duerme

Calarcá, Llanitos de Gualará
Octubre 2025

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