Arrierías 98
S. Catalina Varela Castro.
Psicóloga de la Universidad Católica de Pereira
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Asistir todos los días a un espacio donde constantemente se es hostigado mediante bromas hirientes, violencia física o exclusión de actividades grupales es, en muchos casos, la cotidianidad de algunos estudiantes. Si bien el acoso escolar ha existido desde hace muchos años, en la actualidad parece haber incrementado considerablemente, al tiempo que se ha hecho más visible. Por ello, es fundamental preguntarse: ¿cómo estamos abordando la resolución de conflictos desde la infancia y la adolescencia? ¿Cómo se perciben las diferencias y por qué, en tantos casos, parece que la intención es justamente anularlas?
Con frecuencia, el enfoque se dirige hacia la víctima, a quien se le ofrecen recomendaciones como “no se deje” o “responda de la misma manera”, en consonancia con ese viejo refrán de “ojo por ojo, diente por diente”. Estas respuestas, en cierto modo culturales, reproducen esquemas que dificultan el diálogo, invalidan la diferencia y refuerzan la violencia. Ceder ante la opinión del otro o preguntarse qué motiva al acosador a ejercer esa violencia —a asumir el rol de victimario de victima— sigue siendo un ejercicio complejo y escasamente promovido.
En Colombia, existen normas que buscan mitigar esta problemática. La Ley 1620, promulgada el 15 de marzo de 2013, crea el Sistema Nacional de Convivencia Escolar y Formación para el Ejercicio de los Derechos Humanos y la Mitigación de la Violencia Escolar. Esta ley establece estrategias educativas para prevenir el bullying y el hostigamiento, fomentar la convivencia y una cultura de paz entre los estudiantes, y garantizar el respeto por la libertad de expresión, conciencia, religión y cultura.
No obstante, en muchas ocasiones, el acompañamiento se dirige exclusivamente a la persona que ha sido víctima de acoso escolar. Debido a dificultades en la intervención de redes de apoyo —como el colegio o la familia—, estas personas pueden experimentar un agravamiento de la violencia. En muchos casos, terminan reaccionando con agresividad, lo que desencadena sanciones para ellas, mientras que el agresor no enfrenta consecuencias reales por sus actos.
¿Qué ocurre entonces con quien opta por burlarse, golpear, ridiculizar, hostigar o excluir a un compañero o compañera? ¿Y qué ocurre con quienes, observan estas violencias cómplices desde el silencio?
Esta realidad escolar es, en muchos sentidos, un reflejo de lo que ocurre a gran escala en nuestra sociedad actual: se rechaza la diferencia, se excluye, se restringen los espacios de diálogo. Es urgente pensar en acciones reparadoras tanto para quien ha ejercido el acoso escolar como para quien lo ha sufrido. No se trata solo de sancionar, sino de generar procesos educativos, empáticos y transformadores que nos permitan construir entornos más justos, inclusivos y pacíficos.