Arrierías 98
Mario Ramírez Monard
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“El atentado criminal contra el senador lo es contra nuestra democracia”. Esta frase, además de muchas otras generadas por el execrable atentado criminal contra un integrante del poder legislativo en Colombia —el joven político opositor del gobierno actual, Miguel Uribe Turbay—, que tienen como tesis central la afectación a nuestra incompleta democracia, no creo sea la más acertada.
Nuestro país lleva ya casi 215 años tratando de construir una verdadera democracia donde el respeto a los derechos fundamentales y la libertad sean la esencia del Ordenamiento jurídico vigente, pero esa construcción, ese fin último, no lo hemos logrado. Cientos de miles de seres humanos asesinados por las constantes guerras, el hambre y la miseria que se generan por las armas usadas en contra de combatientes y la población civil, —especialmente campesinos—, los odios políticos y la avidez de tener en la mano el poder total por representantes de organizaciones políticas muy bien estructuradas, han impedido que Colombia sea una verdadera democracia.
Desde el 20 de julio de 1810 y la subsiguiente guerra de independencia, nuestros dirigentes no han cesado sus enfrentamientos y luchas por el dominio del Estado. Los escritos y la narrativa de esas guerras en la segunda mitad del siglo XIX en poco difieren del inmenso sufrimiento del pueblo colombiano durante todo el siglo XX y los cinco lustros del siglo actual: grupos armados en contra del Estado, tanto los llamados guerrilleros como los denominados paramilitares, grupos armados delincuenciales tras el dinero ilegal de explotaciones mineras, ataque indiscriminados contra líderes regionales o locales; militares y policías atacados a mansalva por francotiradores o el horroroso plan pistola mientras están en servicio en la vigilancia de los bienes del Estado y las personas, en fin, una guerra total sin límites que viola, flagrantemente, las disposiciones del derecho internacional humanitario del cual nuestro país es garante.
¿Cómo podemos llamar democracia a un país en el que, mediante alevoso asalto guerrillero a uno de los órganos del poder, la justicia donde participan las fuerzas legales del Estado mediante una toma violenta de arrasamiento total y mueren casi 100 personas? Los más insignes juristas de Colombia de la época murieron allí calcinados, baleados o ejecutados en un acto de insania total. No podemos olvidar, tampoco, a cientos de seres humanos pudriéndose en las cárceles selváticas donde sobrevivían en peores o iguales condiciones a detenidos en campos de concentración nazis; tampoco el asalto a la Asamblea del Valle del Cauca y sus diputados asesinados por esas fuerzas oscuras de una guerrilla salvaje e inmisericorde que hoy obliga a millones de campesinos al abandono de sus tierras o sus pocas pertenencias y llevando a cuesta su pobreza, su miseria mientras cargan en brazos a sus hijos regando con sus lágrimas las fértiles tierras a las cuales se han visto obligados a desocupar ante la incapacidad del Estado de detener esta infames acciones. En este ligero recuento, tampoco podemos olvidar que muchos agentes del Estado pagados con nuestros impuestos y utilizando armas oficiales sirvieron de punto de apoyo a la avidez de muchos políticos delincuentes con fines obtusos que implementaron los mal llamados falsos positivos que han sido, en su esencia, crímenes de lesa humanidad.
Todos los elementos anteriores, más la corrupción rampante en la cual se pierden billones de pesos en manos de corruptos funcionarios del Estado, me impiden aceptar que Colombia sea una democracia. La llamaría democracia en construcción para no utilizar el término más adecuado (pero que me apena) del gran jurisconsulto español, ya desaparecido, mi profesor de derechos humanos y derecho constitucional Gregorio Peces Barba, cuando afirmaba “su país, Colombia, no es una democracia: es una democratura”. Cuánta razón tenías, maestro.