Edición 104

EL CARTERO EN SPOON RIVER

By 11 de diciembre de 2025No Comments

Arrierías 104

Umberto Senegal

El cartero de Comala es un hombre delgado. Casi enjuto. Su cuerpo se viene desvaneciendo junto con los pueblos que recorre. Su piel terrosa, del mismo color que los caminos sin nombre por donde anda, absorbe el polvo de los muertos y el hollín de las ruinas. Su rostro surcado por líneas finas y hondas, no tanto de vejez como de viento y silencio. Sus ojos de gris pálido, no miran a nadie en particular. Dan la impresión de haber visto demasiado: el resplandor de una explosión lejana, la oscilación del polvo sobre una tumba recién abierta, la sombra de un hombre que ya no estaba. Viste siempre igual, como si el tiempo no lo tocara. Lleva una chaqueta azul, gastada, con botones desparejos, un gorro de paño oscuro con la insignia corroída del correo nacional —aunque nadie puede adivinar de qué país—, y una bufanda gris que alguna vez debió ser blanca.

Los pantalones, doblados en los tobillos, muestran unos zapatos de cuero cuarteado. Su bolsa de cartero es grande, de cuero endurecido, como si hubiera pertenecido a otro hombre muchos años antes. Dentro lleva cartas amarillentas, sobres sin sellos, papeles escritos con tinta corrida, a veces con letras que parecen trazadas por manos temblorosas. O por alguien que ya no está entre los vivos. A veces saca una carta, la mira al trasluz, la huele —como reconociendo el perfume o la humedad del remitente— y luego la devuelve a su lugar, suspirando. En sus dedos, las uñas tienen el tono opaco del metal oxidado, como si lo que tocara lo marchitara o le hiciera recordar que todo termina disolviéndose. El cartero camina despacio. Sin ruido. Su paso no deja huella en la tierra. Si alguien lo sigue, dudará de que en verdad esté allí. Cuando se detiene frente a una puerta, un sepulcro o una casa abandonada, inclina la cabeza con respeto y murmura el nombre del destinatario, aunque nadie responda. A veces deja la carta debajo de una piedra. Otras, la introducía entre los restos de una verja oxidada o la coloca cuidadoso sobre una lápida, como si supiera que alguien, tarde o temprano, la leerá.

Su voz —cuando habla solo, como quien recita una costumbre aprendida— es baja y un poco ronca, con un dejo de ternura antigua. Dice frases como: “correo para los ausentes”, “entregada la esperanza” o “remitente desconocido, pero con fe”. Si uno lo observa desde lejos, creerá que es un viajero perdido entre mundos. Si uno se le acerca demasiado, sentirá algo más: un frío sutil, un perfume leve a humedad y hojas muertas, un resplandor casi imperceptible en los bordes de su figura, como si no perteneciera del todo al aire de los vivos ni al polvo de los muertos. Es, en cierto modo, el último testigo del mensaje. Un hombre suspendido entre aquello que fue y esto que aún busca ser leído. Y aunque nadie le ha dicho nunca que los pueblos que visita para entregar sus cartas están vacíos, él las sigue entregando con la misma devoción, con la misma seriedad que el primer día. Como si en cada sobre habitara todavía una voz que espera ser escuchada.

Dice venir de un pueblo llamado Comala. “Vengo de Comala, traigo a Comala conmigo; vienen de Comala algunas personas, pero es igual que venir solo”, afirma el cartero. Le oí declararlo muchas veces, mientras caminaba solitario, susurrando la misma frase de una canción mejicana, por el sendero de grava que conduce al olvidado cementerio de Spoon River. Viene solo. Si alguna persona lo acompaña, debe ser en su memoria, entre su cabeza. Camina despacio, con su bolsa colgada del hombro, llena de sobres amarillentos y cartas sin direcciones claras. Solo nombres. A veces un apellido. A veces el apodo de la persona. O un oficio, o una virtud o un defecto. Y esto le basta al cartero para entregar la carta al destinatario preciso. “Reparto lo que otros olvidaron”, murmura. Y el viento, que aquí en Spoon River bufa como si arrastrara la voz del invierno, se encarga de repetir sus palabras, haciéndolas rebotar entre las lápidas.

Llega siempre al amanecer. El río, allá abajo, huele a frío y a metal. Las hojas secas se deslizan por el suelo, como almas sin cuerpo. El cartero camina sin prisa, saludando a los muertos, llamándolos por sus nombres, igual que si los conociera desde tiempo atrás. “Para Richard Bone”, dice, dejando una carta sobre una piedra musgosa. “Usted, que escribía los epitafios de todos y nunca el suyo, aquí le dejo algo que viene del sur”. Las letras de las lápidas, gastadas por el tiempo, parecen moverse con el viento. El cartero se agacha, pasa sus manos por la piedra y sigue hablando. “No sé si aún escribe, señor Bone. Pero allá en Comala, de donde vengo, también los muertos cuentan sus historias. Se parecen mucho a ustedes: todos quieren ser recordados. No parecen tan muertos cuando les entrego las cartas. Algunas frases de amor o de rabia deben venir entre esas hojas, porque despiertan a recibir las cartas”. Sigue el sendero hasta donde yace Lucinda Matlock. “Para usted también hay carta”, expresa. “Dice que el amor y el trabajo fueron su alegría, señora Matlock. Pues bien, le aviso que el mundo sigue igual: los vivos se cansan pronto y ya nadie se sienta a remendar la vida como usted lo hacía”.

El aire se espesó y por un momento creyó oír una risa leve, como si una mujer lo escuchara desde debajo de la tierra. Más allá está el sepulcro de George Gray. El mármol agrietado muestra un ancla tallada. “Aquí le traigo una carta que viene de parte del mar”, susurra el cartero, “dice que usted temió al viento y a las olas y por eso su vela nunca se abrió. En Comala tenemos muchos como usted, d señor Gray: viven temiendo la tormenta y mueren sin haber zarpado”. Se quita el sombrero y permanece silencioso unos segundos. El sol empieza a subir detrás de los álamos y el cementerio se llena de ese resplandor pálido que viene desde dentro de la tierra. Luego deja una carta a Minerva Jones. “Señorita Jones, le traigo noticias del mundo”, le anuncia entre respetuoso y galante, agregando, “siguen hablando de justicia, pero nadie la ve. Usted murió buscando un lugar limpio donde poner su alma, y cuanto encontró fue vergüenza. Allá de donde vengo también hay muchachas que lloran a escondidas. A todas les escribo, pero ninguna me contesta”. El cartero miró alrededor. No había nadie. Solo el ruido seco de las ramas quebrándose. “No se aflija, muchacha. A veces la vergüenza es solo otra forma del silencio” murmura, y deja la carta entre las flores secas.

Pasa luego por la tumba de Doc Hill, el médico del pueblo. “Aquí está su correspondencia, doctor. Los hombres siguen creyendo que curar es tapar el dolor, y no escucharlo. Tal vez por eso los cementerios crecen”. Deja el sobre entre las raíces de un rosal viejo. Más allá, en una esquina olvidada, están juntos los nombres de los asesinos y los traicionados. De los amantes y los poetas. El cartero va dejando cartas en cada tumba. Una por una, como si su oficio fuera una plegaria: “Para Cassius Hueffer” —dice—, “quien tanto habló de Dios para esconder sus miedos”. “Para Elsa Wertman, cargando un hijo secreto toda su vida”. “Para Judge Somers, quien creyó que la ley era más grande que el alma”. “Para Emily Sparks, que rezaba por un muchacho perdido”. “Para Reuben Pantier”, que no volvió a escucharla.

Sus pasos resuenan sobre el polvo. El viento levantaba girones de hojas, y entre ellas, por un momento, el cartero cree ver sombras que lo siguen. Sigue cumpliendo con su tarea siempre que viene a Spoon River.  Habla con los muertos. Explica el mundo como si fuera una carta que todavía no llega. “Vengo de Comala”, exclama al detenerse frente a la tumba de Amanda Barker, “allá también hay pueblos vacíos señora Barker. Gente que se quedó esperando cartas que nadie escribió. Yo las llevo igual, aunque no tengan palabras. El papel en blanco también dice cosas”. El cielo es de un gris espeso. Los álamos tiemblan. “Me mandaron acá porque dijeron que Spoon River aún tenía dirección postal” explicó, sonriendo, como si hablara no consigo mismo sino con alguien a su lado, exigiéndole información sobre su oficio, “pero parece que me dieron mal la fecha”.

De pronto, un relámpago cruza el horizonte. El río se estremece mientras en el aire el murmullo de muchas voces se alza, suave al principio, luego más claro. Son los muertos de Spoon River. Cada uno murmura su propio nombre y su propia historia más allá de las lápidas. Más allá de las fosas con sus voces entrelazadas como las hojas del otoño. El cartero, sin asombro, sigue caminando entre ellas. Su silbido se confunde con los murmullos. “Aquí están sus cartas”, repite, “todas llegan, tarde o temprano”. Algunas lápidas parecen brillar con luz propia. Otras se abren lo justo para dejar escapar un suspiro. El cartero se sienta bajo un viejo olmo. Saca la última carta. No tiene nombre. Ni sello. Ni fecha. Solo una palabra escrita en tinta desvaída: Comala. La observa largo rato, luego la guarda en su bolsillo, como si fuera para él.

“Tal vez allá me estén esperando”, murmura, “tal vez también yo tenga una tumba con mi nombre”. El viento sopla, arrastrando las hojas hasta cubrirle los pies. En la colina, los muertos de Spoon River siguen hablando. Repiten versos. Recuerdan amores y pecados y promesas. El cartero se levanta, camina hacia el río y poco a poco se desdibuja entre la niebla, sombra que no pertenece del todo a los vivos ni a los muertos. Cuando el sol sale, ya no está. Solo quedan las cartas sobre las tumbas. Húmedas de rocío, moviéndose con el aire como si quisieran leerse solas. Esa mañana, el sepulturero del pueblo, viejo y casi ciego, subió al cementerio y vio el extraño rastro. Sobres abiertos, papeles blancos esparcidos por el suelo, y en una lápida recién lavada por la lluvia, una nota escrita con letra temblorosa: “El correo de Comala cumplió con su entrega. Si alguien aún espera noticias, que escuche el viento”. El hombre miró alrededor. Nadie. Solo el rumor del Spoon River bajando lento, como lamento que no acaba. Y entre ese rumor, escuchó un silbido que venía desde lejos, de más allá del tiempo, trayendo consigo el eco de dos pueblos que comparten el mismo destino:  quienes siguen esperando cartas, y aquellos que aún creen que las cartas pueden llegar.

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