Arrierías 98
Gustavo Rubio (1987)
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Después de cuarenta y cinco minutos de amor, dos bofetadas para endulzar las bocas, abrazos y miradas que decían lo mucho que se desconocían, pasaron a enumerar los atropellos de sus últimos años en que las rutas de sus vidas fueron un simulacro detenido, algo así como lamerse las manos por haber probado la nada amarilla, algo como de miedo a saber las cosas, los nombres, las calles, los rostros que no amaron jamás y a los cuales sepultaron en lo profundo de su memoria, para olvidarlos paulatinamente como se olvidan las cosas de todos. Sentados en el único sofá del amoblado cuarto de hotel, ellos, Adónica y Sinforoso, trataban en vano de unir los cabos sueltos de su destino; el tiempo no era nada dijo la señora, el hombre de estómago abultado se quedó mirándola y asintió con la cabeza, pero lo más desgraciado es que no sepamos nada de nosotros, comenzamos a vernos hace ya veinte años y no hemos podido avanzar; el hombre se levantó un instante, caminó por la pieza, miró las paredes, la cama destendida, prendió un cigarrillo. Ra-ra-ra musitó la caja de fósforos, el humo expandió su olor y la mujer bostezó, cuándo dejarás de fumar hombre, la semana que no tenga lunes respondió.
Ella se levantó, caminó los mismos pasos del amante, no miró las paredes ni la cama de su encuentro corporal, y de súbito se encontró con un recuerdo del pasado, tocó entonces el cuerpo de una desventura que había ocurrido en tiempos de la universidad, ahora la desventura se tornaba calle empedrada, unos hombres que simulan jugar en una esquina, ella ajena al peligro: de las sombras saltan los cuerpos de tres de ellos y la toman, no haga nada mamacita, un cuchillo besa su espalda, está buena; recuerda con horror que la perdida de la virginidad le originó trastornos con los novios que llegaron después, no volvió a misa, se enjauló en el cuarto de polillas y se dedicó a leer las obras completas de Corín Tellado, leyó al Santo, al Valiente, las revistas de modas, las de belleza para adelgazar en un mes, no hizo más y su vida fue una lágrima viva.
Un día salió de casa y vio por entre sus tristes ojos al hombre que la llevaría al altar de la ignominia. Esa ya me la has contado, dijo el hombre de barba negra, deberías tratar de decir mentiras, por lo menos yo me pondría furioso o tendría motivos para dudar de ti. La mujer paró de contar. Él quiso sentarse, pero lo contuvo una mosca que volaba radiante, pass, la maté, se limpió las manos en la cobija, corrigió sin ganas la mirada que se cernía tentada al cuerpo desnudo de su mujer, la reconoció desde los muslos blancos, ¿Y qué?, la mujer negó y afirmó a la vez moviendo los labios, no sé, dijo. Él abrió la botella y lanzó la botella a cualquier lado y comenzó a hablar llorando. Le dolía el tiempo perdido y vos sos una ramera que ni siquiera un hijo me has dado. Yo quedé estéril después del asalto para que sepas. ¡RAMERA! Gritó rabioso, es lo que siempre inventas para evitar que nos unamos. Por la palabra la mujer se echó a lagrimear, dijo —hay que pensar Sinforoso, hay que pensar en el destino, en la soledad que siempre fuimos y en la soledad que llega; ¡mientes! Dijo energúmeno el hombre ya borracho… fue hasta el pantalón tirado en el piso y lo despojó de su correa, ¡ahora verás!, estuvo dándole cuarenta y cinco minutos de amor a base de golpes y correazos, la pobre mujer apenas se defendió, no menciono machismo, no gritó estoy harta de todo y de todos, ni se le ocurrió decir que la vida junto al borracho de su marido valía mierda, solo anunció mientras su rostro aporreado y su boca sangraba que esta es la última vez que me pegas.
Sinforoso que era un entendido en materia de machismos y demás reyertas entre los sexos, la apostrofó gritándole que mientras en este puto país de mierda las mujeres no aprendieran a deshacerse de los asuntos de modas, mientras continuaran más convencidas de que las telenovelas y el tener hijos son la base de la existencia, el machismo seguirá pululante y creciente porque ni los mismos intelectuales podrán darle soluciones prácticas. El machismo es un mal de la dependencia y si la mujer no intenta junto al hombre de analizar sus mutuas relaciones, entre ellas la pasión, todo inútil, mija, inútil. Lo cierto era que el amor ya no existía y por la esquina del tiempo el amor les regaló cuarenta y cinco minutos, ni uno más ni uno menos; el hombre estrelló la botella contra la pared blanca del cuarto.