Arrierías 98
Luis Carlos Vélez
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A diario pasea alrededor del viejo Estadio San José, de Armenia. Adelante y sujeta por la correa, su compañera de caminatas: una perrita diminuta que sabe dónde detenerse para que su dueño coloque con cuidado el pequeño recogedor de desechos.
El hombre no tiene apuro en su rutina, y el caminante que marcha a sus espaldas se detiene porque le llama la atención la novedosa forma de conservar limpio el medio ambiente. Le da alcance para hacerle saber su satisfacción.
-Gracias. Me llamo Rigoberto Ortegón… Los amigos me llaman Rigo… Soy jubilado de las Empresas Públicas… La perrita se llama Lupe, pero tengo dos más en la casa.
Caminan y hablan sobre el viejo estadio, hasta el momento en que Rigoberto comenta que fue árbitro de fútbol por muchos años. Avanza unos pasos tras su perrita compañera, se detiene y comenta:
-Nos hicieron estadio, pero nos quedamos sin equipo. Siempre en la B. -.
Lupe gira dos veces sobre sí misma y, antes de bajar la grupa, Rigo aprovecha para colocar el recogedor justo debajo de donde empieza la cola. Antes de liberar su estómago, la perrita voltea un poco la cabeza, como si esperara el visto bueno para hacerlo con precisión.
Terminada la tarea, Rigo camina detrás de Lupe, y junto al imprevisto compañero, que vista su amabilidad y picado por la curiosidad, aprovecha para entablar una conversación que no sabe cómo empezar, pero que seguro abundará en múltiples anécdotas.
Comenta a Rigo dos o tres suyas y cortas, para entrar en confianza, luego dos preguntas que supone despertarán el interés del hombre de la perrita…
-“Le decía que trabajé y me jubilé en las Empresas, donde hice parte del equipo de fútbol…”. Y aclara: “Lupe está viejita. Tengo otros dos: Mía y Pinky”.
Rigoberto hace un alto, tira de la cuerda, sonríe y cuando dice “me pasaron muchas cosas graciosas y otras no tanto” … Lupe se detiene, se echa, mira de reojo y parece atenta a sus palabras.
-Tengo más de setenta… Mire, ya casi llegamos al almendro del CAI-.
Pasos adelante los espera la banca ubicada bajo la sombra del árbol que crece junto al CAI del estadio. Lupe se levanta y, como si supiera la intención de su amo, toma la delantera con sus patas cortas y de pasos apurados, mientras Rigo saluda al agente que da brillo a su motocicleta policial.
-En 1970 empecé a trabajar en las Empresas Públicas de Armenia, y me jubilé en 1996. Mis inicios allá fueron raros. Me tocó conducir el carro basurero de placa TTI, y a veces capaba trabajo para irme a pitar partidos. En esas estuve de 1964 al 69. Fui conductor 16 años. Pagué servicio militar. El coronel Palomino, no el que sabemos de la policía, sino otro, me ayudó con la libreta. Me fui para Manizales a hacer el curso de policía, que duraba seis meses, en la Escuela de Policía Alejandro Gutiérrez. No olvido el primer día que me presenté para trabajar en las Empresas Públicas de Armenia. Rodrigo Velásquez me entrevistó y me dijo: -Como usted quiere conducir un carro, échele mano a esa carreta, esta escoba y recorra las calles de Armenia-.

Cuando el caminante comentó que le costaba trabajo tomar nota mental de cuanto escuchaba, Rigo dijo que espera un momento mientras traía lápiz y papel…
-No me achanté ni desanimé… Necesitaba trabajar y me fui a recoger basuras en las calles. Entre arrastrar la carreta, tirar escoba estuve dos años como barrendero. Una especie de período de prueba porque después pude conducir carros grandes de la basura, carro-tanques, durante mis tres años como supernumerario operador. En estos dos oficios estuve de 1970 a 1975; y a manejar carros, bulldozer, busetas escolares, el carro del matadero, buses de Cooburquín, en la terminal, hasta 1996… Hace catorce años compré esa casa que ve allá. Le compré el lote al dueño de la tienda El Campín…-.
Rigo se sienta en la banca de cemento, guarda silencio por unos segundos, y continúa narrando frente a la mirada fija de Lupe que, echada en el piso, parece una juez atenta a descubrir un mínimo asomo de incoherencia en su historia:
-A los siete años me volé de la casa porque no me resigné a vivir en La Sapera, un lote grande al borde de la carretera donde mis padres, José Ortegón y Amparo Castañeda, tenían sembrados de café. Me bajé en la galería y me preguntaba: ¿ahora qué hago? Miraba a todos lados y vi muchos vendedores de verduras. Me arrimé a uno que me parecía formal y me ofrecí como ayudante. Le propuse que me diera paquetes de tomates, cebollas o lo que quisiera para ayudarle a vender por los alrededores. Estuve de buenas porque aceptó y ofreció pagarme veinte centavos por cada peso que vendiera. Con lo que me pagó como comisión, reuní para comprar el almuerzo y la comida del otro día. Ya por la tarde pensé: ¿y en dónde duermo? Por el momento no se me ocurrió otra cosa que dormir en el atrio, en la puerta principal de la iglesia San Francisco. Ahí amanecí muchos días, tembloroso de frío, pero resuelto a no regresar a mi casa. Cuando empezó a entrar gente a la iglesia, a las cinco de la mañana, me tuve que levantar porque estorbaba el paso, y me entré, no a rezar, sino a esperar a que abrieran los negocios de comida de Las cinco letras para comprar un caldo caliente con chocolate y a pensar en dónde dormiría en las noches siguientes…
En la voz de Rigo hay un tono entrañable, amistoso; abierta y sin reticencias para compartir detalles de su oficio y de su vida digna.
-Ahí, en la iglesia me llegó la idea de encaletarme en algún rincón: detrás de los santos, en los confesionarios, debajo de las bancas. Y tuve suerte porque el cura o hermano lego encargado de cerrarla no revisaba bien. Como apenas tenía siete años y era pequeñito, la primera vez me encaleté detrás del altar y descansé porque cuando cura pasó para entrar a la sacristía y apagó todas las luces, sabía que no revisaría más. Antes del amanecer me escondí acurrucado en uno de los nichos donde están los santos, y cuando abrió las puertas corrí por una de las arcadas angostas a sentarme en una de las bancas del centro de la iglesia. Así estuve muchos días, pero no me conformaba con ganar poquito… A veces me iba los martes para el río Quindío a lavar mis mudas de ropa… Una tarde entré al granero Latino a ofrecerme como mensajero y me contrataron. No recuerdo cuánto me pagaban, pero ganaba más que ayudando a vender verduras al primer señor que me daba comisión y a sus amigos, también vendedores de revuelto, y me conocían como un muchacho honrado y trabajador. Creo que en ni niñez fui algo así como un “gamín”, pero sano-.
A medida que Rigo avanzaba en la manera de contar su historia, el caminante, sentado a su lado, descubrió que sobraban las preguntas y prefirió imitar la “actitud atenta y casi silenciosa” de Lupe:
-En una de mis vueltas alrededor de la galería ofreciendo verduras, pasé frente al edificio Santa Fe y leí un letrero de Drogas Muñoz y Botero, donde solicitaban un mensajero o domicilio. Me aceptaron. De mi época de niño en La Sapera recuerdo al padre Castaño, un cura muy viejito que tenía una finca muy grande en El Caimo, por los lados de la vereda La Primavera, y como yo salía a caminar por ahí, se asomaba a la cerca de su finca y me gritaba: “¡Ya viene de robar plátanos!”.
A la pregunta sobre qué hizo para prestar servicio militar, continuó:
-Yo era un muchacho de diez y siete años cuando entraron los reclutadores del ejército, y mi patrón en el almacén, don Fabio Villegas, me aconsejó que pagara el servicio militar. Cuando escuché que el reclutador aseguró que con la libreta militar no tendría inconvenientes para buscar trabajo y me aceptarían, me decidí más porque, según él, el mismo ejército se encargaría de buscarme un empleo mejor pago. Me presenté al distrito número 39, frente al edificio donde hoy queda la clínica Ventanilla Verde. Me tocó aquí, en el Batallón Cisneros, donde ahora queda la galería minorista que nadie visita. Pero, fiel a mis deseos de progresar, en los ratos libres me asomaba al sitio donde trabajaban los mecánicos del ejército, que no sé si recuerda, quedaba por ahí, por donde había un camino entre el batallón y el estadio San José, y ahora es la vía que baja hacia la glorieta de la llamada Avenida Cisneros, que une a los barrios Quindío, El Recreo, Siete de Agosto, y otros. Me gustaba aprender todo eso de tornillos, poleas, frenos, y motores de los carros que usaban para construir caminos, llevar tropas… eso se acabó o lo acabaron, y pertenecía al Ministerio de Obras de la Nación. Los mecánicos militares me enseñaron a conducir, yo les daba propinas con disimulo… Presté un año de servicio y me cumplieron la promesa de trabajo.
Además, le cuento que salí un viernes y, antes de irme, me dijeron que tenía que viajar a Manizales para presentarme al Alejandro Londoño, donde me esperaban para hacer mi curso de policía, que duraba cuatro meses. Me retiré de la policía porque mi mamá vivía preocupada; en esa época había mucha violencia y temía que me mataran en alguna comisión, pero salí con tarjeta de la policía. No estuve mucho tiempo desempleado porque mi mamá, que le lavaba la ropa a Rodrigo Velásquez, uno de jefes de las Empresas públicas, habló con él, y me dijo que pasaría de ganarme cuatrocientos pesos en la policía a ochocientos en las Empresas. Me presenté a una oficina de las Empresas que funcionaba por donde hoy pasa la vía que une al barrio Santa Fe con La Aldea. Ahí quedaban las oficinas del matadero. Cuando llegué, le dije al que mandaba que me pusiera a conducir uno de los carros, pero me salió con el cuento de que no me hiciera ilusiones, que me esperaban una carreta, una escoba y una pala para recoger basuras en las calles… y así fue: estuve dos años de barrendero en las calles; recordé las propinas a los militares y las repetí con los conductores de los carros recolectores de basura, para que me enseñaran a conducir esos camiones.
Recuerdo: cuando a mis amigos les decía que una mujer vendedora de fritanga me había jubilado y no entendían, les explicaba: E: empanada; P: papas rellenas, y A: arepas.
Rigo y el caminante rieron con chiste. Rigo se levantó para marcharse y dijo:
-En estos días nos vemos, amigo. Vamos, Lupe. Yo mantengo por aquí, por el estadio. Tranquilo, a este cuento le faltan las pelas, palazos y trompadas que me dieron cuando pité partidos de fútbol… Ahí sí nos vamos a reír-.
Y cruzó la calle para recorrer veinte o treinta pasos hasta su casa de color gris.
(Continuará)