Arrierías 96

Juan de J. Herrera G.  (en alguna tarde cuando pienso la lejanía del mar)

De aquellas tardes cuando el calor impide pasear y la mente gravita por laberintos de diferentes colores concluí con la necesidad de estar frente al mar, la inmensidad marina me atrae y el infinito azul me inspira. Anduve caminos con pensamientos vibrantes sobre las olas y casi viajé con vívidas tormentas sobreviviendo con mis sueños nautas. Planeé mi viaje al mar, pensé cada tarde frente al oleaje silbante, escribí mis poemas allá en el recóndito paraje de mi sentir, le envié piropos al océano cuando llega a besar la playa de Santa Marta, le dije: estaré contigo mucho rato, te contaré cuitas y secretos a viva voz para olvidarlos luego. Anduve por horas un periplo nocturno por esas arenas cálidas coqueteando a los cangrejos y avizorando naves con sus luces de saludo incierto, todo lo viví, lo soñé, lo dibujé sin saber que ese sueño tenía un ancla que no permite mi acercamiento. Con la misma celeridad de mis ideas, aborté mis sueños de mar, me dije: ya no te veré de nuevo viejo océano, moriré lejos de ti, sin olvidarte…

Cuando un sueño muere otro lo remplaza, esa es la fórmula universal para combatir el permanente estrés, cuando contemplo la idea de no volver al mar siento estallar en mi ser una tormenta que ataca mi alma a la deriva, que dobla mis mástiles y me hace naufragar. Toda vez que estuve frente al océano de tibias aguas caribeñas pensé tener una balsa y remar sin cesar hasta infinitas latitudes, alguna vez, el Mediterráneo, retrató en sus verdes espejos de frialdad inenarrable mi rostro de sudaca lejano y, tal vez, se rió de mis flaquezas cuando sus hielos disfrazados de mínimas olas cubrieron mi piel dándome la lección más importante: no hay dos mares iguales. Ni en color ni en temperatura,

Las noches en el caribe con sones lejanos de cumbia y mapalé tienen el embrujo de la raza costeña que invita a danzar y charlar de cosas tan importantes como el calor de la costa, de las negras palenqueras con su amor pegajoso y la maldición para quien las enamora e intenta burlarlas. La sonrisa sempiterna de los nativos negros dueños de nada y felices de tenerlo todo con la pequeña porción de mar que los baña a diario y les proporciona el sustento en su interacción con miles de turistas del interior ávidos de la infinitud azul del atlántico.

Un contra luz rojo oscurece la palmera cuyas hojas cual dedos en agitación permanente danzan con el viento la susurrante melodía de la tarde marina, es otro espectáculo de grato recuerdo, más aún, cuando la noche próxima da paso a las voces sibilantes de las olas, acaso se puedan olvidar tales gráficas plasmadas en la retina en momentos de observación cuando el sentimiento por la naturaleza con el rey mar presente, ¿se mira con sublime expectación? El mar no tiene comparación sus paisajes cambiantes a cada instante tienen la propiedad de las obras de arte que nos dicen cosas distintas cada vez.

Desde el distante encuentro del cielo y el mar viene encrespada cárdena alfombra que muere a mis pies y vuelve sumisa a los avatares marinos, quizás, mañana esté en otra parte del planeta con mi olor en sus gotas que saludan a otros bañistas a miles de kilómetros, tal vez, otro día regrese con un mensaje silente extraído de otros cuerpos bañados en latitudes ignoradas, si, el mar nos une y aparta, se convierte en camino inexpugnable con sus fuertes brazos acuosos impidiendo su cruce pero, acogiéndonos a todos.

El mar, según la hora, se viste con tornasoles brillantes acolitado por el sol como su compañero de infinitud, entorna sus aguas para entregar precioso modelaje de variadísimos vaivenes. El Pacífico, copia en su oleaje el verdor de las selvas chocoanas cual falda de virgen negra al compás de un susurrante currulao. El Caribe, de azules remolinos se rebela contra el huracanado viento que despeina palmeras y lanza puñetazos violentos a la playa.

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