Arrierías 94

Luis Carlos Vélez

En mi vida profesional jamás viví ni espero pasar otra vez por una situación similar…

Por instrucciones de mis superiores hice cuanto pude por representar lo que parecía un libreto con un final inesperado: me solicitaban exceder mi cordialidad y amistad, para ganarme la confianza del colega que atiende al paciente del espejo. Según dicen, ejerció durante años en otra institución de salud como siquiatra…, pero no sabía por qué cayó en un extraño comportamiento parecido al de un paciente, consistente en relatar diversas versiones de lo que llama “unas pesadillas comunes y corrientes, mías o de alguien que no conozco y me habitan, y aunque nadie cree, ocurren”.

Me entregaron el audio grabado antes por otro siquiatra, para escucharlo y afianzar mi diagnóstico; también un texto donde narraba “su pesadilla”. Recalcaron no dejar que entreviera las intenciones de la consulta y lo que menos me gusta: cómo terminarla. Total, y definitivo: como tenían previsto los mínimos detalles y el resultado, mi trabajo no tenía sentido, querían que me acomodara a sus intenciones… y yo, recibiría un ascenso. 

Acabo de llegar y me dicen que antes de traerlo a la cita lo sedaran un poco. Ya tuve días suficientes para escuchar su audio y leer en su historial médico las anotaciones sobre sus pesadillas:

EL ESPEJO HECHO TRIZAS

Audio:

“Los últimos acontecimientos ponen en duda mi creencia de que nunca sufrí alucinaciones. Los únicos exámenes sicológicos que me practicaron fueron ordenados por dos prestigiosos profesionales a quienes acudí en busca de respuesta para mis inquietudes. Y aunque me despidieron con palabras tranquilizadoras, no pudieron evitar que sorprendiera en ellos esa sonrisa cómplice que sólo ahora puedo entender: no saben de qué lado del espejo estoy.

Una noche cualquiera, cuando mi familia dormía, por ignorar las últimas angustias de mi vida y me entretenía en mirar al cielo raso, algo inverosímil comenzó a ocurrir en mi alcoba.

A nadie dije nada por temor a que me creyeran loco. No he sido persona de sobresaltos. Las sombras no me intimidan salvo las que originan aquellos que me dan razón para temerles y de quienes no puedo adivinar sus intenciones. Las dudas me asaltan, como a todo mundo, pero busco las respuestas que me interesan. Soy una persona normal, supero los cincuenta años y permanezco la mayor parte de mi tiempo en la soledad de mi casa. Me ocupo en hacer de cuidandero y lo necesario para atenderla mientras llega mi familia de sus trabajos. Pero lo que sucede en mi alcoba me tiene frente a una pregunta, ¿qué me está pasando? Creo que no padezco ningún tipo de locura, pero sí, un raro desvío mental. Los hechos me obligan a creerlo.

He visto, y en esto no tengo la menor duda, salir del espejo que se encuentra al lado de mi cama, un buen número de personas extrañas, diez para ser exacto, de distintas edades, que desfilan frente a mí y se dirigen hacia la puerta de mi alcoba con intención de ir a sala… Y salen. Por varias noches los he visto hacer esto… también ir y volver de la calle. No dudo de que se toman mi casa como si fuera de ellos y llevan la rutina normal de un hogar u hotel cualquiera. Algo más: hasta reciben visitas. Al extremo de no saber quiénes son los intrusos: ellos o yo.

Nunca entiendo su lenguaje, tampoco descifrar el movimiento de sus labios ni soslayar el más mínimo significado de sus palabras. Parecen extranjeros, y lo terrible: no parecen darse cuenta de mi existencia. Alguna vez intenté decirles algo pero desistí porque ya tengo claro que no me escucharán. En otra ocasión, por corroborar mi existencia material, me atreví a pasar por en medio de ellos y me di cuenta de que para ellos era invisible. Más todavía: choqué con ellos, y me horrorizó preguntarme, al descubrir que traspasaba sus cuerpos y no sentían nada, ¿eran ellos los invisibles, o yo?

El asombro, por no decir el terror, se apoderó de mí la noche en que llegaron invitados por las personas del espejo, dos a quienes no dudé en reconocer… Después diré quiénes… Corrí a mi alcoba y me encerré, esta vez sí, a punto de enloquecer.

Desde debajo de mi cama, a donde me metí en busca de refugio, pude ver cómo abrían la puerta de mi alcoba y se iban metiendo, así, literal, uno tras otro, como por un laberinto, en el espejo.

Creyendo que esta pesadilla terminaba allí, salí de mi escondite y me topé casi rozando los cuerpos, ¿adivina quiénes? ¡Al sicólogo y al siquiatra!, quienes sin verme señalaban mi cama y sonreían, no de la misma forma que ellos hacen cuando se despiden de mí en la puerta de sus consultorios, sino con sonrisas siniestras que erizaron mis cabellos.

Perdido el dominio de mis emociones subí, mejor, corrí hasta la parte superior de mi casa, donde duerme mi familia. Para no asustarlos, y porque tal vez por lo ocurrido, ya me creía invisible y, disgustado por su indiferencia ante mi caso, no llamé a la puerta de sus habitaciones: la abrí abruptamente. Traté de despertarlos en medio de la oscuridad pero, dándome cuenta de que tampoco me escuchaban, encendí las luces y el colmo de mi desgracia lo descubrí en sus rostros, en sus ojos de terror que quizá preguntaban por qué la luz de sus cuartos se había encendido. ¡Tampoco me veían! Y yo, al pie de sus camas gritándoles, y ellos no me veían ni me escuchaban, entonces… corrí buscando la calle.

¿De qué lado del espejo estoy?… grité por los callejones oscuros y solitarios del barrio. Afuera tampoco nadie me vio ni contestó. Entonces, cansado de buscar una respuesta y dando mi caso por incurable, regresé a casa y sin pensarlo mucho, hice lo que debe hacerse cuando el  mundo no satisface nuestras expectativas: no temí dar el paso que me llevó al otro lado del espejo: salté sobre el muro de la realidad para caer al mundo de la irrealidad, de la locura… y para no tener posibilidad de retornar del otro lado, donde me torturaría con mi realidad, antes de adentrarme en él, con la mano derecha descolgué el espejo y después de dejarlo caer no terminó mi pesadilla, porque la vi multiplicada en mil pedazos, doctor”.

(Continuará)

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