Arrierías 89
Luis Carlos Vélez
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Pienso que mis abuelos querían meter miedo, recordó Emilia:
Cuando niña los visitaba en su rancho viejo del barrio Arenales, donde por jugar bombón hasta tarde en la noche con las niñas vecinas, ellos, para atemorizarla y obligarla a regresar antes del anochecer, contaban historias de vivos y muertos.
Teodobaldo, contaban, no creía en diablos ni dioses o políticos, menos en cuentos de hadas; sólo creía en botellas de licor y en incumplir a su clientela.
Ebanista de buena talla profesional y corporal, burlaba a sus clientes como pocos de su gremio. Nadie entendía por qué aún tenía clientela. Cualquiera que visitara su modesto local, ubicado entonces en un rancho a las afueras del mismo barrio, tuvo la oportunidad de comprobar que no cabían en él un trozo más de madera cortada, cepillada o al natural ni restos de ventanas, cajones y armarios. El polvo de aserrín le cubría el cabello, las cejas, las pestañas, el rostro y los brazos, y a las paredes, las herramientas, y a una especie de altar donde ponía la botella como su ofrenda a la virgen de los milagros, se le podía raspar el polvo endurecido por los años.
Maestro carpintero, le decían, ¿será que puede fabricarme este mueble? y Teo, como abreviaban el nombre sus amigos, nunca se negaba. Estudiaba el papelito con el dibujo y, tomada como base las ideas del cliente, dibujaba sobre él su propio “muñeco”, sugería cambios y, una vez aceptados, cerraba el negocio, pero antes de fijar la fecha de entrega, proponía:
Amigo, con mucho gusto le trabajamos lo que desee, pero necesito un adelantico. Usted sabe que este negocio no da para tener madera nueva de sobra guardada; estamos escasos de bolsillo y me toca trabajar al ritmo de comprarla y serruchar…
¿Con cuánto empieza, maestro?
Mínimo la mitad.
Entregado el adelanto, pasados los días y vencida la fecha convenida, el cliente llamaba a Teodobaldo.
Maestro carpintero, dígame cómo va mi encargo.
Qué pena con usted, pero…
Aquí Teodobaldo hacía gala de innata sicología mañosa: sacaba de su baraja de disculpas la más adecuada al momento del reclamo y, cosa que no debo decir porque juzgo al personaje, ensayaba una posible presión o amenaza acorde al estudio hecho con antelación sobre el temperamento del cliente y cómo dilatar la entrega de los encargos. Prórroga tras prórroga los meses pasaban y a veces algunos clientes, por evitarse problemas y enojos, desistían del negocio. Y vuelven mis juicios de valor: Con el dinero de adelanto de otros encargos, devolvía el recibido o ponía al día los trabajos atrasados, pero no dejaba de beber con su barra de amigos y dejar en lista de espera a nuevos clientes.
Preguntado por sus amigos sobre las razones de su incumplimiento, Teodobaldo argumentaba con su aprendida jerigonza, abundante en extraña filosofía de bolsillo, y los dejaba “volando” al concluir:
Quien tiene algo por hacer para sobrevivir, le hace trampas a la muerte.
Una noche estacionó frente a la ebanistería una camioneta y descendió un hombre desconocido, elegante, delgado, de bigotes y patillas a lo Antonio Nariño; cejas espesas y mirada oscura, manos largas, huesudas; vestido y botas negras, quien luego de saludar a Teo y su barra de amigos bebedores, sin preguntar cuál de ellos era el dueño, fue directo a Teodobaldo. Todos pensaron que lo conocía y atacaría para cobrarle un viejo incumplimiento. Después contaron que al hombre “le podían tocar el frío que llevaba y un olor a sepultura”.
Maestro Teodobaldo, dijo:
Vengo a contratar con usted un trabajo especial.
¿Qué será? Preguntó Teo, y extrañado porque el desconocido y misterioso lo llamara por su nombre, intentó añadir un chiste, y para bajar la atmósfera de seriedad que invadía a todos por el tono lacónico del cliente… rebajó el volumen a la música del radio.
Primero, tómese uno con nosotros, aquí somos amigos del traguito y de los clientes como usted…
No viene a beber ni charlar, me urge un negocio serio… para saldar unas cuentas.
Teo y sus bebedores quedaron en silencio, expectantes, inmóviles en sus posiciones.
No se preocupe usted, señor Teodobaldo. Por ahora no quiero música. Quizá bebamos después… Vamos al grano… Antes de venir averigüé sus señas, su nombre y sé que no me equivoco… no le metamos preámbulos: ¡necesito un ataúd!
¡¿Qué?! Y, ¿cómo lo quiere, señor…?
Más o menos tan largo como usted, don Teodobaldo…
Ante la comparación, todos en la ebanistería quedaron fríos y en silencio. Los bebedores con los ojos fijos en el extraño personaje aflojaron las botellas, buscaron y se acomodaron a pasos cortos en las sillas desvencijadas o en reparación y, ya temerosos de que algo raro pasaría, junto a la puerta de la calle. Teodobaldo palideció, dejó la copa, apagó el radio, sudó a chorros, y castañeó:
No… señor…, eso no lo hago aquí… por ninguna plata…
El hombre lo tomó por un hombro y, ante la sorpresa de sus amigos, lo llevó aparte, casi lo empujó hasta un arrume de trozos y astillas de madera. En la ebanistería nadie se movió. El hombre esperó y cuando notó que Teo volvía a sus colores, le hizo la propuesta tentadora.
Lo hará, lo sé. Le pago de contado tres veces el valor del ataúd que quiero.
Teo apenas tuvo valor para cabecear en señal de aprobación y fijar la fecha de entrega.
El hombre puso en sus manos el dinero envuelto en el papel donde tenía anotadas otras especificaciones y se marchó. Los amigos de Teo, pasado el susto, recuperado el valor y el color, contaron el dinero y se envalentonaron, rieron del asunto y del cliente bravucón, del dibujo, y de nuevo el licor corrió por cuenta del anticipo recibido.
¡Tan bravito y cayó el hijo de mala madre!
En horas, y vueltos a sus casas, los envalentonados regaron la noticia de lo sucedido a los habitantes del barrio, quienes de inmediato y casa por casa empezaron a comentar entre ellos o en corrillos, el insólito negocio.
Un día antes de vencer el contrato, la camioneta asomó a la entrada del barrio. A su paso, los transeúntes más que correr o apartarse, huían a sus casas. El hombre la frenó frente a la ebanistería. Se apeó. Con las manos en el marco de la puerta, dijo:
Maestro Teo, ¿cómo va con mi encargo? Hoy es martes y no le veo indicios en ninguna parte de su negocio; lo necesito para el viernes a las nueve de la noche, porque pienso usarlo en la madrugada.
No tenga cuidado, amigo, venga antes de medianoche. Se lo tendré listo… A propósito, ¿cuál es su nombre, amigo? Ahora sí, tómese uno…
Los amigos del ebanista, antes ebrios y charlatanes, en instantes recuperaron la sobriedad, quedaron mudos, pero no sordos.
Mi nombre no importa a nadie… y repito, no bebo. Le advierto Teodobaldo… a mí: ¡Me cumple por que sí o porque no!
Tal contundencia puso en alerta a Teo y sus bebedores. Teo no tuvo otra salida:
Hoy es martes… así me toque trabajar día y noche, prometo ante mis amigos que se lo entrego antes del viernes…
Los amigos de Teodobaldo sabían que mentía al hombre que, sin más palabras, se marchó. Sabían que era la misma frase que formulaba para “envolatar” clientes. La camioneta arrancó. A la ebanistería, como si despertara de un sueño insólito, volvieron la risa y las burlas al desconocido:
¡Perro que ladra no muerde y menos al viejo Teo!
Al anochecer, Teodobaldo y sus amigos, bebidos, pensaban que las amenazas del hombre de la camioneta solo pretendían infundir miedo.
Teodobaldo, perro que ladra…, decían.
No me amenaces, no me amenaces… respondía Teo y reía y brindaba.
Las horas del día pasaban entre bebida, música y burlas. El jueves a las siete de la noche el licor se agotó. Uno de los borrachos se ofreció a comprar una garrafa en la tienda. Se fue pero no regresó. Al resto empezó a invadirlo un presentimiento. Salieron uno a uno, no regresaban, y Teo, preso de inquietud, cerró el local y esperó adentro.
Pasaron los minutos. Teo escuchó un ruido afuera. Creyó que eran sus amigos que regresaban con botellas. Entreabrió la puerta, asomó: era la camioneta.
Sin posibilidad de escape, como protección y muestra de valor, abrió el local y el hombre del ataúd, que ahora venía con extraña y oscura ropa de trabajo, entró y ordenó a Teodobaldo cerrar la puerta.
Mis abuelos decían que nunca más vieron a Teodobaldo. Que sus amigos volvieron al otro día, y al derribar la puerta notaron que faltaba el cajón de la herramienta…, que un vecino testificó: “por entre las cortinas de mi ventana vi como un hombre vestido de negro, mirando a todas partes, subió él solo y a empujones el cajón a la plataforma de la camioneta, y aceleró como alma que lleva el diablo por la vía que lleva a El Caimo… Que el domingo, en un cafetal cercano a la carretera, encontraron el cajón de la herramienta con Teo adentro, en posición de feto y con los ojos desorbitados…
Y añadía mi abuela, tal vez para redondear su historia: contaban que el hombre era hijo de un cliente que murió esperando que Teo le cumpliera con un encargo.
