Raúl es el como el gato negro que nadie quiere. Eso entendí el día que nos encontramos en un restaurante de El Cerrito.
¿Cuán difícil le resulta a la gente compartir el mismo espacio con un indigente? Previo al encuentro, había buscado en Google el significado de esa palabra y encontré que su etimología no varía sustancialmente de una fuente a otra. Incluso las religiosas concuerdan en que es la falta de recursos para alimentarse o vestirse. En todo caso, la definición de indigente solo hace referencia a lo material. Si es así, y solo lo que es cuantificable en pesos nos distancia ¿por qué nos seguimos creyendo superiores, o mejor; por qué creemos que no tienen los mismos derechos que todos?
Es medio día y la gente ocupa rápidamente el lugar. Pero, al observar los rostros más cercanos a nuestra mesa, nos percatamos de la incomodidad que les impulsaba a buscar mesas más alejadas; otros, solo se dedicaron a constreñir las facciones de sus caras como gesto desagradable al tener como vecino de mesa a Raúl. Entonces entiendo que los significados de Google son limitados, por no decir que incompletos, pues también existen indigentes de corazón, aquellos que no tienen carencia de lo material y por ende creen estar por encima, en otro nivel. De pronto se escucha sonar una canción de salsa del maestro Eddie Santiago.
Cuando ya no tenga nada más que ver contigo
No voy a hablar mal de ti porque no es mi estilo
Y si la ocasión requiere tu nombre en la mesa
Despreocúpate que yo respetaré tu ausencia
Ya rompiendo por completo con los formalismos de mi invitación, le comento que de él solo sé su nombre y que cuida unos gatos. Se le escapó una tímida mueca y asintió con la cabeza. Le expliqué que siempre he sentido una conexión con las personas que cuidan a los animales porque me inspiran sentimientos de cercanía, aunque mi explicación parece sobrar ante el impulso de su trémula voz. -Al principio tenía bastantes, pero ahora tengo poquitos. 15 o 20, dependiendo- En mi atónita estupidez, no logré comprender el significado de “dependiendo” y salté al agua con una pregunta que ahora me avergüenza-¿de qué?- En seguida brota de su boca una sonrisa amarronada pero totalmente sincera y me explica
-Yo empecé a recoger de a uno, de a dos. Unas hembras también empezaron a parir, entonces yo les pongo comida o alimento, lo que me regalen. Algunos se mueren, los van matando, los carros, las ciclas. Todos los días uno encuentra gente que los quiere joder. Los muchachitos los molestan, les tiran piedra, todo. Uno encuentra personas que no les gustan por el color y los botan. Uno no entiende por qué pero lo hacen ¿sí?-
Evidentemente, el rechazo no es solo contra los “indigentes”. Pareciera existir un patrón de repulsión contra el más débil, el desfavorecido, contra todo lo que pueda generarnos una incomodidad. Vivimos en un mundo, aparentemente civilizado. Mas, nuestros comportamientos corresponden a la naturaleza de animales salvajes que buscan demostrar su superioridad cazando al vulnerable. Sean gatos o personas.
Le pregunto si en algún momento a él también lo han querido “joder” por su situación. Su respuesta, aunque evidente, me genera curiosidad –Todo el tiempo, todo el tiempo yo salgo en las noches y uno se encuentra borrachos, gente que le quiere pegar a uno, que lo buscan para pasar el rato, todo. Ellos creen que porque uno no hace nada entonces es presa fácil.Y, ¿qué haces cuando se quieren desquitar con vos?-le pregunto -Nada, -me responde- yo no evoluciono, me hago el loco y me voy para otro lado.
Todo el tiempo escuchamos que los animales nos enseñan a ser mejores personas. A Raúl, los gatos le han enseñado a detectar el peligro, a esquivar los desprecios y sobre todo a compartir. Para él, que económicamente no tiene mucho, le resulta más fácil dar que a algunos que tienen en abundancia. Vive en una casa que está en un estado deplorable, no cuenta con ningún servicio básico ¿cómo se le puede negar incluso el agua? Sale todos los días a horas de almuerzo a rondar por fuera de distintos restaurantes en busca de algo de comida para él y para los felinos que le esperan en su morada. Son miembros del Club de los Rechazados.
Raúl es un hombre delgado, de cabello crespo, barba abundante y una cohibida personalidad. El día ha mantenido una temperatura que amerita el uso de algún tipo de abrigo. Sin embargo, de la frente de Raúl brota un manantial de sudor. Él, con apresurado disimulo, enjuga los bordes de su cara con lo que antaño debió ser una chaqueta. -Hace rato que no entraba a un restaurante – dice con una diminuta sonrisa.
Su descuidada apariencia no le genera mayor incomodidad – la gente cree que no pero yo me baño, sino que yo no le paro bolas a eso. Ya no tengo mujer o pareja, nada- guarda silencio unos segundos y continua-tenía, tengo un hijo pero hace años no lo veo, ellos no volvieron donde mí, de pequeñito la mamá me lo traía pero después no volvió-
-¿Hace cuánto no ves a tu hijo?
– Unos siete o nueve años, ya.
– ¿Extrañas a tu hijo y a tu mujer?
– No. El bazuco le hace olvidar todo eso a uno. Por lo menos a mí me lo hizo olvidar, pues, estando fumando ya uno no se acuerda de eso-. El lugar ahora se ensordece por el bullicio de los comensales, las voces afanadas de los meseros reclamando sus órdenes y el rechinar de los platos en la cocina.
De su infancia y familia habla con una lejanía marcada por el olvido que le ha generado el fumar –Yo llevo diez o quince años ya. Yo me acuerdo pero no le llevo la cuenta. A mí me preocupa fumar, fumar y fumar. La gente lo molesta a uno porque se olvida de cosas. Le dicen, ve por ahí vi a tus hermanos pero uno no le para bolas a eso. No le pongo cuidado sino a fumar, sentir la emoción todo el tiempo, todo el día-
-Te gustaría salir del bazuco?
– yo estuve en un centro de rehabilitación.
– ¿Y qué paso?
-No me gustó. Yo fui porque Rafa, mi pareja me llevó pero no me gustó.
-¿Por qué no te gustó?
– Eso es como una prisión, encerrado todo el tiempo. Yo dije no, yo no y me volé-.
Se acercó a nuestra mesa un perro maltrecho, Raúl lo mira, deja el vaso de limonada en la mesa y se agacha a acariciarlo. Le pregunta cómo está y el perro, meneando su cola baqueteada, parece responderle. Le pregunté si también le gustaban los perros. Agarró, nuevamente el vaso y le dio un sorbo a la limonada antes de responder que no porque se dejan coger muy fácil, o se apegan demasiado a las personas y por eso sufren. Tiene razón, el único defecto de los perros es el amor incondicional. Raúl concentra toda su energía en tres tareas: alimentar a sus gatos, conseguir dinero para fumar bazuco y olvidar, así sea de forma momentánea, la vida pasada.
Nos despedimos como lo hacen los amigos que después de mucho tiempo se topan casualmente, prometiendo un nuevo encuentro. Sin embargo, soy consciente que después de la primera pipa de bazuco, quizá, no me recuerde más. Su vida seguirá gastándose en el vicio y los desplantes de la gente que evita pasar por su lado. Yo guardo la esperanza que los gatos no lo abandonen. Lo demás no cambiará significativamente: el restaurante, la gente, la calle, seguirá moviéndose al ritmo de los semáforos.
Sobre la autora
Mi nombre es Zulma Guevara Maya. Soy estudiante de octavo semestre del programa Licenciatura en Literatura de la Universidad del Valle sede Palmira. Tengo 26 años. Me gusta viajar, leer y hacer deporte. Creo que el respeto por los animales y la naturaleza es el mejor acto de amor por nosotros mismos. Decidí escribir esta crónica partiendo del campo emotivo, sin dejar de lado aquellas micro-realidades que matizan nuestra sociedad, por eso, crónica de gatos en un restaurante pretende mostrar el lado humano de un habitante de calle y justamente contrastarlo con esa indiferencia que en ocasiones aflora en nosotros.