Enrique Álvaro González

Contrario a lo que pueda pensarse, el personaje de esta historia es un hombre feo a más no poder. Egoísta, con grandes condiciones para el chisme, la trampa, la mentira, y otras peculiaridades, hacían de su alma el mejor complemento de su apariencia física. Por obvias razones, nunca se le conoció en la cuadra compañía femenina y los muchachos sólo le buscábamos cuando de jugar la gaseosa con los grandotes de la veinticinco se trataba, lo que no obedecía a su bagaje futbolístico, sino a que era el único que se metía en el arco a soportar los cañonazos del Jirafo Héctor, que dicho sea de paso, le pegaba al balón con patada de burro. Aún hoy me pregunto cómo lo llamábamos el Jirafo y no el Burro.

Creo que nadie supo el verdadero nombre de Ojitos. Nadie. Ni él mismo se preocupó de eso y por la poca importancia que le dábamos en “la gallada”, todos lo conocimos únicamente por el apodo. Siempre fue objeto de burla en nuestras charlas, aunque para nosotros, casi todos “niños de casa” al fin y al cabo, era algo así como un amigo peligroso. O por qué no, un enemigo a quien nos uníamos a sabiendas de que no podíamos vencerlo. Por muchas razones, Ojitos terminó como ladrón en la plaza de mercado, aunque no se pueden ignorar las ocasiones en que intentó trabajar honestamente:

Cargó bultos, aseó camiones, en su lenguaje… “ilustró” zapatos, e incluso llevó mercados a domicilio, con tan mala fortuna, que algunas señoras cansadas de verlo caminar por el barrio con su jerga y pinta no muy agradables y lo que era peor, en compañía de sus hijos, hablaron con los patrones  para que no volvieran a mandar las remesas con alguien tan… diferente.

Con quién sabe qué edad, cuerpo duro, pies torcidos, callosos por descalzos, voz chillona, pocos dientes y una bizquera tan pronunciada que, según sus propias palabras, no podía llorar porque las lágrimas le caían por dentro y lo ahogaban, Ojitos apareció en la veinticuatro de la misma forma que desapareció pocos años después. Se sentó un día en el andén a mirar los partidos de nuestro equipo de banquitas contra los grandotes de la cuadra vecina y formó parte de la barra nuestra, vaya uno a saber por qué, hasta que rojo de ira al ver a los grandotes hacer trizas al arquero con sus cañonazos, gritaba:

“¡Gallinas! ¡Maricas! ¡Metan duro esa pata! ¡Y usté arquero miedoso, no se voltié!”

Fue por eso que un día, cansados de las goleadas, de pagarle la gaseosa a los de la cuadra vecina y sobre todo cansados de los insultos de Ojitos, el gordo Guillo le gritó mientras sacaba el balón del arco de guadua y costales:

“¡Pues si le duele mucho, venga a tapar y no joda!”

“¿Quién? ¿Yo?”, preguntó Ojitos mirando incrédulo a lado y lado.

“¡Sí, usted, el de los ojitos desobedientes!”, respondió el Gordo, bautizando sin querer a la reciente contratación del equipo. A partir de entonces, lo que para Ojitos fue el día más feliz de su vida, para nosotros fue el inicio de una revancha largamente esperada, pues los grandotes siempre encontraron en él un arquero difícil y aguerrido que se le “tiraba a un tren” si era del caso para evitar goles.

Sí recuerdo, con algo de vergüenza, que su estilo poco ortodoxo le ocasionó en varias ocasiones raspaduras de consideración cuyo único paliativo era un:

“¡Buena Ojitos. Usted es un arquerazo!”, al que respondía sonriente, escondiendo su dolor. El resto lo poníamos nosotros que por ser más pequeños y ágiles, teníamos que capotear las patadas de los grandotes, aportar picardía, llegada y  marcar los goles cuando la oportunidad se daba, que era seguido gracias a la técnica del Tingua Alfonso, el Flaco Aurelio, Jorge el Suicida, el Paro, Guillo y otros que el recuerdo deja para mencionar en otra historia.

Pasó el tiempo, olvidamos  los partidos de banquitas porque llegó el equipo de fútbol grande y el campeonato  en la liga distrital. Olvidamos las patadas de los grandotes y  nos olvidamos de Ojitos, quien en la plaza de mercado  en uno de sus prostíbulos baratos, una noche cualquiera, conoció a Rosario. Era una negrita pequeña, flaca, sin gracia, sin más aspiraciones que sobrevivir. Se fue con él de la misma forma que lo hubiera hecho con quien se lo hubiera propuesto. En su caso no podría decirse que hubo amor a primera vista; la simplicidad de sus sentimientos los llevó a un acercamiento silencioso, árido, casi animal. Guiado por la necesidad de calor humano, de compañía. El amor vino después alimentado por el frío y por el hambre. Nació poco a poco en el sexo furtivo de los potreros, en las piezas sin muebles donde le hacían el quite a la miseria para refugiarse en la alegría momentánea de sus mutuas caricias.

En sus noches de pobreza y persecución policial contaba Ojitos a Rosario la gloriosa tarde cuando fue llamado a ser arquero del equipo de la veinticuatro y ella, mientras las manos del hombre despertaban su piel, confesaba sus desvelos, sus historias de borrachos agresivos, amores vendidos, y conversaban de todo o de nada, mientras cobijaban de silencio el escondite. La policía vino a  encontrarlo el día en que la táctica silenciosa se olvidó, y Ojitos capturado, dio con sus huesos en la cárcel.

Rosario fue a visitarlo varias veces, más por la costumbre de verlo que por otra cosa. Cuando se cansó de compartir cada domingo sus miserias callejeras con las miserias carcelarias de su compañero, prefirió no volver y fue entonces cuando Ojitos decidió no salir nunca más de la cárcel para lo cual buscaba la forma de cometer cualquier delito al saber que se acercaba el fin de la pena. Allí lo encontré un día y hablé con él recordando esta historia. He tratado de hacerle comprender que en la calle hay mejores oportunidades, pero siempre responde lo mismo:

“¿Y en la calle donde encuentro a Rosario? Aquí por lo menos ella sabe que me va encontrar”.

No he sabido qué responderle. Sé que ella no va volver. Lo peor es que cada día comprendo que se siente más solo. Ahora, desde mi garita al verlo estirar la mano para recibir el pan que le entrega el ranchero, me pregunto si con ese estrabismo tan tremendo, Ojitos sabrá qué está recibiendo. Me mira desde el patio, sonriente, corre hasta el sitio donde mantiene sus escasas pertenencias, esconde entre ellas  el almuerzo y grita a voz en cuello:

“¡Bueno, ladrones. Ahora sí le juego la carne al que sea! … Y corre de nuevo, esta vez para agazaparse en el arco de banquitas del patio en que se encuentra, en su para mí, inolvidable estilo.

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