Resumen:

El territorio colombiano aparte de ser propicio para escribir sobre las devastaciones humanas que aquí suceden, es un objeto de estudio con el que pretendo crear conciencia sobre la cruda realidad que pueden padecer algunos campesinos de este país. Por ello me parece menester tratar la historia de Don Ignacio, quien murió por la presión psicológica que ejercieron los paramilitares en el departamento de Nariño, alrededor del año 2004.

Las lágrimas de mi amigo Maicol son las que me impulsaron a escribir sobre este tema tan tratado y normalizado en el imaginario colectivo colombiano: el conflicto armado. La guerra es la responsable de pintar de color sangre las montañas de Colombia. Esta historia de don Ignacio, padre de Maicol, me llena el corazón de muchos sentimientos, lo escribo y narro nuevamente aquí, porque como dice el dicho: Las palabras se las lleva el viento; mas, las que están aquí escritas quiero que trasciendan y perduren en el tiempo.

            En el Portal para la paz del Gobierno de Colombia dice textualmente que el posconflicto “es lo que viene después de la paz con las FARC […] Esta tarea tiene un enfoque territorial, es decir involucra a todas las comunidades, reconociendo sus realidades, sus necesidades y el impacto que dejó el conflicto armado”. Actualmente, y desde hace mucho tiempo Colombia está en un vaivén. Mientras en unas partes del territorio se firman acuerdos, se festeja y en la televisión aparecen titulares grandilocuentes sobre el proceso de paz, en otros rincones las lágrimas de las madres cobijan los cuerpos de sus hijos baleados y abatidos por la guerra.

            El posconflicto “es lo que viene después de la paz” retumba en mis pensamientos, entonces ¿alguna vez en Colombia hubo o habrá posconflicto?, ¿en algún momento vamos a tener paz?

El inicio

Como dice Mario Benedetti “cinco minutos bastan para soñar toda una vida, así de relativo es el tiempo”. Maicol, ahora, mientras me cuenta quisiera que esa relatividad de tiempo que la propone Albert Einstein, le otorgue esos cinco minutos de eternidad, para poder abrazarlo y decirle a su padre cuánto lo ama, cuánto lo extraña, y que desde que él se fue, se le hizo muy difícil volverse el hombre de la casa.

Maicol comienza a relatar que, todo pasó cuando él se encontraba en La Unión (Nariño),  jugando fútbol en la cancha del pueblo con sus amigos. –Creo que desde ese día no volví a jugar, ese día se acabó mi infancia… creo que fue la última vez que pateé un balón– me dice con los ojos caídos y la mirada turbia. Todos ahí teníamos los cachetes colorados. Páramos a tomar un descanso porque los suéteres y los sacos, más la corrida que nos estábamos metiendo hacía que sudemos mucho. El aire era muy pesado, y la niebla casi no nos dejaba ver. Cada vez que respirábamos, los hoyuelos de la nariz nos dolían del frío que hacía.

Cuando estábamos sentados a un lado de la cancha, se podía escuchar la respiración de cada uno de los que allí estaban. Se escuchaba cuán agitados nos encontrábamos por el juego. De la boca cada vez que hablábamos, un humo se escapaba; la gente decía que era un poquito de nuestra alma que salía de nuestro cuerpo, y hoy creo que sí es así, el alma de mi papito se le salió toda por lo que le dijo a los paramilitares.

Luego, cuando ya estuvimos repuestos para comenzar a seguir la segunda parte de nuestro partido, y antes de que se pudiera mover la pelota de fútbol, se escuchó a lo lejos un alegato acompañado de unos disparos –Era en mi casa que estaban alegando– dice Maicol. Apenas sonaron los disparos nos quedamos pasmados, asustados; cuando pudimos reaccionar, comenzamos a correr a toda prisa hacía su casa. Maicol se adelantó mucho, comenzamos a correr por un cafetal que era más rápido que ir por el camino. No le importaba que las ramas de los palos de café nos rayaran y lastimaran nuestras caras y cuerpos.

La sangre derramada

Desde el cafetal comenzamos a ver la discusión entre 3 paramilitares, Carmen, su mamá e Ignacio, su padre. –Es muy turbio poder acordarme de lo que ellos decían, no me acuerdo de casi nada de lo que estaban discutiendo, estaba muy asustado– dice Maicol. Yo si recuerdo, los paramilitares querían que don Ignacio cultive coca y amapola. Él estaba abnegado a hacer eso, no podía hacerlo, porque él sabía que la cocaína era la culpable de que Colombia derramara sangre, que haya muchos jóvenes adictos, muchos padres sin hijos e hijos sin padres.

Cuando se encontraban en la discusión, y al ver que don Ignacio no accedía, uno de los paramilitares se enojó tanto que con la cacha del AK-47 lo tumbó al piso. Maicol, sin ver por las lágrimas que le cubrían sus ojos, salió corriendo de donde estábamos escondidos, y abrazó la pierna de su madre buscando el refugio innato que brinda la familia. Los paramilitares se asustaron, y sin importar que él estaba allí le apuntaron el rifle a la cabeza de don Ignacio.

El papá de Maicol se encontraba en posición fetal, apenas recuperándose del golpe. Un paramilitar le apuntó el rifle a la cabeza, y le dijo “¿Muy machito?, a ver si es que no vas a hacer caso, viejo marica ¿Vas a sembrar o no la hijueputa coca?”, yo que aún me encontraba detrás de las ramas del cafetal, observé como don Ignacio le escupió la cara y se volvió a negar.

Cerré los ojos porque sonaron tres disparos.

El frío de la montaña

Ahora que Maicol vuelve a recordar nuevamente la trágica historia, sus lágrimas se mezclan con el oscuro café de su pasado. Mientras charlábamos estábamos ubicados en una panadería cerca de donde alguna vez estuvo su casa, su familia y su padre vivo. Como es costumbre el frío nos abraza, es nuestro compañero y testigo de lo que aquí se narra, él estuvo ahí ese triste día, y ahora que lo recordamos también nos acompaña.

Ese día, cuando sonaron los tres disparos que aún resuenan en mi cabeza, levanté la mirada al cielo, y pude ver que los pajaritos volaban lejos de nosotros, pues ellos también se habían asustado y decidieron darnos la espalda. De un pino salieron volando decenas de torcazas, azulejos, gorriones, periquitos horrorizados por los balazos.

Miré al cielo, porque allí fue donde atentaron los tres disparos. La sangre que estaba corriendo por el barroso piso, era a causa del golpe que tenía en la cien don Ignacio. Los paramilitares le volvieron a advertir –Mañana vamos a volver viejo, y vos no tenes que estar aquí, porque al que veamos lo vamos a quebrar. Mañana cuando volvamos, esto tiene que estar solo, si te volves a aparecer te descuartizamos–, le dieron una patada en el estómago y mientras doña Carmen llorando abrazaba a Maicol, los tres paramilitares abandonaron la finca.

Maicol me cuenta que, en su casa, esa tarde tuvieron una fuerte discusión. Doña Carmen quería hacer entrar en razón a don Ignacio –Ni por el putas pues, yo no voy a abandonar todo lo que nos tardó años en conseguir– decía don Ignacio. –Al ver que mi papá no quería dejar esa vieja casa, mi mamá y yo alistamos nuestra ropita en una maleta– dice Maicol. Cuando se llegó la madrugada, ellos salieron a la carretera despavimentada a ver si pasaba alguna chiva o carro para que los alejara lo más rápido que se pudiera. –Mi mamá se encontraba muy mal, todo el camino se fue llorando. Cuando amaneció y estábamos en el otro pueblo, intentamos comunicarnos con mi papá, para contarle que en las noticias estaban diciendo que habían abatido a unos paramilitares cerca del pueblo, pero el teléfono sonó y sonó, y mi papá nunca contestó– me dice llorando y viéndome a los ojos Maicol, es inevitable no llorar, los dos lo hicimos.

–Lo único que supimos es que los paramilitares nunca fueron, nunca los volvimos a ver, porque los soldados ese día, hicieron una intervención por allá en otro lado, y encontraron un laboratorio de coca, allí hubo una balacera que murieron muchos–. Seguramente, mientras el celular de Don Ignacio sonaba por la llamada de doña Carmen, él ya no se encontraba vivo. Ignacio murió a los cuarenta y cinco años de edad, porque al verse encerrado por la presión de las amenazas realizadas por parte de los paramilitares, y de que algo le sucediera a su familia, él decidió colgarse en el árbol de aguacate de la parte de atrás de su casa.


Andrés Felipe Delgado

Estudiante de licenciatura en literatura de la Universidad del valle. Sus estudios, análisis y artículos van direccionados al psicoanálisis y el posconflicto.

Contacto: andres.delgado.burbano@correounivalle.edu.co

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