En los pueblos, los barrios más alejados de las grandes urbes, en el sector campesino, las tiendas son los lugares más importantes en el desarrollo cotidiano del quehacer social. Son puntos de encuentro, de servicio gratuito de recados o cartas, de confianza e interacción entre el dueño y el vecino. El saludo frecuente: -vecino, buenos días, vecino, cómo está su familia, vecino sé que ha estado enfermo y puedo sugerirle unas yerbitas que tengo aquí en la tienda para que se haga unas bebiditas-. En fin, no temo decir que es el sector social y de la economía más importante para una comunidad.
La colonización antioqueña fue, sin lugar a dudas, uno de los más importantes desplazamientos sociales para el desarrollo y la economía colombiana. En aquellas épocas de fundación de pueblos, aparecían las fondas camineras, tiendas donde se vendía desde una puntilla hasta un buey y, por supuesto, eran el centro de reunión, de aguardienticos y de narraciones épicas de todos los aventureros o familias que poco a poco iban desplazándose de la Antioquia grande hacia otros destinos de la inmensa geografía colombiana, especialmente hacia el sur occidente y centro del país, especialmente hacia el Eje Cafetero.
En Caicedonia las tiendas eran esos centros especiales donde reinaba la confianza y la solidaridad especialmente en tiempos de escasez o cosecha retardada. De ellas recuerdo los expendios de don Manuel Urrea, personaje amable, respetuoso, solidario que siempre contó con el apoyo de sus hijos en el trabajo mercantil, especialmente los fines de semana cuando bajaban los campesinos al pueblo a llevar las remesas.
Don Valentín Mazo, Luis Piedrahita, Tobías Castaño, Salvador Giraldo, Prisciliano Rodríguez, Valerio Alzate, entre otros, son algunos de los tenderos de grata recordación.
- Don Luis -decía el vecino, generalmente un niño-, por favor que le mande a mi mamá tres cebollas, dos tomates, doscientos pesos de salchichón cervecero, una panela y media libra de arroz y que, por favor, se los anote en su cuenta.
- Don Valentín, necesito llevar para la finca unas puntillas, alambre, alimento para los perros, diez libras de arroz y tres de frijol cargamanto -decía el conocido propietario de una finca. Apúntelos en mi cuenta.
Estos eran los diálogos frecuentes entre propietario y vecinos. Había un gran voto de confianza de parte del dueño y una palabra empeñada que se cumplía sin reparos. Los dueños de las tiendas apuntaban, generalmente en un pequeño cuaderno o en la llamada “libreta de los fiados”. La vida era sin apuros y tanto deudor como acreedor no firmaban pagarés ni recibos de deuda. La palabra, que siempre se cumplía, era el aval de las partes.
Cerca de mi casa -en el centro del pueblo y en la carrera más comercial-, tenía don Valerio Alzate una bien surtida tienda con clientela abundante, especialmente los habitantes del pueblo. Si alguien llegaba a pedir fiado, don Valerio no utilizaba la libreta o un cuaderno para anotar deudores. Todo lo hacía en la pared de su pequeña oficina.
Cuando llegaba un vecino a comprar al fiado, don Valerio abría el habitáculo que llamada administración y en la pared, con un lápiz, anotaba: “don Pepito Pérez, debe quinientos pesos; doña Jesusita debe doscientos cincuenta” y así, sucesivamente, llenaba su blanca pared de apuntes y hasta de consignaciones bancarias en su cuenta de ahorros. La pared parecía la habitación del niño inquieto que utiliza las paredes para rayar. Sólo él entendía sus anotaciones. Una vez que llegaba alguien a pagar, borraba la deuda con un trapo mojado y luego, en otro fiado, volvía llenar los espacios.
Excelente trabajador, de lunes a domingo y los fines de semana acompañado de su esposa, despachaba su clientela, hablaba con sus clientes de los sucesos más significativos del pueblo y, en fin, la cotidianidad seguía su curso.
Cierto día, su hija que llegaba al pueblo para vacaciones escolares con su hermano –estudiaban en Armenia-, preocupada por el exceso de trabajo de sus padres, entabló una convincente conversación:
- Papá, desde que me conozco, usted no hace sino trabajar y trabajar. En la familia hemos estado bien, económica y familiarmente hablando. Creo que usted necesita con mi mamá un descanso. Este fin de semana voy a estar pendiente ayudando en la tienda aprendiendo del proceso de venta y relación con los clientes. Es justo que usted se tome tan siquiera una semana de descanso. Papá, por su salud y la de mamá, vayan a visitar a sus hermanas a Manizales. Confíe en mí y en mi hermano.
Don Valerio fue muy reacio al principio. Era de esos patriarcas antioqueños cuyo principal fin en la vida era tener una familia y un sustento con base en el trabajo y el sacrificio. Era un hombre ahorrativo y poco gastaba en cosas suntuosas o superficiales. Ahorrar, atesorar siempre fue su meta y la cumplía a rajatabla. Era la tienda más reconocida, la que más vendía y, por supuesto, la que más fiaba. Había logrado con su trabajo honesto y el comercio de la tienda su buena casa, aledaña al negocio, una pequeña cuenta bancaria de ahorros en la Cala Agraria y tenía, además, una excelente vida comercial por su cumplimiento y seriedad con quietes lo abastecían.
- Bueno mija, gracias por la oferta, su mamá y yo viajaremos la próxima semana. Creo que usted ya sabe cómo es el manejo. Le dejo escrito en este cuaderno todos los precios y, por favor, no le fíe a nadie ni reciba pagos de fiados. Le dice a la gente que espere que yo llegue para recibir los abonos y le insisto, nada de fiados. Debe explicarle a la gente que usted no está autorizada para dar crédito y que pronto lleguemos, la vida regresará a la normalidad.
Dicho y hecho, los viejos viajaron de vacaciones 5 días y los muchachos estuvieron manejando el negocio. Cuando regresaron de la corta estadía en Manizales, el viejo, luego del abrazo de bienvenida de sus hijos, fue a la tienda acompañado de sus vástagos. Abrieron. El aseo y la organización de los productos era total. Todo en puestos especiales y con precios debajo de los estantes de cada producto. Habían organizado y cambiado la ubicación de la mercancía buscando mejor funcionalidad. Muy organizado todo.
- Papá, le tengo otra sorpresa, ¡sé que le va a encantar!
Abrió la pequeña oficina y las paredes, otrora sucias -según su visión-, estaban relucientes, pintadas de blanco y el olor a pintura fresca resaltaba. No había una sola de las cuentas al fiado que el confiado Valerio había anotado en su muy reconocida pared de apuntes.
Un desmayo fue la “alegría de la sorpresa” por parte de don Valerio. Dicen las malas lenguas del pueblo que fue tal la tristeza del viejo, que a los pocos días falleció de un infarto.