Juan Diego García

Donald Trump no ha sido el único responsable de las formas más primitivas de racismo y xenofobia registradas en sus cuatro años de gobierno. Su equipo y por supuesto el mismo partido republicano (tanto como el demócrata) son responsables de la gestión xenófoba del problema migratorio respondiendo a las demandas de un electorado de derechas repartido entre todas las clases sociales y todos los partidos. Trump solo expresa de forma dramática una realidad que acompaña a la sociedad estadounidense desde su misma fundación. La xenofobia y la ideología racista no han aparecido con Trump ni van a desaparecer con Biden; basta hacer un poco de memoria para constatar que en las administraciones demócratas –la de Obama, sin ir más lejos- el número de inmigrantes expulsados de Estados Unidos ha sido igual y en no pocos casos superior a los expulsados por Trump.

En realidad la historia de esta nación está ligada a variadas formas de xenofobia discriminando de muchos modos e intensidades a inmigrantes europeos (los italianos, por ejemplo), latinoamericanos y caribeños, asiáticos y por supuesto a los africanos. Pero la xenofobia tiene, como no podía ser de otra forma, su carácter de clase: se discrimina a los pobres mientras se acoge sin mayores dificultades a los ricos o a quienes interesa por razones de conveniencia política. La familia de Bin Laden fue tratada con la mayor delicadeza en Estados Unidos por ser supermillonarios y aliados políticos de Washington. Tampoco hubo discriminación ni recato alguno para recibir con los brazos abiertos a los científicos nazis ni tampoco a quienes habían trabajado en los equipos de inteligencia y espionaje del Tercer Reich o a criminales de guerra que se ofrecían a trabajar para las autoridades estadounidenses tras la derrota de Hitler. Sucede igual con militares que tienen condenas en sus países de origen (salvadoreños y colombianos, por ejemplo) o paramilitares y narcotraficantes comprometidos en graves delitos (colombianos, especialmente) que consiguen fácil refugio en Estados Unidos. El caso de cubanos y venezolanos es otro ejemplo significativo similar al de los “boat people” de Vietnam. Se acogen sin problemas porque conviene a los intereses estratégicos de Washington.

El criterio interesado permite igualmente a las autoridades hacer compatibles el discurso antiinmigrantes con las necesidades económicas del país pues la discriminación asegura que una parte importante de los afectados resulten mano de obra barata en el mercado de trabajo al menos por una o dos generaciones. Ahora bien, la xenofobia es un mal universal solo que aquí adquiere dimensiones que convierten el “sueño americano” en una pesadilla deteriorando la imagen idílica de Estados Unidos. Como se puede constatar, sucede otro tanto en Europa; las políticas xenofóbicas y la discriminación se han practicado siempre en el Viejo Continente. Ayer se discriminaba a los trabajadores italianos, españoles, portugueses, griegos y yugoslavos que migraron a las que entonces eran las naciones ricas del norte, igual que se discriminaba a los provenientes de las antiguas colonias o de Latinoamérica. Hoy, el drama de la inmigración hace florecer aquí todo tipo de políticas públicas de tinte xenófobo y surgen comportamientos sociales alimentados por la demagogia de una extrema derecha de tintes fascistas. En varios países europeos florecen partidos y agrupaciones de tintes xenófobos y racistas a los que poco les falta para igualar al KKK; algunos de ellos están inclusive formando parte del gobierno (Ucrania, Polonia, Bulgaria). ¿Y qué decir del racismo en Latinoamérica y el Caribe?

El racismo, que en tantas formas alimenta la xenofobia, tampoco es un invento de la administración de Trump aunque si es cierto su decidido apoyo a los grupos más violentos de la llamada “supremacía blanca”. El racismo aparece en Estados Unidos como fenómeno destacado desde su mismo origen como nación. El racismo justificó las políticas de exterminio de la población originaria (los indios americanos) no menos que el régimen de esclavitud de los africanos negros. La emancipación de éstos fue un paso positivo pero en muchas formas se mantuvo por largo tiempo y a juzgar por los actuales acontecimientos permanece como referente cultural en una parte nada desdeñable de la población y en el mismo Estado (la policía, los jueces). Muchos olvidan que las teorías nazis no fueron extrañas a una parte de la población de los Estados Unidos y aparecen ahora en los programas y consignas de la extrema derecha, tan tolerada por la administración Trump. Poco nuevo entonces en el escenario social y político de Estados Unidos, aunque es necesario reconocer que afortunadamente la xenofobia y sobre todo el racismo son rechazados por capas cada vez más amplias de la población. Es de señalar sin embargo que Trump, a pesar de su derrota, obtuvo esta vez varios millones de votos más que en las elecciones anteriores; los avances democráticos, con todo, no resultan suficientes para disminuir el poder efectivo de la derecha en las instituciones. Confiar demasiado en Biden no es más que una ilusión.

Un asunto poco destacado por la prensa y en el que Trump no ha conseguido ningún avance considerable es en el indispensable avance en la negociación mundial entre las potencias para repartirse el planeta. La idea demagógica de volver a hacer de su país la potencia hegemónica del mundo (después de la disolución de la URSS) solo ha sido una consigna bastante demagógica para conseguir apoyos electorales en ciertos colectivos sociales, pero poco más. La gran burguesía de este país tiene que entender que necesita con urgencia avanzar en una negociación realista con China, en primer lugar, pero igualmente con la Unión Europea, Rusia y Japón. En unos casos se trata de negociar cómo repartirse los mercados, en otros, cómo equilibrar en forma razonable la mutua capacidad destructiva. La hegemonía única es cosa del pasado y Trump y los suyos parecen no haberlo comprendido. A lo mejor Biden ha aprendido la lección.

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