Si lo conocen no le cuenten…
Teófilo pasó revista a los últimos acontecimientos y no encontró nada para contar a su hija Mariana, quien llegaba de España. Consideró que hablar de corrupción, de adicción, violencia y desplazamientos, era repetir noticias de prensa nacional que supuso las conocía.
En la sala de espera el bullicio tenía efecto de licuadora ruidosa.
Teófilo invitó a su esposa Dioselina a tomar asiento; fue a la cafetería y regresó con dos tintos, y como si estuvieran de acuerdo para no cruzar palabras durante la espera, y por encontrar qué contar prestó atención a la mesa junto a la entrada, donde una pareja de novios, olvidados del mundo, se miraba arrobada. A veces ella tomaba gaseosa, su novio mordisqueaba una empanada y le ofrecía el trozo que sobraba; otras, observaba el resto de gaseosa, y lo bebía a pequeños sorbos. Teófilo calculó que la relación tendría menos de tres meses, porque aún se besaban, apretaban sus manos; remiraban la botella vacía; tocaban el platillo con el trozo de empanada que compartían y mordían riendo.
Teófilo cayó en comparaciones: más de cuarenta años de matrimonio con Dioselina; la rutina asediaba la casa y la cama; las mismas respuestas a las repetidas preguntas; los diálogos desganados y los piropos escasos, la sensación de callada soledad en las miradas, y la insoportable aceptación de que ahora, en la sala de espera nada cambiaba y no eran nada distinto para sus presencias silenciosas a la esperan. Mundos aparte. Años antes, y a pesar de la inconformidad de su familia, Teófilo se enamoró con el alma, y se casó con la hermosa Dioselina.
Teófilo, en su empeño de recopilador, observó cuanto ocurría en otra mesa: padre e hijo disfrutaban los manjares del económico local. Minutos después lo sorprendió la protesta del hijo: “Papá, ¿qué te parece? ¡Treinta y seis mil pesos por una rodaja de pan, un huevo revuelto y una hostia de queso, con dos tintos! ¿No te parece mucho descaro?”. El padre, temeroso de que en otras mesas escucharan, se levantó, caminó silencioso, sacó un billete y pagó a la cajera. Sin mirar ni verificar, estrujó los vueltos antes de guardarlos en el bolsillo.
Cada vez más entusiasmado, tomaba nota. Al fondo, junto a la ventana que mira a la pista de aterrizaje, tres hombres con cachuchas, camisetas remeras, pantalonetas y tenis de marca, acariciaban sus bates de beisbol. Gritaban, cantaban, palmoteaban, bailaban ante los molestos espectadores.
Teófilo, fastidiado, no comentó nada. Dioselina, entretenida con el periódico, tampoco, pero a veces miraba de soslayo hacia la entrada de la cafetería.
Una pareja de ancianos se acomodó apurada en la única mesa vacía, misma que nadie ocupaba por coja. Dioselina ocultó su sobresalto. Cuando la anciana recién llegada sacó de su cartera una revista que ojeó de inmediato, y al pasar página, Dioselina, aprovechó que Teófilo miraba a otra parte para cruzar una mirada fugaz con el anciano.
Teófilo volvió la vista para reparar en la pareja y dio en imaginar que tal vez la anciana lectora temía que su esposo, cansado de su afición a la lectura, algún día la dejaría sola; que igual podría pasarle con Dioselina, pero notó que la anciana cerró la revista, y se dedicó a observar, a vigilar hacia dónde y a escondidas, dirigía su esposo la mirada, quien, una vez sorprendido, optó por distraerla, hablarle y mirar a otra parte.
Teófilo buscando qué contar, sin sospechar, sonrió, miró más allá: junto al mostrador, un policía conversaba con el encargado de la cafetería, que mirándolo y sin temor a regarlos, llenaba como autómata los pocillos.
De repente una invasión de gringos que gritaban, y encabezados por una guía rubia en bluyines y mal peinada, irrumpió, y su desfachatez e impertinencia atrajo la atención de la sala. Dioselina y Teófilo cruzaron miradas, rieron sin palabras y volvieron a lo parecía lo suyo: observar, recopilar, y esperar Mariana.
Los gringos, sin dejar de gritar, corrieron hasta el fondo de la sala, tomaron los asientos, mesas libres, y en medio del chirrido, los arrastraron y juntaron para formar una sola mesa. La guía les dijo algo en voz baja, y empezó a repartir pequeñas galletas que en instantes fueron engullidas por las bocazas enormes.
Extrañado por el comportamiento de los norteamericanos, y la mirada indiferente del policía, Teófilo no podía entender lo que decían tan ilustres personajes.
En minutos, tres de ellos, al extremo de la mesa, jugaban a las cartas. Uno ventoseó con estruendo, y a Teófilo le parecieron de mal gusto los gritos, risas y festejos que recibió como premio el flatulento de sus compañeros. Otros dos, jugando con los celulares, aullaban y levantaban las cabezas para olfatear el aire.
El resto de la sala cruzó miradas de rechazo, gestos, comentarios rabiosos.
Dos gringas entretenidas y sonriendo complacidas con los mensajes de sus celulares, subieron sus piernas sobre su mesa, abanicaron sus narices, y de cuando en vez se rascaban la cabeza y miraban sus uñas.
De pronto, mientras un gringo solitario y minucioso analizaba lo hurgado en su nariz, Teófilo descubrió que el anciano, aprovechaba que su esposa paraba de espiarlo, ojear o leer la prensa, para lanzar miradas chispeantes y coquetas a su Dioselina.
Teófilo dudó entre ir hasta la mesa para reclamarle, insultarlo o atacarlo a puñetazos, darle una lección. Pero en un momento de lucidez decidió salir de dudas; observar a Dioselina hasta pillar un posible cruce de miradas comprometedoras entre ellos para actuar, o dar por descontado que Dioselina ignoraba las miradas del anciano.
Una vez en su plan, simulaba mirar a la turista de celular que metía la mano derecha en su tenis y frotaba rabiosa alguna picazón que la enloquecía, para volver de repente la mirada sobre Dioselina y el anciano coquetón.
Aunque no pillaba evidencias insistía en sorprenderlos, miraba al policía que sonreía complacido a quien lo mirara o saludara, o en los disgustados por “las buenas maneras” de los gringos, y vuelta con su mirada sorpresiva y espía sobre Dioselina. Al no pillar infidelidad alguna, centró su atención en acumular sucesos para contar a su hija.
Como en los cuentos, las cosas empezaron a cambiar: Dioselina apoyó la cabeza en el hombro de Teófilo, quien pensó que esta inesperada actitud rebajaba en treinta años y resucitaba la pasada ternura y pasión juvenil de su matrimonio.
Así las cosas, por segundos ignoraba la intensidad de los gritos que subían y bajaban como marea, pero volvieron los celos, y para poner en marcha otro plan de espionaje, que seguro evitaría la mirada maliciosa del anciano, dijo que deseaba otro tinto, que estaba cansado, y pidió a Dioselina que fuera por ellos… y los pagara.
Al regresar, Dioselina dijo: “Valieron cinco mil cuatrocientos pesos cada uno”, y notando que Teófilo ocupaba su silla y le indicaba que ocupara la que dejara libre, lanzó una tímida protesta: “Cariño, ¿por qué cambiaste tu silla por la mía?”. Teófilo no contestó. Ahora quedaba frente a frente con su “rival”, y renovada su intención, y renovado en su labor de investigador, espiaba a dónde dirigía su mirada…, pero nada sorprendía.
Fiel al plan, la cabeza y los ojos de Teófilo volvieron a dar giros repentinos: de la guía que repartió bolsitas de plástico, a Dioselina, al anciano, al policía, los novios, al anciano.
Por distraer obsesión, cayó en conjeturas sobre el contenido de los regalitos que la guía entregaba a las manazas gringas. Pero nada pudo, miraba de improviso a Dioselina, al anciano. A suponer: “seguro los gringos van de paseo”. Y otra vez sus ojos en Dioselina. A la malicia: “los gringos son precavidos, nada los toma por sorpresa”; y la inocente Dioselina; a rematar con seguridad: “son condones…Dioselina…Dioselina… ¡qué no te pille!”.
Otras veces, tranquilo y relajado, olvidado de sus planes fallidos, imaginaba que pedía un beso a su adorada Dioselina.
El zumbido del avión sobre el aeropuerto El Edén ensordeció, alertó a la sala de espera, y rompió las sospechas de Teófilo.
La voz por el parlante anunció el arribo; en la cafetería medio desierta, quedaron Teófilo y Dioselina a la espera de que su hija llegara a la mesa donde acordaron su reencuentro.
Por último, insisto, no le cuenten esto a Teófilo:
Una vez fuera, en el andén, terminados los abrazos y lágrimas de bienvenida, Teófilo, que marchaba rezagado por arrastrar la maleta, pensó que las muchas miradas hacia atrás de Mariana y Dioselina tenían la intención de saber que no se distanciaba de ellas, y apuró el paso. Pero su preocupación continuó al escuchar retazos de sus cuchicheos cómplices:
”Si vieras, hija, cómo estaba de celoso, hasta me hizo cambiar de silla para que no me coqueteara…, pero yo…”.
Al escuchar las carcajadas, Teófilo no quiso intervenir, creyó más interesante la charla entre ellas y se retrasó de nuevo para no ser sorprendido escuchando…
¡Madrecita, ¿¡y tú que hacías… cuéntame, cuéntame, madrecita…¡?
¿Qué harías tú, hija?
¿Me lo preguntas? ¡Soy tu hija!
Mira atrás, hija. Con disimulo. El viejito que te digo es Felipe; fue mi novio, pero nos seguimos viendo para conversar y recordar viejos tiempos, está junto a la señora de vestido verde… tiene camisa a cuadros y pantalón café… ahora se puso gafas oscuras…Mira cómo se despide…de nosotras…
Por última vez, no cuenten nada. Les confieso: conozco a Teófilo. Soy Felipe, y Dioselina me contó esto ayer, y no quiero arriesgarme a que Teófilo descubra quién es el padre de Mariana.