En Caicedonia, mi pueblo, las serenatas, escuchar música vieja: tangos, pasillos, boleros, rancheras en sitios públicos y muy reconocidos como El Gato Negro, La Tusa, La Samaritana, el Astor y otros de muy grata recordación, aunque ya desaparecidos, era la forma de paliar tristezas, amores, desamores, tusas, conquistas, etc. En aquellos lugares aprendimos de esa música sentimental y eran puntos de encuentro donde la tertulia, la disquisición teórica sobre autores, compositores, cantantes y el sentido o mensaje de las canciones, el canto –muchas veces desafinado, pero con mucho sentimiento- hacían parte de nuestra existencia común.
De todos ellos recuerdo uno bastante significativo, sitio de remate donde, además de la buena comida de la noche, la excelente música y el desfile espontáneo de cantores eran la cotidianidad nocturna: La Guasca. Uno de sus dueños, Oscar Gutiérrez -más conocido como Cachaza-, era amante de la música popular, le gustaba cantar y, a su vez, escuchar con mucha atención a quien lo hacía.
Cierta noche, mientras departían grandes personajes del pueblo como el Médico Edilberto Ramírez, el profesor Álvaro Quiroga y Alberto Osorio, entre otros, apareció en la puerta del establecimiento una persona desarreglada, casi que vistiendo harapos, flaco y con poca tendencia al aseo. Se puso en silencio a escuchar a uno de los tertulianos cantores. Cuando este terminó, le dijo al médico que si le prestaban la guitarra y sin consultar con el propietario, la prestó al aparecido espontáneo. La gente a la expectativa. Tomó la guitarra, le hizo ligero afinamiento y empezó a cantar música Colombia, boleros y tangos en una forma casi que perfecta: voz de barítono con buena extensión de registro vocal, cantaba y cantaba. La gente maravillada aplaudía, le daban licor y dinero al final de la interpretación. Esa noche, para el desconocido artista, sobró comida, licor y dinero. Gutiérrez maravillado, lo dejó pernoctar en el establecimiento, le prestó ropa y le dio comida durante toda la semana para que siguiera cantando en el restaurante. La Guasca, se convirtió en el sitio de moda en Caicedonia por el nuevo artista, de nombre Guillermo.
Los arriba citados, cada ocho días iban al lugar y se hicieron amigos del desconocido cantante. Empezaron las serenatas con buen pago. En la guasca estaba el cantante de moda en el pueblo quien aumentó su trabajo y hubo más la afluencia de un público siempre expectante al restaurante bar.
Alberto Osorio andaba ennoviado con una de las más bellas jóvenes del pueblo aunque las discordias eran constantes dado el gusto de Osorio por el trago, las cabalgatas y su vida de bohemio consumado. El genio extremo de su amada, la cantaleta y los reclamos constantes lo llevó a la determinación de acabar la relación a través del medio más importante en el pueblo, el que dejaba gran recuerdo en los enamorados: la serenata.
Llegaron a la Guasca, estuvieron bebiendo y a media noche, en medio del alicoramiento y el deseo de dejar un recuerdo inolvidable para su novia, quiso terminar la relación con música de despecho pidió a Quiroga que lo acompañara y, lógicamente, se llevó a Guillermo, el gran cantante que siempre que se emborrachaba sacaba a relucir su potente y bella voz. Llegaron después de medianoche a la casa de la ingrata y escogieron temas como Desde que te Marchaste, Tren Lento, Ingrata y dos canciones más para rematar con el pasillo Un Recuerdo de Amor, extraordinaria canción con letra y música del caldense Federico Buitrago:
“Un recuerdo de amor, vengo a dejarte/ porque voy a partir llevando el dolor en mi corazón/, si no tengo valor para olvidarte, tendré que morir pues no sé qué hacer con esta pasión/. Escucha mi canción de despedida y la queja de mi hondo padecer/; un amor que se va, pronto se olvida/ porque viene otro amor de mejor ideal a ofrecerte placer/; con la duda me voy, adiós mi vida, yo quiero saber si me has de olvidar para no volver….”.
Cuando la melodiosa y sentimental voz de Guillermo terminó la última frase del estribillo, no se encendieron luces ni había asomo alguno de que alguien escuchara la sentida y dolida serenata de despedida. Álvaro y el desolado Alberto, pagaron al cantante y se despidieron de él. Marcharon a sus casas.
Al día siguiente de la serenata y en medio del guayabo, el suegro de Alberto, padre de la chica tocó a la puerta de residencia de la familia Osorio. Alberto abrió.
- Hola, buenos días señor XXX, ¿en qué puedo servirle? Dijo Alberto con voz respetuosa y un poco temerosa.
- – Mire, señor Osorio, le ruego el favor de que vaya usted inmediatamente a mi casa y recoja el “recuerdo de amor” que dejaron ustedes anoche en su serenata.
El airado señor volteó inmediatamente y dejó a nuestro amigo con la palabra o pregunta en la boca.
- ¿Qué pasaría? Se organizó rápidamente y llegó al portón de la casa de su ya ex novia. En el portón, y en medio de la borrachera, el cantante había dejado una tremenda carga excremental, esto es, una fabulosa… ¡cagada!