Arrierías 95

Luis Carlos Vélez

Lectura del texto:

Al visitar a su padre, Nacianceno cuenta a su hijo Torcuato otra historia sin principio ni final apropiado:

-“Soy un edificio”-, le dice de repente, y cuando Torcuato, atento y sorprendido, abre los ojos, de inmediato entiende que es el momento para no mostrar espanto o extrañeza ante el nuevo desvarío de su padre.

– “¡Soy un edificio… soy un edificio… soy…”-!

No es la primera vez que Nacianceno intenta levantarse de la silla de ruedas con los brazos huesudos extendidos y agitados para atacarlo con sus puños cerrados. Torcuato se aparta a buena distancia para evitar el ataque de quien hace años no reconoce a nadie. Nacianceno no se da por vencido, y como puede, impulsa con las manos la silla de ruedas para perseguirlo. Cuando Torcuato toma el único taburete del cuarto y lo atraviesa entre los dos para evitar que lo lastime, su padre tiene un destello de lucidez y se calma. Observa a su hijo con la extrañeza del niño que mira sin comprender qué pasa a su alrededor.

Torcuato recuerda la llamada de esa mañana para solicitarle, con carácter de urgencia, su presencia en el asilo. Pero la voz de su padre continúa:

-“Mis escaleras y ascensor están deteriorados; mis pasillos tapizados huelen a la caca del perrito del cuarto piso, el horno de basuras y porquerías, que al fin instalaron, sigue inservible; ya rompí mis cristales y cerré mis ventanas al mundo”-.

Un enfermero entra de improviso con una jeringa llena hasta el tope, tienta la parte más gruesa del brazo de Nacianceno para pinchar y vaciar el contenido. Antes de salir dice: “En un rato vendrán por el paciente para llevarlo al sicólogo. Una vez allí usted esperará afuera del consultorio, frente a las sillas de los enfermeros y enfermeras”.

Contrario a la realidad que percibe, Torcuato sonríe por disimular, y al notar que su padre no se inquieta, y al contrario, continúa contando otra vez su historia, lo escucha atento…

-“No quiero que mis inquilinos se marchen y me dejen vacío. Temo que mis erróneos argumentos para evitar que me dejen y sostengan mi capacidad administrativa, sean insuficientes y los vea escapar como ratones por las puertas y ventanas, por las salidas de emergencia… estoy dispuesto a transigir… ¡soy un edificio que se derrumba, pero me tienen que escuchar…!”-.

Al guardar silencio Nacianceno, seguro para pensar cómo hilar una historia creíble, o porque en este punto la inyección surtió efecto, por extraño que parezca, Torcuato sigue la corriente y, al saber que no puede hacer nada para sacarlo de su estado, le besa las mejillas, lo abraza y apura:

-“Tan bonito lo que me cuentas, papá, ¿qué más? Cuéntame más…”-.

Ante esto, Nacianceno parece reconocerlo y sigue adelante en su osadía imaginativa: lo invita a poner su oído en el pecho, “para que escuches las desconocidas voces interiores que me habitan y no me dejan en paz dándome órdenes…”.

Torcuato sufre y, para no mostrarse acongojado, finge tomar la situación por el lado amable: obedece, baja la cabeza, oculta sus lágrimas y apoyada su mano en el hombro del padre, por largos segundos coloca su oído en el pecho, y dice:

-“Sí, padre, hace tan… tan, como si respiraran… escucho y entiendo lo que te dicen”-, y vuelve a abrazarlo para mirar en sus ojos perdidos el oscuro silencio que muerde sus labios resecos como uvas pasas.

Le ayuda a ponerse de pie, a dejar la silla, y lo lleva a la cama reclinable. Le da a beber agua del vaso con un gotero… Busca en el nochero y encuentra, con el cuaderno de hojas desprendidas, un lápiz de punta afilada, el borrador de nata y un sacapuntas. Abre el cuaderno. Lee y reconoce, en escritura Palmer, la letra menuda y hermosa de su padre:

“Avisar a la empresa de aseo cuando los inquilinos se marchen, para determinar qué debe hacerse conmigo…”.

“Manifestar mi molestia por los gritos y escándalos que alteran mi armonía, sobre todo, por la actitud de la viejecita que no impide que su perrito riegue las heces en las escaleras, pero sí habla de la sana convivencia.

“Detesto al aprendiz de escritor que no controla su egolatría, ni supera la calidad de sus escritos; el mismo que, por imponer la paz y el orden, incita a que arrojen al perrito por la ventana. También me cae mal el empleado bancario y sus desayunos con tostadas y café claro y, que por pagar lujos innecesarios y vestir elegante para representar a su empresa, muere de hambre en su cuarto”.

“¡Soy un edificio! ¡Soy un edificio! Me enerva que usted, amigo mío, no me crea y tamborileé con sus dedos ladrones en mis puertas mientras espero que las abra”.

“¿Acaso no se da cuenta de que no soy un edificio cualquiera? Mis luchas interiores son el revoltijo de voces apasionadas, protestas reprimidas, comportamientos hipócritas que me habitan. Soy todas las voces y ninguna…”.

Cuando descubre las incoherencias, Torcuato interrumpe su lectura. Pasa otras páginas y encuentra en cada una los títulos e inicios de lo que serían textos inquietantes:

“Me rebelo y estoy consciente de adoptar en el momento oportuno la misma postura de quien defiende la honestidad de su confesión…”.

“No soy ajeno a los gritos de los expertos que abren agujeros en mis paredes para introducir sus cargas de dinamita, ni al terror a morir que me despierta gritando, sudando y con el corazón a punto de explotar…”.

“Cada vez que me visitan los expertos en explosivos y preguntan dónde y con quién vivo, descubro que se sorprenden y no entienden cuando les digo que en mi último piso, donde sólo tengo por compañía mis pensamientos…”.

Torcuato detiene la lectura, piensa que es suficiente para saber qué hacer…

Llama a los enfermeros y cuando Nacianceno ataca a todos, y le piden ayuda, Torcuato se niega a sujetar y poner a su padre la camisa de mangas cruzadas…

-“¡No me lleven, no me lleven, soy el siquiatra en jefe! ¡No me lleven, no tienen derecho!”.

(Continuará)

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