Edición Especial

CAICEDONIA: REALISMO MÁGICO

By 22 de julio de 2025julio 23rd, 2025No Comments

Edición Especial

Mario Ramírez Monard

Era un día soleado, brillante. En horas matutinas, grandes bandadas de aves bajaban por la ladera de la montaña haciendo malabares y cambiando de rumbo en virajes extraordinarios con dirección al hermoso pueblo cafetero en el norte del Valle del Cauca: loros, azulejos, vistosos barranqueros, canarios y otras aves de bellos plumajes en un entorno montañoso de excelente producción cafetera. Generalmente, partían del pequeño bosque natural húmedo con nacimiento de agua en el predio rural llamado El Cedral que desde lustros atrás había adquirido en comerciante y empresario nacido en Génova, antiguo Caldas y hoy Quindío, Francisco Emilio Yepes Zuluaga.

En el imaginario popular del pueblo rondaba una idea que se fue transformando en una realidad de tanto repetirse: en esa finca ocurrían cosas extrañas —desde mucho antes de su adquisición por parte de don Emilio— que obligaban a sus administradores, trabajadores permanentes o cosecheros trashumantes a rezar, utilizar riegos con agua bendita y a poner en puntos estratégicos escapularios, imágenes de santos, pencas de sábila para la buena suerte.

De hecho, el rezo del rosario era obligatorio en ese sitio extraño y lleno de leyenda. Para sus habituales moradores, los sustos en algunas noches eran constantes: puertas que se cerraban abruptamente, objetos que aparecían en sitios no habituales, risas, aullidos, mesas que se movían solas; la asustada familia y algunos trabajadores salían abruptamente de las habitaciones con escopeta en la mano al sentir que la elva, donde secaban café, se movía sobre los rieles sin que nadie la impulsara.

Los agregados, en la casa principal de hermosa arquitectura de colonización antioqueña, se acostaban temprano después de rezar, orar, echarse encima agua bendita y encomendarse al Santísimo para su protección de los duendes o demonios que supuestamente allí moraban. ¿Había en el sector algún entierro indígena o joyas ocultas de sus antiguos dueños? No había respuesta. Una vez invitaron al cura del pueblo para que hiciera una misa y sacará los espíritus chocarreros que los atormentaba. Nada. Eventualmente, los duendes o espíritus hacían sentir su presencia en la casa.

     Cuando la hija mayor del matrimonio administrador hizo la primera comunión, don Emilio le regaló unos aretes de oro y la niña empezó a guardarlos en un cofrecito en el pequeño armario donde los hermanitos guardaban sus cosas personales.

    Cierto día, cuando la familia, excepto la niña, se encontraba en el comedor, escucharon gritos desesperados que enmudeció el bullicio de padres hablando y niños jugando alrededor de la mesa

  • Mamá, papá, desaparecieron mis aretes. ¿Quién los cogió sin mi permiso?

Silencio total. La familia se miraba extrañada. Los niños habían recibido la enseñanza de no tomar lo que no les pertenecía. Nadie respondía.

     La familia en pleno inicio la búsqueda de los aretes y no dejaron espacio, sitio, lugar sin revisar donde podría haberlos dejado en un olvido la niña.

  • Mamá, usted sabe que siempre las guardo en el cofrecito y solo los saco los domingos o feriados cuando vamos al pueblo. Alguien los cogió y no fui yo. ¡Se los juro!— La chica lloraba desconsoladamente—.
  • Es extraño que esto ocurra porque ni siquiera el patrón entra a las alcobas cuando viene a la finca y los trabajadores, pues menos. ¿Serán los espíritus o duendes que los cogieron? —se preguntaba el anonadado señor.

     Los familiares del administrador le sugirieron llamar a Bogotá a un Medium famoso que, desde la distancia y por teléfono, hacía rezos y orientaba a quienes les hacían las consultas. Para ello se comunicaron con un tío del administrador residente en la capital y luego de dar toda la información pertinente, pagar los costos profesionales del Medium, acudieron a la telefónica del pueblo en fecha fijada para recibir la orientación. Luego de saludos y explicaciones, les dijo el extraño personaje:

  • Vayan hasta la esquina donde hay un pequeño armario y los niños guardan sus útiles de estudio, levanten una pequeña repisa que hay sobre los libros. Los aretes están allí.

     El desconfiado campesino regresó con algunos de sus amigos a la finca, hizo lo ordenado por el fantasmagórico personaje bogotano y, efectivamente, allí estaban los aretes. Alguien, no de la familia, había sacado los había del cofre depositándolos en aquel inusual lugar.

     Esta historia de no creer, con ese realismo mágico tan frecuente en nuestro país, tuvo un suceso realmente exótico, extraño y, a su vez, extraordinario cuarenta años después. De hecho, los movimientos de sillas, ruidos, risas y demás actos sobrenaturales, continuaron siendo la cotidianidad del predio.

     Décadas después de lo sucedido con los aretes, don Emilio falleció en un lamentable accidente en carretera. Sus hijos continuaron el legado económico de su padre administrando predios y comercializando café, actividad profesional que don Emilio desempeño por muchos años en Caicedonia. Diego Fernando, su segundo hijo, estaba en el Cedral, la finca de los espantos y los duendes. Y ese día soleado, de tanto calor como se describe al iniciar este cuento, los trabajadores se aprestaban a reiniciar sus labores de recolección de café cuando, en fracciones de segundo, una nube negra oscureció parcialmente la finca. Empezó a llover sangre. Atónitos, trabajadores, agregado y Diego Fernando hincaron sus rodillas, cerraron sus ojos y empezaron a rezar a grito tendido. Unos lloraban, otros gemían y otros gritaban

  • Dios mío, perdona nuestros pecados, sálvanos, Señor de la Misericordia.
  • Este es un castigo divino por todos los muertos que han sido asesinados en toda esta cordillera. — decían otros.

     Mientras rezaban, pequeños trozos de carne y sangre caían sobre el cafetal y algunos de los trabajadores. El fenómeno duró segundos, que parecieron horas para los afectados. La señora del patiero se desmayó y las lágrimas, gritos y súplicas de perdón y misericordia eran expresados en forma lastimera por todos.

     Una vez pasó el extraño suceso, algunos trabajadores salieron despavoridos hacia el pueblo donde contaron la historia, y los habitantes del pequeño poblado se encargaron de regar como pólvora los sucesos. Unos decían que era el fin del mundo, que los 4 jinetes del apocalipsis, especialmente la muerte, empezaban a hacer presencia en nuestro pueblo profundamente creyente, católico. Decían que esto era una premonición de lo que se venía: Dios castigaba al planeta por nuestros pecados y nos haría desaparecer hacia el infinito. La noticia se volvió local, regional y nacional.

     Mientras algunos animales de la finca se comían restos diseminados en amplio espacio, Diego Fernando tomó unas muestras de carne y sangre para su análisis. A la semana siguiente ya había un diagnóstico: no era sangre ni carne humana sino bovina. Nuestro amigo no hallaba explicación lógica. A mediodía, en medio del sofocante calor, no volaban aves sobre el predio cuando el irracional suceso, ni pasó algún avión, ¿entonces? ¿Carne bovina?, más extraño aún. Las vacas no vuelan.

Con la noticia extraña, la finca fue abordada días después por camarógrafos y periodistas llegados del Valle, Caldas y, por supuesto, de la capital del país, quienes indagaban por los hechos. Los periodistas especulaban aduciendo que el dueño quería generar una historia para vender el predio; que la fantasía de algunos era la manera directa de hacer conocer un pequeño poblado, gran productor de café, donde la violencia hacía estragos; otros decían que los aterrorizados vecinos tenían razón, en fin, el suceso se convertía en una noticia nacional.

     La narrativa fantástica del hecho fue quedando un poco en el olvido y el Cedral, como título registrado de la finca, pasó a ser El Espanto, un esplendoroso sitio predios —en medio de la ladera de montaña—, con un bosque de fantasía, de gran riqueza ecológica por su nacimiento de agua, árboles nativos, aves de vistosos colores y pequeños mamíferos que tomaron esta pequeña reserva como su hábitat.

Sin duda alguna, Emilio, el páter familias, sabía de esta maravilla y legó a sus hijos la defensa de esta pequeña finca en las estribaciones de la cordillera central, a escasos 30 minutos del pueblo.

     Caicedonia, con sus historias, su riqueza, la creatividad de sus gentes y la forma desenfadada y chistosa de ver la vida, tiene su propio realismo mágico.

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