EDITORIAL
Arrierías 90.
Mario Ramírez Monard.
Uno de los magistrados de la Jurisdicción Especial para la Paz, más conocida por sus siglas JEP, da a conocer a la opinión pública un dato verdaderamente escalofriante: como consecuencia del violento conflicto armado que nos agobia hace ya varias décadas, en Colombia hay cerca de ciento diez mil desaparecidos y millones de seres humanos desplazados que salen del medio ambiente donde subsisten para engrosar los cinturones de miseria de las ya saturadas zonas citadinas y llegan sin pertenencias, sin futuro, sin esperanza de un futuro promisorio. El “porqué”, de sus clamantes gargantas no recibe respuesta del Estado, ese aparato administrativo invadido de corrupción, burocracia y oportunistas.
En el presente año las noticias de guerras, miles de muertos, acciones terroristas, hambre y pobreza en el planeta invaden todos los medios de comunicación y las protestas han ido creciendo sin que los países potencia asuman la gran responsabilidad que les toca en este tiempo de horror y sangre. Son las mismas potencias las que aúpan estos actos, no sólo con apoyo político sino con la venta de armas letales que destruyen vidas, ciudades, centros de abastecimiento y violan, en forma flagrante, las disposiciones que sobre el derecho de los conflictos armados existen. Crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad son letra muerta para las potencias que se reúnen en la Organización de Naciones Unidas a “deliberar” pero no a tomar decisiones importantes para frenar el desafuero de los estados combatientes. Interesa más la política y el negocio de venta de armas que la vida y seguridad de millones de seres humanos.
Todo ese caos internacional está opacando la situación de Colombia. El artículo 22 de nuestro Ordenamiento Jurídico establece que “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento” (sic), pero ese artículo es letra muerta en Colombia. Es claro que todos los gobiernos, desde hace varias décadas, han buscado establecer contacto con las diversas organizaciones armadas que han hecho del crimen una forma permanente de vida. Es una profesión perversa donde prima la compraventa ilegal de armas, la apropiación indebida de tierras y la explotación ilegal de recursos minerales arrasando, con esta última actividad, la tierra, cultivos, el agua y, además, desalojando a centenarias organizaciones de indígenas y negros que allí habitan. Hasta ahora los resultados de esa búsqueda son negativos. Quienes más sufren son, precisamente, los más pobres del país. Aquí podríamos establecer una pregunta, ¿es eso revolucionario? No. No es nada revolucionario ni cabe una defensa armada de otros actores del conflicto, los que defienden el statu quo.
Los crímenes de guerra y de lesa humanidad que están asolando todo el planeta, no tienen castigo porque son la potencias quienes alimentan los conflictos. Los crímenes de guerra y de lesa humanidad que sufre nuestro país tampoco reciben castigo porque son alimentados por profesionales del conflicto y por los defensores a ultranza de la desigualdad en Colombia.
Medio mundo está en conflicto y allí está nuestro país. Parece que ni el mundo ni Colombia pueden esperar la paz porque los criminales mandan y donde mandan los bandidos, los terroristas, los asesinos, los crímenes no tienen castigo. Por el contrario, reciben prebendas, poder, dinero. Por eso parece que la paz, no tiene un futuro inmediato, pues los crímenes, no tienen castigo.