A Raúl González

No creí que nada bueno podría suceder durante este mal momento que estamos viviendo por culpa de un bicho invisible  que nos tiene a todos los habitantes del planeta encerrados en nuestras casas y sin futuro cierto para nuestras existencias.

Ahora, algunas  actividades que antes nos parecían fatales y que realizábamos por aquello del “cumplimiento social”,  como la celebración de los cumpleaños, se han vuelto una maravilla.

Hoy causa satisfacción no  tener  que asistir a esas celebraciones, para las que uno se veía obligado a ponerse un traje formal, porque así lo indicaba la tarjeta de invitación;  salir a la calle a comprar un regalo barato pero “aparentón”  para celebrar al  festejado;  o descuadrar el menguado presupuesto empacando,  con dolor,  en un sobre la plática que podía utilizarse para que no  cortaran el servicio  del gas.

Ahora estas fiestas son un deleite gracias a Zoom, un servicio de videoconferencia que se popularizó casi a la par con el Covi-19. Este programita, del que se había lanzado una versión inicial en 2012, y que solo podía albergar hasta 15 participantes de video,  luego con esto de la pandemia, el promedio de usuarios diarios se cree que llegan a los 180 millones de usuarios , ceros más ceros menos.

Digo que este programa ha sido una bendición,  por ejemplo,  para celebrar cumpleaños. A uno, familiar o amigo del celebrante,  le llega un código para unirse a la fiesta. El festejado abre su computador enfoca su cámara a la celebración y los que fueron invitados a la reunión, al momento de que el homenajeado sopla la torta y apaga las velas, se  canta el cumpleaños feliz en chanclas, pantaloneta y lo único que ha tenido que cambiarse es la camisa,  que es lo que ven al otro lado los que han hecho la invitación.

No  hay que gastar plata en torta, pues a quien celebran le dieron un ponquecito que apenas cabe en un  plato y con un: “les quedamos debiendo el pastel” mientras sonríen,  cumplen  los organizadores de la reunión con el resto de mirones desde la pantalla.

No hay que gastar en licor pues cada uno en casita hace el amago de brindis con lo que tenga a mano; en ocasiones hasta con el ratón del computador uno hace una mueca de sonrisa y grita “salud” y con ese gesto ya cumplió con el momento del brindis.

Sobres, regalos, libro de invitados, no hay que firmar, ni entregar a nadie. Se salva uno del “córrase a la derecha” del fotógrafo, y la familia del celebrante  ha ahorrado un montón de dinero en licores, comida,  vestidos alquilados, arreglo de la casa o el alquiler de un lugar de fiestas. Los anfitriones no han recibido queja de los vecinos por exceso de volumen en la fiesta,  y la celebración a la final se hizo con los que siempre se debería hacer: con los cercanos, los que tienen afecto real por el celebrante.

¡Ah! : lo mejor de todo,  al final nadie saldrá rajando de lo bueno o lo malo de la comida, de lo “lobo” de los adornos usados, de lo maluco de la torta, de lo gorda que estaba la fulana, o del novio tan horrible que se consiguió la zutana, pues en estos tiempos de Zoom, apena asomamos la carita por una pantalla, en la que para evitar comentarios,  solo nos dejamos ver del pecho hacia arriba. Se apagan lo computadores y todos tan felices, pero a la vez tan tristes y pensado para nuestros adentros: ¿Cuándo volveremos a la normalidad?

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