Emulando a la escritora, Sara Lucía Ospina, con sus amores imposibles narrados cautivadoramente, hay una historia de estos lados del Valle que relatan un amor que fue, pero nunca llegó a serlo.
Corrían los primeros años de la década del 50. Él, como casi todos los muchachos de la barra, andaba a pata pelada, o simplemente, a pie limpio. No había plata para zapatos de diario, solo se podían usar los de ir a la escuela, cuando había escuela.
Solo dos o tres privilegiados usaban tenis diariamente y uno de ellos era dueño de un balón de badana o de vejiga de buey, que se usaban en los memorables partidos entre la Barra del Recreo y la Barra del Águila Roja, que, como siempre, terminaban en bonche.
Haciendo honor a las personas y lugares, no se cambian los originales porque se sigue pensando que mientras una persona se nombre, no se ha muerto definitivamente.
Nuestro protagonista, con muy buena suerte, tenía dos trabajos. El primero, -hoy sería llamado eufemísticamente-: reciclador de los desechos orgánicos de Musa paradisiaca, pero para esa época era simplemente recolector de cáscaras de plátano, para alimentar las vacas de Don Prisciliano. Su función era, cada dos días terciarse un costal al hombro e ir de casa en casa por el vecindario pidiendo las cáscaras.
El otro trabajo, de una gran responsabilidad y ofrecido por el mismo señor, era, cada sábado, recoger, de personas seleccionadas, la limosna para las arcas de San Vicente de Paul.
La paga semanal, sumada, era de 20 Centavos. Pero alcanzaban para comprar huevos, pan, panela, e inclusive para ir a matinal al Teatro Aladino.
La mayor parte del tiempo se pasaba y disfrutaba compartiendo con amigos en la calle, La Calle del Recreo, llamada así porque los muchachos de una escuela con cara de colegio, llamada Santo Tomás de Aquino, que funcionaba al frente de la tienda de Don Prisciliano, salían al recreo a la esa calle.
Una de las casas del vecindario estaba y está ubicada al frente del llamado Liceo Femenino, de ese entonces. Pero en esa casa quien salía con las cáscaras era la niña más hermosa de la calle del Recreo, del pueblo y del mundo. Pero no estaba sola, tenía una hermana melliza, tan divina como ella. Eran las mellizas del Recreo. Vivían con sus padres y dos hermanos; uno de ellos: celoso, amenazador, encuellador y alejador de pretendientes de sus hermanitas.
Ver a estas niñas con sus vestidos de encajes, moños en el pelo, trenzas, medias tobilleras y zapatos, de la mano de su mamá o papá, era una visión celestial.
.A pesar de sus hermanos, la vigilancia familiar y la timidez, la niña le paraba bolas al recoge cáscaras y se permitían intercambiar palabras. La osadía llegó más lejos. Él la invitaba a conversar en el establo, que servía de pesebrera, y en donde en medio, de plastas de vaca y boñiga de caballo, ella le hablaba de muñecas y él creía que la deslumbraba hablándole de un inmediato viaje a Cali, que en esa época era como viajar al exterior. (Y que nunca hizo)
Como se corría peligro de una encuellada si el hermano lo veía merodeando por la casa, como una vez lo hizo, entonces se acudía a un plan B, que ya existía por esas épocas. Consistía en treparse por un árbol que permitía llegar al techo del Liceo Femenino, y desde allí, sin interrupciones ni preocupaciones de hermanos, ni de tiempo, observar a la mellicita, cuando salía a la puerta o a la ventana.
Ella le regaló un Misal, un librito de oraciones que recibió en la Primera Comunión y él solo le podía obsequiar los golazos de zurda que hacía jugando fútbol en la cuadra y que ella aplaudía mirando desde la ventana de su casa.
El tiempo pasó y llegó el 16 de julio de 1955, día de la Virgen del Carmen, patrona del pueblo. Ella bajó, con su hermana, papá y mamá, desfilando por la calle del recreo, cual princesas, y él, a prudente distancia la seguía.
La fiesta de la Virgen era un acontecimiento elegante: pólvora, desfile de los motoristas y quema de un castillo que era el momento máximo de la festividad.
Él, la observaba desde lejitos, y cuando la niña con las explosiones de los voladores, se asustaba, abría y cerraba la boquita con el sonoro ruido, él se reía. Una mujer, así sea una niña, nunca perdona ver a su enamorado burlándose de ella, y ella lo vio.
Al otro día no fue a la cita al establo, nunca volvió, jamás salió a entregar las cáscaras y él, por más esfuerzos que hizo, no logró acercarse más a ella.
Él creyó que le habían dado calabazas por las diferencias sociales y por eso, cuando podía tomaba cerveza en nombre de la reinita donde don Primitivo, otro tendero vecino, o donde Marco Zapata, quien le colocaba el disco “Somos diferentes” de Néstor Chaires, para alborotarle la tusa y hacerle comprar trago.
Ese fue un hermoso amor que fue, pero, nunca logró ser.
De la calle del Recreo, no quedan sino retazos de recuerdos. La Santo Tomás, la tienda de don Prisciliano, su establo, la tienda de don Peregrino, no existen.
En ese entonces las direcciones de las casas eran otorgadas por las personas que allí vivían.
Parado en la esquina de la casa de los Lombana, se veía la casa de los Hurtado, la Casa de los Gil, el bebedero donde marco Zapata, la casa de los Gómez, la casa de los López, la casa de Doña Rita, la de los Blandón, la de Salamina, quien se murió de muerte natural, toteado de la risa, sabiendo que quienes atentaron 12 veces contra él, por ser liberal, no pudieron matarlo. La casa de los Herrera, de los Franco, de los Osorio, donde vivía el Amor, de los Piedrahita con su tienda “El Luna Park”, que otros llamaban “El Lupanar” por inversión de letras. Algunas se conservan en tanto que otras, como dice la canción, se convirtieron en casas del ayer, que nadie recuerda, pero cada una tiene su historia que solo conocen quienes vivieron en esa inolvidable calle.
A la pregunta: ¿Se volvieron a encontrar los enamorados frustrados? Sí, al cabo de los años se encontraron y hablaron de las sendas familias que cada uno ya había construido.