En mi niñez tuve un jardín. Viví en varias casas con jardín, todos en deliciosa mescolanza. Incluso en el internado en los linderos entre el patio y el potrero, había azucenas y alelíes que competían en fragancia y en espacio con tomates, cilantro, cidrón, lechugas y albahaca. No conocí un jardinero, mi madre a veces arañaba la tierra del jardín y en otras, la acariciaba, le murmuraba palabras que yo no entendía, intuía que se trataba de una de extraña oración para que dos empecinados rosales dieran flores. Yo la observaba en silencio, a veces se espinaba y sus dedos en movimiento veloz iban hacia sus labios, sin queja. En el internado, Sor Gilma, muy paciente, se encargaba de las azucenas desde que a los bulbos les salía un brote hasta que la blancura iridiscente de los pétalos engalanaba al Santísimo. Mi madre siempre estuvo pendiente de expurgar los rosales, del riego nocturno, de plantar en menguante. Mantuvo siempre un poderoso vínculo con la tierra. Luego, cuando nos trasladamos a Medellín, la tierra y las rosas se las llevó en materas que no soportaron las siete horas de carretera ni la furia de mi padre, obligado a cargar con “ese monte lleno de espinas” decía él. Es el jardín, ripostaba ella sin mirarlo, con altivez de pobre. Después durante los pocos meses que vivió mi madre, sin jardín, se contentaba con mirar unos esmirriados geranios a quienes no les conoció, tampoco yo, las flores. Quizás las imaginó.
No había vuelto a pensar en el jardín, a observar con cuidado las plantas, el tiempo de su florescencia, los colores, y a alguien encargándose del cuidado de un jardín, hasta que viví parte del inverno y de la primavera en California. Vivir las estaciones en el jardín es algo intenso, todo parece tener su tiempo. El 9 de febrero, a la madrugada, crucé el sendero entre el jardín y mi nueva vivienda. Alelada por doce horas de vuelo solo percibí sombras y el sutil aroma de las hortensias, que valientes resistían el frío. Sentí una extraña melancolía.
Esa melancolía tiñó el jardín de la casa de los Boutton-Galliesky, durante ese resto del invierno y también los otros jardines de Los Ángeles, simétricos hasta el fastidio. En mis caminatas por el vecindario sentía el tiempo detenido y comprobaba que nada tenían que ver con el desorden “natural” de mis jardines de la infancia. En la casa conté en fila cuarenta rosales, diez “ojos azules de bebé”, la florecita cerúlea y frágil que se levanta en arbustos cortados de mayor a menor, diez lirios negros, y en lugar más soleado cinco hortensias blancas, un arbolito de saúco de flores diminutas que atraen las abejas y un árbol cargado de naranjas maduras y brillantes. La tierra es pedregosa y desértica. Cada quince días se enriquece con abono verde, proveniente de la compostera de la empresa de recolección de basura. Restos de cáscaras de huevo, de verduras y frutas, de follaje y hojas secas, se entregan en recipientes marcados. El agua, cuesta mucho dinero en el desierto. En Los Ángeles no escasea, ni lo uno ni lo otro: el agua se distribuye en riego por gravedad. Así florecen las más exquisitas y extravagantes rosas y amapolas del desierto, la flor de estado de California
Hay flores que se sobrevaloran al resto, en los jardines de Los Ángeles. Las rosas. Tengo cierta aversión hacia ellas, por más canciones, versos y literatura que se ocupe de su belleza. O tal vez por eso. Por ser un lugar común de belleza muerta. No mentiré, he recibido docenas de cadáveres de flores rojas, amarillas, blancas, que por supuesto agradezco y exhibo con hipócrita indiferencia. Recuerdo que mi madre intentó hacer florecer “su jardín” con ellas, sin éxito. Quizás por ello me parecen fatuas hasta en los jardines. José Nicodemo las cultiva para que su florescencia sea generosa y exuberante, entre más pesada, mejor. José Nicodemo es jardinero en el Leonis Adobe Museum en ciudad de Calabazas, donde los rosales son níveos y cuando la luz se vuelve débil, exudan gotas iridiscentes que se juntan con la tierra. Desde niño en su Monterrey natal, aprendió a amasar la tierra, la de su padre y él, y a su vez de su abuelo. Los rosales de Los Ángeles, no son enclenques, ni a las rosas las despeina el viento. Son arbustos injertos hasta de 1.50 metros de altura, para que la floración sea exuberante y soporte impávida los estrujones del helaje y de la lluvia. Y es que en esa parte del mundo ni las flores se salvan del espectáculo y la extravagancia.
El 20 de marzo, el aire de primavera amaneció tibio y cambió la luz, los capullos de las rosas comenzaron a abrirse y las plantas parecieron despertar. El naranjo exhibía frutos soberbios. Le pregunté a José, ¿Por qué las rosas tienen espinas? Son como las personas, dijo, tienen espinas para que nadie las dañe. Vive solo a cincuenta minutos del vecindario, su mujer que se llama Milagros lo ha visitado una sola vez en veinte años, no aguanta el vértigo de Los Ángeles, pero se cuentan el día a día por video-llamadas. Antes le escribía cartas. Prepara mole rojo y bebe tequila cuando tiene descanso, cada dos meses. Sin levantar los ojos de la tierra, sin desfallecer en su trabajo fatigoso, mientras sus manos fuertes, nudosas y sin guantes arrancan no solo las hojas de la mala hierba que se extiende, sino también sus raíces, dice que los jardines y las flores, hablan de sus dueños y de lo que tienen en este mundo. ¿Si ve, toda esta hojarasca? Le pregunto si extraña a su mujer. Levantando los hombros responde: ella está allá y yo aquí, en este jardín con usted…
En Los Ángeles las flores no son solo lujos. Tiestos repletos de multicolores clavellinas, hibiscus, pensamientos, amarilys, rosas del Jordán, adornan calles y avenidas, algunas trepan o se desparraman sin pudor por casas y edificios. Hasta las equinaceas se aferran y florecen en escarpadas pendientes que observé muchas veces desde el automóvil en fragmentos visuales, azules, lavandas, dorados, y al abrir la ventanilla se percibe su sutil perfume que a veces opaca el intenso aroma de la otra flor de California, la Cannabis. En los supermercados, sea en Bristol o Rodeo Drive en Beverly Hills, incluso en “El Super” en Panorama, vecindario de inmigrantes, uno de sus pasillo principales conduce a la sección del vivero y de las flores. Ni que decir del vecindario en Woodland Hills en el distrito occidental, rodeado de montañas. En mis caminatas vi pequeñas selvas espinosas y multicolores hasta de diez metros cuadrados que amenazaban con invadir las casas, rodeadas de varias fuentes de agua que gorgoreaba inmutable. Los Boutton-Galliensky no son la excepción, sufren de una violenta pasión floral.
La mayor preocupación de José Nicodemo García son las flores. Sobre todo en invierno y durante los vientos de Santa Ana. El 24 de febrero hizo un día de frío gélido. CNN informaba de la invasión de Rusia a Ucrania. Ese día lo conocí. Me saludó con un cabeceo, sin pensarlo le ofrecí café, sonrió con picardía. Trabaja hace cuatro meses para los Boutton. Mantiene el jardín simétrico, el césped parejo y despejado de hierbas invasoras y matorrales. La magia de sus manos terracotas hace florecer las rosas obscenas. Su espalda doblada y su rostro de cobre permanecen observando la tierra por seis horas, dos veces al mes. Sonríe con los ojos y mira de rabillo. Ama esa tierra.
Desde mi ventana lo vi olisquear, susurrarle a las flores en pleno aguacero, planta un jardín que no es propio a US 10 la hora, aunque esta tierra le perteneció a su gente, hasta el tratado de Guadalupe Hidalgo. Él tiene jardín propio en la casa de Tamaulipas, del tamaño de media cancha de fútbol, pero no quiere regresar, porque allá la vida es dura y hablarle a las flores californianas le ha permitido arreglar su casa y licenciar como maestro a su primer hijo. Le gusta hablar más en español. No quiso que sus hijos fueran mexicanos de segunda generación y por cada viaje hasta Tamaulipas cosechó un hijo. Viajó nueve veces. Hace tres años no cuida su jardín propio, allí siembra flores con nombres que nunca antes había escuchado: bellonitas púrpura, ojos de venus, prímulas o llaves de cielo, también siembra y cultiva peyote, magnolias y chile mulato.
No tengo la pasión por el jardín que tenía mi madre o que tiene José, pero me contento con observar con inquietud algunas plantas sin flores sembradas en materas, mientras deambulo por los ochenta metros de mi apartamento en Cali. No envidio las rosas ajenas y menos cuando recuerdo sus ramas dobladas por el peso de las flores.
Los Ángeles, CA, abril 2022
Wvelny Rios Toro
Narradora nacida en Marsella, Risaralda. Tiene cuentos, crónicas y poesías que fueron publicadas en la Antología del Taller de escritura de Comfandi.