CLASICOS DEL HUMOR SEVILLANO.
Mirian Parra, y Ramón Valencia, fueron dos personajes soñados, para muchos de los que siempre buscamos la oportunidad de compartir, momentos, tristes o de alegría, con los amigos, que tenían el encanto del humor y la agilidad mental, para resolverse frente a los contrastes de la vida, y provocar un cambio de actitud, en momentos adversos o de esparcimiento, que es tarea de pocos.
Las risas y las lágrimas, que, en un rincón de una sala de velación, provocaban los comentarios, decían algunas de las damas, irrespetuosos, que hacían los dos, llamaban la atención de los otros asistentes, que, en un silencio casi sepulcral, acompañaban al amigo o la amiga que había partido hacia el más allá. “ole, y este se fue sin dársele nada”, decía Miran, y Ramón contestaba: “yo me encontré con él, la semana pasada y a mí tampoco, me dijo nada” era algo así, como la apertura de todo lo que pasaría aquella noche, en uno de los muchos velorios, a los que íbamos acongojados, por la desaparición del amigo, y por qué no, con la alegría de encontrarnos, con ellos, para escucharles los disparates de la ocasión, que con un poco de pena, diría yo, opacaban la tristeza que producía , el último viaje del pariente, o del amigo querido.
Si sabe de alguien que le hubiera ofrecido más alegría a este mundo, cuéntele, que hubo una Mirian, que con sus encantos simples de ser humano, incomparable, logro tallar en el sentimiento de todo un planeta de amigos, el recuerdo de todas las expresiones de cariño, que solo una persona de su talante, fue capaz de entregar con tanto afecto.
Una amiga, le preguntaba en alguna ocasión a Mirian: ole, que será bueno, para el daño de estómago. A lo que ella, respondía, con toda la seriedad del galeno: dicen que lo mejor, es el diazepan. Un poco, como medio asustada, la que preguntaba, le dijo: ole, Mirian, pero el diazepan, es pa los nervios. A lo que contesto: por eso, mija, es pa que pueda cagar, tranquila, sin nada de nervios.
La Mirian de la que les hablo, sigue irradiando en el recuerdo de sus amigos, esa energía, que logro impregnar en la memoria de cada uno de ellos, como el contador de historias, que para cada ocasión tiene una diferente. Recuerdo con cada uno de los amigos, que tuvimos la oportunidad de compartir, muchos de sus momentos, en diferentes épocas de la vida, desde niños, en la escuela, en la sala de su casa, mirando la televisión y compartiendo las bananas, que repartía, doña Araminta, a los niños, que íbamos a ver, por primera vez, la tele, en blanco y negro, inolvidable. Como inolvidable, es don Gabriel, su padre, que nos brindó esa linda oportunidad maravillosa, de ver la tele, en su casa, la primera vez en la vida.
Llegaron los años juveniles, y con ellos, los galanteos y las ultimas, con las muchachas bonitas, entre ellas, Mirian y Libia, una prima suya, que fueron las enamoradas de dos amigos, que se decidieron a llevarles serenatas, con el tocadiscos, de pilas, que sacaban a escondidas, de la casa de uno de ellos. El pretendiente de Mirian, tocadiscos en mano, y el correspondiente Long Play, arrancábamos para la casa de la pretendida, Mirian, y colocábamos el aparato, encima del recostadero de la ventana, con la aguja encima de la línea que demarcaba el tema que iba sonar. Y cuando empezaba a sonar, pegábamos carrera, hacia la esquina del expreso Palmira, a escondernos, ante la posible reprimenda de doña Araminta, la mama, por el alto volumen del tocadiscos, así fuera a tempranas horas de la noche y también porque las niñas, aun no estaban en edad, de andar de volantonas, con los muchachos, que las pretendían.
Nada rasgaba su alegría, era un mar de risas y gracejos que le imprimían sentido a la vida. La tristeza, no le fue, lo más propio, al ser más solidario del mundo. La convocaba, la tristeza o el cumpleaños del amigo. Disfrutaba con intensidad los momentos de regocijo, que iban, desde un tinto, hasta una noche de risas, al calor de un aguardiente, en Casablanca o en cualquier casa, donde las tertulias familiares, se convertían, en el templo de las anécdotas y las risas, que se complementaban, con los apuntes oportunos, de Ramón Valencia y Artemo Carvajal y que terminaban, con el lamento, del que no quiere que aquellos momentos se acabaran tan rápido. En los velorios, en medio de risas y lágrimas, el corrillo de amigos o paisanos, que se formaba a su alrededor, trataban de disimular sus carcajadas, tapándose la boca, con el pañuelo que habían llevado, para otros menesteres, distintos a la gozadora, o, la gazapera, como decía, Elías Isaza, otro de los grandes animadores de los velorios, de aquel entonces.
Era un torrente de optimismo, que a diario disparaba positivo, para que, todo a su alrededor, tuviera el encanto de la alegría. Tenía, el oído fino de la dama, que rescata del aire, el insulso comentario, para convertirlo en broma. Nada escapaba, a su pispicia, siempre tenía la respuesta, a flor de labio. En medio del respeto que mereció siempre, como mujer, Ramón, Valencia, le remataba sus cuentos, con un: “Malparía, tan legal”. Y la audiencia, no paraba de reír.
Si al morir, se pasa a mejor vida, no puedo imaginar el reencuentro de algunos de los personajes, de estas historias, que se van perdiendo en el tiempo, en medio de las carcajadas, con que alegraron en vida, hasta los momentos más tristes. Ojalá, y que vuelvan a nacer, decía el borracho, que alguna vez, disfruto de una de esas noches de Bohemia.