Arrierías 95

Umberto Senegal

Lo consideroentre todos los suyos el libro más espiritual, bello, poético y confidencial del filósofo coreano Byung-Chul Han. Distinto por completo de sus demás obras. Muchas personas acostumbradas a su lenguaje podrán desconcertarse con estas páginas -el libro es una sinfonía a la tierra- donde el filósofo de la hiperculturalidad y la globalización abandona durante un contemplativo periodo de pensamiento, escritura y reflexiones, su habitual territorio de especulaciones comparativas; de doctas y torrenciales citas académicas sustentando una idea propia o impugnando doctrinas contrapuestas a su percepción del mundo y la sociedad; de sus habituales análisis de la conducta humana frente al desarrollo de las tecnologías, para consagrarse con todos sus sentidos y su conciencia a sembrar, abonar, cuidar y contemplar su jardín.

“Un día sentí una profunda añoranza, e incluso una aguda necesidad de estar cerca de la tierra. Así que tomé la resolución de practicar a diario la jardinería. Durante tres primaveras, veranos, otoños e inviernos, es decir, durante tres años, estuve trabajando en un jardín”. Tanto se compenetra con sus actividades y emociones de jardinero acucioso que, al observar su hortensia blanca de floración tardía volviéndose rosada, declara: “Ninguna otra flor de mi jardín emite un aroma tan elegante, tan sutil, tan reservado, tan noble y refinado. Me gustaría oler como ella”.

Su jardín cerca del lago Schlachtensee, situado hacia el sur de Berlín, uno de los mayores, más serenos y limpios de la ciudad, durante tres años se le convierte en una especie de natural dojo zen donde no tiene uno, sino varios sensei en cada flor que cultiva y que, con sus formas y perfumes, con sus colores, con la unidad que se establece entre ellas y el filósofo, en este libro, más poeta y místico que racional pensador, le inducen a experimentar otra manera de sentir la vida. “De algún modo mi jardín me ha dado la fe en Dios. La existencia de Dios ya no es para mí un asunto de fe, sino una certeza, e incluso una evidencia. Dios existe, luego yo existo”.           

El filósofo interrumpe aquí en este jardín sus compromisos académicos y sus divagaciones heideggerianas, y cambia sus metafísicos ambientes por los espacios naturales del poeta y su floreciente rincón. No lo desplaza, sino que desde la contemplación activa del jardín y mediante las acciones propias del jardinero que desempeña con gusto su labor, Byung reflexiona sobre la vida y la muerte. Y no descarta varios de los temas que le son característicos.

Byung-Chul Han en su jardín.

Corea del sur es hogar nativo también del notable poeta Ko Un quien, por sus poemas zen con temas análogos, leería con gusto Loa a la tierra. Un viaje al jardín. Hermosa edición con 24 ilustraciones de flores en blanco y negro de Isabella Gresser, preciosos dibujos cuyos trazos son otro jardín dentro del jardín real y el jardín literario. La técnica de Gresser emplea suavidades y texturas lineales de volumen y siluetas hechas con seda, algodón o nubes. Y en traducción de Alberto Ciria. Lo compré el martes 14 de julio de 2020, durante el encierro ominoso a que sometieron a los habitantes del planeta. Ese mismo día, desde Armenia viajé a la vereda Quebradanegra, de Calarcá, para iniciar en este apacible sitio su lectura. Solitario. Algunos niños montando en bicicleta. Todas las casas con sus puertas cerradas. Las bancas metálicas y de cemento ocupadas solo por el sol de la mañana. La señora Mary me cosió con una aguja el bozal que se me había dañado, tan pronto entré al pequeño caserío. Grato olor a humo de alguna cercana casa donde cocinaban con madera. Como azul neblina por sobre los demás techos. El jeep siguió su recorrido hacia la vereda Potosí. A las 4:30 p.m. regresaría el del turno correspondiente. Un lugar así, con la montaña al lado, es el sitio preciso para leer este libro delicado, suave oración musitada por un Byung-Chul Han poeta, con sentimientos y miradas zen hacia la tierra. “El trabajo de jardinería ha sido para mí una meditación silenciosa, un demorarme en el silencio. Ese trabajo hacía que el tiempo se detuviera y se volviera fragante”.

De pronto densos nubarrones grises con retazos de cielo azul. Y el aguacero fue musical sobre los techos de zinc en las cercanas casas de la vereda. La unidad de ser entre flores de su jardín y el sentido de ser-con-ellas que a lo largo del cultivo de aquel se despierta en el filósofo jardinero, todo ello relatado con prosa poética descriptiva de los procesos a los que asiste allí afuera, y que hacen parte de los suyos, hacen de este libro la obra que más me conmueve del surcoreano. Una leve frase que describe a una flor se puede leer también como apreciación filosófica del ser humano y sus nexos vitales con el mundo. Con una flor. “De algún modo mi jardín me ha dado la fe en Dios. La existencia de Dios ya no es para mí un asunto de fe, sino una certeza e incluso una evidencia. Dios existe, luego yo existo”, escribe Byung. Lo confiesa deslumbrado por los cerezos, acónitos, anémonas, azahares, hostas y narcisos. Se entiende mejor el pensamiento expuesto por Byung en su fecunda bibliografía cuando se le juzga y valora desde el ambiente místico filosófico descrito en este hermoso libro.

La mitad del mismo está escrita como diario entre el 31 de julio de 2016 y el 20 de noviembre de 2017. Entiendo mejor ahora su libro Filosofía del budismo zen, con 42 haikus comentados, en su mayor parte de Basho. Loa a la tierra es la flor más fresca, perfumada, atemporal del autor de La agonía del eros, La sociedad de la transparencia o La expulsión de lo distinto. Tal vez le sirvió de modelo al novelista colombiano Tomás González, practicante del zen para que este escribiera su melancólica novela Las noches todas. O posiblemente Tomás no haya leído este bello libro del filósofo con el cual tiene puntos comunes.

Un manual de zen, este bello, suave, perfumado libro de Han. El hombre ilustrado, influido por la filosofía occidental y nutrido intelectualmente por la ontología alemana, no deja que desaparezca el contemplativo oriental. Heidegger al lado de Basho. Su jardín le enseña palabras que le amplían el mundo. En mi caso, el penetrante aroma de las hojas de eucalipto que arden en un rincón de mi alcoba, me habla de la montaña. Amplía mis sensaciones, acrecienta mi lenguaje poético y es argumento firme para mi unidad con Dios. El salmo, el poema, la oración, adoptan la forma del humo. Ahondo en la comprensión no intelectual de este libro. Comprendo para mí, en palabras de Han mezcladas con el aroma del humo y el estado en que me encuentro, cuando en el prólogo dice: “El trabajo para mí ha sido una meditación silenciosa, un demorarme en el silencio. Ese trabajo hacía que el tiempo se detuviera y se volviera fragante”.

No es una simple metáfora. El tiempo tiene olores, tiene sabores como tiempo junto a las coas y los seres. El tiempo cuando se está en el jardín o en el bosque, por los caminos de la montaña tiene sensaciones no cronológicas que tocan los sentidos y nos hacen sentir más vivos con todo aquello que nos rodea. Más íntimo. El reconocimiento al tiempo como factor de felicidad y realización más que decadencia. La Diotima de Holderlin acompaña a Han en el jardín para darle enseñanzas sobre las flores, la vida y el amor, que el coreano no encuentra en la visión que Nietzsche le da del lenguaje. Nietzsche le enseña que cada palabra es mandato, mientras Diotima le revela que los nombres de las flores son palabras de amor. ¿Dejará la gente de nuestra época, de todas las generaciones y culturas, de mirar todo el día sus celulares, para observar con delicadeza y sin prisa una flor, el misterio de una flor en el jardín o solitaria al borde del camino? Lo dudo. Buscarán la flor en el espacio virtual. Querrán flores y jardines digitales. Mucho menos querrán sembrar y asistir a los procesos de las plantas en un jardín. En los enjambres digitales no se produce miel.

Citando completo un poema de Georges Mo, Había un jardín, Han a partir de la mitad del libro continúa con sus observaciones a través de un diario. Lo inicia el 31 de julio de 2016. Rilke, D´Anunzzio, Ussa y Basho le acompañan con citas adecuadas que florecen entre su prosa y la llenan de luces, de claridades página por página. Han deja solo su jardín mientras viaja de Alemania a Seul. El libro puede leerse como verso inicial de un haiku al silencio. El siguiente verso es la tierra donde estás, en tu hogar, en un camino por la montaña, en el mundo. Sacro sentimiento de unidad con la naturaleza es el verso final. Byung-Chul Han reconoce con reiteración que su jardín es un lugar del silencio. Para el silencio.

Cualquier sitio donde estemos en silencio, algún grado de contemplación, y tengamos conciencia de tal silencio haciéndolo parte de nuestra respiración; y con dicho silencio detengamos los ruidos, los truenos de nuestros pensamientos y este razonar desenfrenado que nos esclaviza cada momento, se convertirá en loa a la tierra. Alabanza pura. Florecerán jardines interiores. El hecho de Byung nombrar flores en su jardín, pronunciarlas, escribirlas señalándonos sus presencias y fragancias, colores y texturas, sus orígenes, es de por sí una magistral conferencia silenciosa nada académica a la cual nos invita con la lectura de este libro.

Byung, crítico demoledor de los efectos deshumanizantes de la digitalización cultural, al observar cómo el hombre de nuestro siglo se desprende de la realidad y se sumerge, sonámbulo y pasivo en lo peor de la virtualidad, nos habla de su experiencia en sus jardines como espacios topográficos íntimos en los cuales se recupera la realidad mediante las formas de las flores, sus bellos nombres con implicaciones poéticas y el proceso fugaz de nacer, crecer, multiplicarse y morir. Han, no sé hasta qué grado de brillantez musical, toca en el piano. Unas de sus piezas favoritas son las Variaciones Goldberg, de Bach. No relata en la sección del libro que corresponde a su Diario, 31 de julio de 2016 al 20 de noviembre de 2017, 16 meses, si cuando interpretaba a Bach todos los días a orillas del mar, cuando estuvo algún tiempo en Italia viviendo en una cabaña en lomas del Vesubio, rodeado de setos de buganvillas, lo hacía para él mismo o alguien más participaba de sus encantos musicales con Bach.

Loa a la tierra transcurre entre ambos jardines: el de Berlín y el de Italia. Han desea oler a hortensias blancas. Me induce a imaginar a qué clase de flores quiero oler yo, en cualquier momento, en un jardín o por calles de la ciudad. Y si renaciera en flor, ¿cuál elegiría? Cuando camino por veredas y montañas del Quindío y de mi pueblo, Calarcá, uno de mis gozos materiales y espirituales es apretar y desmenuzar entre mis manos hojas de diferentes plantas cuyo perfume impregne mis dedos. Lo hago frecuente con hojas secas de eucalipto recogidas del suelo, millares de hojas secas bajo los árboles donde me detengo a contemplar los troncos de los eucaliptos y las formas deshilachadas que toman sus cortezas.

Es sonoro pronunciar Byung-Chul Han. Byung Chul significa Luz clara en coreano. En Han se manifiestan por igual su origen coreano y su nacionalidad alemana. Una cultura no niega ni subvalora la otra. En la prosa e ideas de Han, Oriente y Occidente mezclan sus percepciones metafísicas y espirituales. Este libro marca un hermoso contraste con toda su producción bibliográfica. Sin apartarse de sus doctrinas características, su manera formal de exponer, contar, comparar e interpretar a filósofos y poetas de diversas épocas, es diferente a todos los suyos por el lenguaje que utiliza, temas propios de la jardinería, observaciones y profunda sencillez expositiva, casi zen, con la cual nos comunica su experiencia mística y estética de jardinero. Luz clara, significa Byung-Chul, cuyo nombre de pila real es Alberto.

Alberto Han. Nada atractivo el nombre, ni misterioso o exótico para vender libros a los lectores occidentales. “Mi nombre de pila es Alberto. En Corea me bautizaron en la iglesia con el nombre de Alberto. La iglesia católica estaba justo al lado de mi casa. Yo nací en el seno de la fe, y en él fui resguardado”, afirma Luz clara. Byung-Chul Han rezaba a diario el rosario. Tal vez sus dedos siguen evocando la textura sólida y esférica de las cuentas del rosario católico y prefieran tal sensación táctil a los toques que se deslizan por la pantalla del celular, a la corporalidad de las cosas, el jardín y las flores de este libro. Contrastando con “el mundo digital bien temperado. Este mundo digital no conoce temperatura, dolor ni cuerpo. Pero el jardín es rico en sensibilidad y materialidad. Contiene mucho más mundo que la pantalla del ordenador”.

Loa a la tierra. Un viaje al jardín.  En 2017 se publicó en alemán, con espléndidas ilustraciones en blanco y negro de la bella Gresser, 24 dibujos de las flores descritas en el libro cuyos trazos son otro jardín dentro del jardín real y el jardín literario. La técnica de Gresser emplea suavidades y texturas lineales de volumen y siluetas hechas con seda, algodón o nubes. La primera edición en español, con traducción del filósofo ibero Alberto Cirria, corresponde a 2019, a cargo de Herder editorial. Elegante. Con tapa dura y cubierta. En el lapso de la denigrante cuarentena a la cual fue sometido el mundo, Loa a la tierra fue mi gran compañía espiritual. Confesión de fe y amor a la tierra; y en la tierra, al jardín en particular. Y en este, a las flores que Alberto luz-clara cultiva: “Si el prodigioso ciclo de la naturaleza también fuera para nosotros, entonces también nos sería posible recomenzar, tener un misterioso rejuvenecimiento, una resurrección. ¿Por qué tenemos que debilitarnos cada vez más, envejecer incesantemente hasta que nos extinguimos por completo sin ninguna posibilidad de regresar a la vida?”.

Isabelle Gresser, la talentosa ilustradora es artista visual alemana. Sus videos de metraje encontrado, combinan dibujo, literatura y fotografía. Estudiosa de culturas orientales y occidentales ha sido cercana al trabajo de Byung-Chul. Loa a la tierra, su autor en un comienzo pensó titularla Ensayo sobre el día logrado que me hizo feliz.En un extenso satori producido por la unidad que experimentó con su jardín, Han consideró la posibilidad de llamarlo así por las sensaciones, emociones y sentimientos surgiéndole mientras cuidaba sus flores. Un día, una semana, un mes, una estación. La alegría atemporal. El ensayo se le transformó en alabanza, loa a la tierra. Loar, mejor que explicar y filosofar o inferir. Loar sin racionalizar la flor y sus procesos. El jardín con sus variedades de plantas. Loar es más directo y simple. Feliz quien sabe loar a la tierra, piel del jardín, y extender sobre ella durante cada estación su clara luz sobre las flores.

Reconoce el jardinero Han: “Sin sombra la luz ya no es luz. Sin luz no hay sombra. Luz y sombra van juntas. La sombra da forma a la luz. Las sombras con sus hermosos contornos”. A la manera de Tanizaki en su Elogio a la sombra, Byung reconoce estos pormenores de la sombra. Su observación me recuerda las serenas miradas de Tanizaki sobre las cosas que lo rodean en su citada obra, un hermoso clásico. Han musita afirmaciones sobre la tierra que fluyen leves y precisas del corazón, de los sentidos, la conciencia individual unificada con la naturaleza, características de un chamán. Veo en muchas de sus afirmaciones el espíritu y el asombro místico de Alce Negro, Black Elk y sus visiones de lo divino en los bosques. El chamán que realiza la presencia corporal de Dios sin necesidad de formación académica o intelectual. Por estas páginas flota otro yo distinto al Han que encontramos en la mayoría de sus libros. Más próximo a la filosofía oriental, al budismo zen que a los elementos discursivos propios del pensamiento occidental. Pura perplejidad por el mundo resumido en el jardín, por la vida hecha flor. Por el conocimiento producto de la meditativa contemplación.

Y aunque al comunicar su éxtasis se acompaña con citas de Heidegger, Kant, Barthes, Goethe, Novalis y con frecuencia alude al Hölderlin de Hiperion, Byun-Chul se despoja como jardinero intelectualmente de toda aquella carga hermenéutica que le caracteriza en sus otros libros, para sentir más íntima la corporeidad de la tierra, el ser en sí de la tierra hecha jardín, sus jardines y sus vivencias con ellos, sus plantas, la germinación del mundo mediante las semillas y retoños que siembra en una ceremonia de vida y fertilidad, de hermandad con la naturaleza. Para ello, las ve transformadas en acónitos, anémonas, camelias, cerezos, heléboros, hortensias, jazmines y narcisos. En el prólogo reconoce: “Un día sentí una profunda añoranza o incluso una aguda necesidad de estar cerca de la tierra. Así que tomé la resolución de practicar a diario la jardinería”.

No se busque en este libro un manual de jardinería. Han ni siquiera menciona el nombre de algún utensilio propio de tal oficio. Ninguno de estos objetos se menciona ni se exalta. Como si toda su labor Han la hubiese hecho con sus manos desnudas de instrumentos usuales dentro de tal disciplina. Loa a la tierra y al jardín con el olvido de las tijeras de podar, el rastrillo, la pala.  Entre su aprendizaje de nuevas palabras, no acogió los nombres de algunos instrumentos para jardinería que también tienen su particular musicalidad.

Tal “profunda añoranza” es la llamada de la tierra y la naturaleza que estas hacen a todo ser humano en cada momento de la vida. Llamadas hechas con la voz del turpial y el silencio de la piedra, con nubes blancas o grises, con el agua limpia del arroyo cordillerano, con los árboles y las mariposas o las flores cuyos lenguajes pocos tienen interés y tiempo para escuchar.  Han, por motivos que solo él conoce, estaba receptivo cuando la tierra le habló. Fueron capaces de escucharla el hombre y el filósofo en constante ajetreo con ámbitos intelectuales y tecnológicos distantes de estas llamadas. Y escucharon a la tierra ya no a través del pensamiento de sus filósofos de cabecera, sino de su jardín. Sus dos jardines, el uno en Alemania y el otro en Italia. El principal, en Berlín; el otro, en una ladera del Vesubio donde viaja con frecuencia y de cuya literatura rescata un largo, hermoso poema del escritor italiano Gabriele D´Annunzio, tan olvidado hoy por hoy.

Dice Byung-Chul: “Por primera vez he dado una conferencia en Italia. He comenzado la conferencia recitando en italiano partes del poema de Gabriele D´Annunzio La lluvia en el pinar”. Son 65 versos. “Hoy he cantado en italiano el poema de D´Annunzio”, se enorgullece con razón Byung porque el contenido de tal texto es abono lírico ideal para Loa a la tierra. El libro relata sus impresiones y vivencias en ambos jardines, tejidas por filamentos de asombro y reverencia, de amor hacia todas sus plantas manifestándose por escrito con frases y a veces obvias palabras sencillas y de prosa elemental donde Alberto-luz-clara se despoja de elementos ontológicos y afirma, como lo haría un niño: “La gaviota es un animal muy encantador”. “Hay nombres de flores que son maravillosos”.  “Me gustan los caracoles con su propia casa a cuestas”., dice con sonriente sencillez. Hay fragmentos que, al llevarlos de la prosa al verso, pueden leerse como breves poemas. Una tanka, por ejemplo:

Hoy me tuvo

tan preocupado la fealdad

del mundo

que me perdí

el eclipse de luna.

Así se pueden modificar varias líneas de su prosa. “Pensar es agradecer”, afirma Byung de quien no sé si conozca la poesía de Pessoa y Alberto Caeiro. Agradecido con el exuberante florecimiento de su jardín, Alberto Caeiro, en su libro El guardador de rebaños, y estimulado por una flor, también dijo: “Creo en el mundo como en una margarita porque lo veo. Pero no pienso en él porque pensar es comprender. El mundo no se hizo para pensar en él (pensar es estar enfermo de los ojos) sino para mirar hacia él y estar de acuerdo”. “Amar es la eterna inocencia”, escribe Pessoa. Y el jardinero Han lo repite porque lo siente en cada flor que cultiva: “El jardín se ha convertido en lugar del amor”. “Los nombres de flores son palabras de amor”. “Hay en el jardín un hermoso sauce. Lo amo mucho”. “Algunas líneas de este libro son plegarias, confesiones, incluso declaraciones de amor a la tierra y la naturaleza”.

Plegarias estas del filósofo alemán-coreano, que son declaración de fe mostrándonos su creencia en Dios con matices panteístas. A quienes lo hayan leído como racionalista o agnóstico en algunos de sus libros, les podrá sorprender la confesión del jardinero Han donde Oriente y Occidente con sus respectivos matices místicos y espirituales, se conjugan en esta confesión de fe declarando su creencia en Dios:

 “Creo en Dios, en el creador, en ese jugador que siempre empieza de nuevo y que así lo renueva todo”.

Reitera Byung: “Algunas líneas de este libro son plegarias, confesiones, incluso declaraciones de amor a la tierra y la naturaleza. No existe la evolución biológica. Todo se debe a una revolución divina. Yo he tenido esta experiencia. La biología es en último término, una teología, una enseñanza sobre Dios”. La muerte de su sauce lo conmueve. Tiene la sensación de que este se desangró porque observa algo rojo en el interior del tronco: “En primavera deliraba, rodeado de un enjambre de abejas”.  Así describe con esta imagen que no es solo retrato real del sauce muriendo, sino metáfora, agonía desde la primavera hasta el otoño.

Dijo el poeta chileno Nicanor Parra que el poeta no cumple su palabra si no cambia los nombres de las cosas, pero Han, poeta en este libro más que filósofo, que el racional crítico de la sociedad digitalizada, no necesita cambiarlas. Aprende nuevas palabras y las adapta con su música y grafías a las formas de las flores, a las palpitaciones e irradiaciones del jardín intemporal en el fugaz paso de las estaciones. Estas nuevas palabras, propias del ámbito de la jardinería, crean en Byung un mundo interior con una estética personal de la naturaleza, mística y filosófica de la tierra mediante cuyo lenguaje el filósofo se comunica con las flores. Escribe, sobre los narcisos de otoño: “Esta flor no se somete al tiempo. Viene a ser una flor metafísica. Su intemporalidad deja traslucir una trascendencia.”

Hakanai, el vocablo japonés que hace referencia a lo impermanente y frágil, lo evanescente y transitorio entre lo real y lo irreal, es exacta la palabra para aplicar al tono, a los sentimientos que sus jardines despiertan en Han. Y que este, a su vez, despierta en el lector con su prosa, con las descripciones y reflexiones a partir de la presencia, el color, la forma, el ser de cada flor que cultiva. “Lo único que cuenta es el espíritu vital”, dijo Nietzsche y tal espíritu lo encontramos aquí en este libro y en cada frase y semilla sembradas por Byung. Acompaña, a lo largo del libro sin excesos como cuando leemos en algunos otros de sus libros esos coros de voces ajenas que reflejan a un escritor luciéndose con citas eruditas y su crítica e interpretación de los filósofos que lee, sus reflexiones de jardinero con adecuadas referencias. Filósofos que con anterioridad percibieron en la tierra esos elementos sagrados, vitales, y que ahora Byung descubre cada vez que excava la tierra, cuando siembra, cuando la riega, al aspirar sus aromas, al sentir la tierra como tierra en su piel y su carne. Describe tal estado de unidad como sensación de la tierra, Le produce dicha, profunda y espontánea alegría. Telúrico satori que no requiere de koanes o meditación sino de tiempo para sembrar y descubrirse uno con la tierra, con las semillas que siembra lleno de esperanza y certezas, con el florecimiento esplendoroso de sus anémonas y calicantos. Dice Byung: “Desde que trabajo en el jardín percibo el tiempo de manera distinta. Transcurre mucho más lentamente. Se dilata”. Y agrega con asombro y sensaciones que no salen de sus libros de filosofía ni de las complejas y abstractas ideas de Heidegger: “En el jardín se entrecruzan muchos tiempos específicos. Los azafranes de otoño y los azafranes de primavera parecen similares, pero tienen un sentido del tiempo totalmente.

Total Page Visits: 150 - Today Page Visits: 1

Leave a Reply