Nicolás Maquiavelo nació en Florencia en 1469 en el hogar de unos nobles arruinados, pero fue un joven estudioso, bien educado y vivió en el centro del mundo, el norte de Italia: Venecia era una ciudad de banqueros y el principal puerto europeo sobre el Mediterráneo; Roma, la sede del papa y de la política, y Florencia, un hervidero intelectual y artístico, el epicentro del Renacimiento.
Tuvo la suerte de estar cerca de hombres poderosos: los Médici, Savonarola, el papa Alejandro VI, César Borgia (hijo ilegítimo del papa) y Fernando II de Aragón, tío segundo del esposo de Lucrecia Borgia, también hija del papa y tal vez amante de su medio hermano, César Borgia.
En esta escuela descubrió los resortes del poder, una teoría política que compiló en El príncipe, volumen que se convirtió en la biblia de la manipulación, un manual cínico y preciso de lo que debe ser el retorcido cerebro de un hombre de poder. Escuchémoslo.
“Es mejor ser temido que amado. Los hombres ofenden antes al que aman que al que temen”.
“Todas las naciones bien gobernadas y todos los príncipes inteligentes evitan llevar la nobleza a la desesperación ni el pueblo al descontento”.
“El que quiere ser tirano y no mata a Bruto ni a los hijos de Bruto vivirá poco tiempo”.
“El fin justifica los medios”.
“Es mejor convencer que herir, pero es mejor matar que herir”.
Maquiavelo fue canciller de Florencia a los 29 años, cuando conoció a Leonardo da Vinci, el artista que contrató César Borgia para la ejecución de contratos públicos y oficios varios: retratos, cenas espléndidas (la pasión secreta de Leonardo era la cocina), diseños de fortificaciones, acueductos, piezas de artillería y un ascensor para 34 hombres, un ingenio de contrapesos destinado al asalto de ciudades amuralladas. Pero algo falló, 34 soldados cayeron desde una altura de 47 metros y se destriparon sin gloria alguna. Leonardo corrigió el diseño pero César Borgia perdió interés en el armatoste (tal vez andaba buscando la manera de envenenar los afrodisiacos que tomaba su cuñado Alfonso de Aragón) y el proyecto fue archivado.
Maquiavelo vivió a caballo entre dos siglos prodigiosos, el XV y el XVI, y en un país que reunía los peores vicios del poder y las mejores virtudes del pensamiento.
“La ambición de la Iglesia chocaba con los intereses del Estado y agudizaba las viejas tensiones políticas de Italia. Competían los poderes económicos, intelectuales y artísticos, se libraban combates sin merced. La riqueza y la ambición habían contratado al hierro. Había hombres excepcionales, tiranos, banqueros y mecenas, hombres de iglesia, de comercio y de ciencia, poetas, caballeros de aventuras y plebeyos, artistas, hundidos todos en un mundo nuevo, brutal y refinado, cruel y civilizado, enamorado del lujo y adicto a la lujuria. La gloria, el valor, el prestigio y el poder jugaban en las apuestas ambiciosas de los príncipes y en todas las esquinas de ese perímetro de leyes y trampas que era la ciudad. En Roma, los papas forjaban de nuevo su poder después del Gran Cisma de Occidente. Era el tiempo de la reconquista, la hora de la afirmación. El gusto del Vaticano por las ciencias y las artes, el lujo y el fasto, hacía soplar sobre Roma los vientos peligrosos de la codicia y la admiración”. (Françoise Sagan, La sangre dorada de los Borgia).
Aquí fue donde Maquiavelo aprendió que un papa puede casar a su hija varias veces para consolidar alianzas, que “la mujer es arma y flor”, que Dios ama a los fuertes, que la mentira es pecado mas no un crimen, que el poder es la única verdad y el oro el único talismán, y que la muerte puede estar cerca del príncipe, a su lado en el banquete, en un brebaje escondido bajo el rutilante rubí del anillo de la princesa.