Pedro Luis Barco D.

En 1976, cuando estaba terminando mis estudios de economía en la Universidad del Valle, se imprimió la primera de las 56 ediciones del libro “Colombia Amarga” del recientemente fallecido escritor, Germán Castro Caicedo.

Ese libro me impactó, me marcó. No solo porque la primera página del primer libro de Castro Caicedo reseñaba la guerra entre liberales y conservadores en las tierras cafeteras de mi pueblo Caicedonia, sino porque también relataba un caso alucinante: “La matanza de la Rubiera”.

En estremecedora crónica, Castro Caicedo contó que unos campesinos araucanos asesinaron en el verano de 1967, casi que por divertimento, a cuchillo, hacha, bala y golpes a 18 amistosos indios cuibas. El caso es que los asesinos alegaron que no sabían que era malo o delito matar indígenas. Solo después de 4 años de prisión, empezaron a entender, según lo refirió Daniel Samper Pizano, que “el indio no es un animal, como se les inculcó desde cuando tuvieron uso de razón.”

“Matemos a estos bichos aquí mismo, camarita” le dijo Aguirre a Jiménez, pero este respondió: “Aquí no, camarita, porque se pueden escapar algunos”. Ojo: no les decían indios ni indígenas, les decían bichos.

Porque en estas tierras del color de la esmeralda, ha valido muy poco, casi nada, la vida de los indígenas. Así ha sido desde que llegó Colón con todo su batallón. De nada valió que fueran pacíficos. Cuenta el propio navegante, en la versión de Fray Bartolomé De Las Casas, que “Ellos (los indios) no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia”.

El exterminio comenzó desde los primeros días y fue tan demencial que, 100 años después del desembarco, solo quedan 6 millones de los 60 millones que había, según lo aseveró una investigación del University College de Londres.

La “Gran Muerte” de los pueblos indígenas ocasionadas por las epidemias, guerras y hambrunas, fue tan colosal que ocasionó un regeneramiento de la naturaleza en América.

Los conquistadores emularon en ferocidad. Pascual de Andagoya, Sebastián de Belalcázar, Pedro de Añasco, Juan de Ampudia, Francisco García de Tobar, Domingo Lozano, Florencio Serrano y otros, se impusieron. Y se impusieron porque hoy en día, solo conocemos las historias de los vencedores españoles. Jamás conocimos la visión de nuestros hermanos vencido.

Por ejemplo, la historia oficial dice que nuestros indígenas “comían con agrado carne humana”, mientras las historias de los indígenas, que se cuentan de generación en generación, son diametralmente opuestas. Jesús Piñacué contó en su libro “Los Nietos del Trueno”: “refieren los ancianos que como los españoles ni cultivaban ni tenían animales domésticos y menos aun cazaban, solían comer carne de indio y guardaban sus pedazos en las alforjas de sus monturas

En la colonia, se siguió apretando con sevicia el gaznate de los nativos. Se consolidó el despojo de las tierras ancestrales y se instituyeron las encomiendas y los corregidores. la situación llegó a tal desmesura que, por la disminución de la población indígena, la corona debió traer negros del África para trabajar como esclavos. Toda una historia de horror que nos quisieron vender como novela rosa.

En la época de la independencia, tanto españoles como criollos utilizaron a los indígenas para sus propias causas. Los convirtieron en soldados a la fuerza y después los invisibilizaron en las bitácoras, hasta el punto de que hoy, a duras penas, conocemos las posturas realistas de Agualongo en el sur de Colombia y las del resguardo de Mamatoco en Santa Marta. Curiosamente no existen héroes indígenas patriotas, pese a los miles que se alistaron en los ejércitos de Bolívar.

En 1910 llegó la aplanadora. Por medio de decreto, se adoptó el “Compendio de la Historia de Colombia” de los abogados Jesús María Henao y Gerardo Arrubla como texto oficial para la enseñanza de la historia en las escuelas primarias de todo el país. A partir de ahí, solo conocimos la versión del partido conservador y la de la iglesia católica.

El texto de Henao y Arrubla fue el instrumento político para silenciar la historia indígena y europeizar nuestro pensamiento, para mostrar una historia heroica y patriotera. Lo hispánico representaba el progreso y la modernidad, mientras que lo indígena era asociado con atraso, pobreza e incivilización, como acertadamente lo afirma el historiador Alexander Cano Vargas. 

Por eso, ahora, nadie se escandaliza porque sigan ocurriendo masacres de indígenas día tras día, ni tampoco porque ciudadanos “de bien” les disparen en las manifestaciones. Nos falsearon la historia, para que asumiéramos el odio.

Así las cosas, valdría la pena que cuando en Cali se vuelva a colocar la estatua de Sebastián Moyano, en el pedestal de la colina, se escriba la verdad: “Sebastián de Belalcázar, asesino de indígenas y fundador de Santiago de Cali”. Ah, y que se coloque otra estatua con igual tamaño, la del cacique Petecuy, el de la heroica resistencia.

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