(Divertimento funerario)
VIUDO
Arrierías 90.
Luis Carlos Vélez.
Esta tarde, momentos antes abandonar la iglesia, rememoro mis últimas horas en el velatorio de quien fuera mi esposa.
Esa noche abundaron las frases de condolencia; los abrazos de cortesía, fríos como yo, y las frases oportunistas del orador de ocasión; el calor que sofoca a los presentes bajo sus trajes oscuros, y la molestia inconfesada, porque así lo exige la etiqueta, que produce la falsa cortesía.
Fue una noche de cirios, de música de alas, de llantos simulados de la numerosa concurrencia que la acompañó en la estrechez de la sala de velación, y el irrespirable ambiente hizo que en las frentes brillaran gotas de sudor, ésas sí, reales, no fingidas.
Fue ocasión para que las mujeres, con miradas al viudo adinerado, compartieran, con sutileza y en voz baja, sus comentarios interesados o dañinos sobre la reputación ajena.
Las burlas fueron implacables con los modales y los vestuarios alquilados. La tristeza no existió en la mayoría de los dolientes. El cotorreo despiadado no respetó el cadáver de mi mujer.
Antes de morir, ella dijo que no quería ser vista dentro del ataúd, y para darle gusto, hice ajustar fuerte la cinta de color lila que sella la tapa de la mirilla, y evitar así la mirada o palabras sin alma de algún atrevido.
Yo mismo puse la ofrenda floral más hermosa y costosa, justo encima de la tapa… ¡Cómo no regalársela si era la primera y única que recibiría!
La llevaron a la iglesia y el cura, por prisa, abrevió los actos fúnebres, a pesar de lo que cobró por ellos. No sospeché que mi difunta tuviera tantos amigos. Nunca me habló de ellos.
Antes de salir del velatorio y desde la puerta de salida, afuera vi caras desconocidas y curiosas asomadas a las ventanillas de los autos acompañantes.
Ahora que está por terminar la ceremonia me siento felizmente solo, y anticipo:
El cortejo tomará rumbo al cementerio. Me dormiré seguro de que el coche fúnebre me despertará al frenar en el parqueadero del cementerio.
Los dolientes bajarán de sus autos y caminarán por el sendero que conduce hacia los hornos funerarios.
Sé que mientras llega el encargado de trasladar el ataúd, los amigos de mí esposa se acercarán poco a poco entre charlas, risas, pero casi todos se marcharán antes de que el ataúd desaparezca por el agujero que lleva a la bandeja de cremación.
Una vez a solas, miraré con disimulo hacia la tumba vecina, donde sé: una mujer solitaria observa la cremación, y espera…