Arrierías 88
Luis Carlos Vélez.
*
No imaginó lo que pasaría al abrirla.
El obrero supuso que la puerta del patio comunicaba la casa con el potrero de la finca vecina.
Por última vez, en el fondo del pozo recordó el mal día en que visitó por primera vez la pequeña casa campestre de dos plantas que, ubicada entre montañas frías y lejos del pueblo, daba al paisaje aspecto extraño, siniestro. Abajo, una pequeña sala comedor, un baño y el cuarto del servicio. Hecha su revisión, aceptó el trabajo.
No necesitas salir al patio, dijo el dueño, y lo invitó a subir a la parte alta.
Arriba, dos habitaciones separadas por un baño.
Desde la ventana observó el patio encerrado entre muros altos y la puerta sellada que despertó su curiosidad.
Me casaré pronto, y no quiero reparar en gastos. Me dicen que eres maestro en reparar viviendas. Puedes hacerle cuanto quieras. No te preocupes ni pienses dos veces para pedirme lo que necesites. Sólo llámame.
Cuando el dueño, antes de salir, dijo: trabajarás solo en la casa, no necesitas ayudantes porque las reparaciones son mínimas, el obrero vio su oportunidad para investigar.
Acto seguido sintió por primera vez la dureza de la mano fría que el dueño le ofreció al despedirse. “Creo que es postiza, de hierro, parece muerta”, pensó.
La puerta al fondo del patio revivió en el obrero una vieja fobia por ellas…
Desde la niñez, las puertas entreabiertas o cerradas le generaban temor. Le resultaban misteriosas porque presentía que tras ellas le esperaban un puñal, un fantasma, algo siniestro o nada. Con el tiempo la fobia evolucionó poco a poco en temores paralizantes y de ellos, a su obsesión por abrirlas. Siempre persistió ese deseo, y ahora notaba que a medida que trabajaba lento, su curiosidad malsana avanzaba con rapidez.
Dos días después de iniciar los trabajos, no se dio cuenta cuando el dueño entró sin avisar y lo sorprendió inmóvil, con las manos apoyadas en la cornisa y mirando por la ventana hacia la puerta que lo obsesionaba, pero no le hizo reproches; en cambio y como si supiera la razón de su arrobamiento, le preguntó:
“Bonita la puerta, ¿no?”.
Pero se quedó sin respuesta.
En adelante, el obrero suspendía su trabajo en soledad para prestar atención al menor ruido. Una sensación de ahogo anunciaba la presencia de nuevas autosugestiones que llegaban sin orden preciso y con fuerza tal, que lo sumían en completa inmovilidad física y sólo le permitían como única solución, no huir como en sus viejos tiempos de fobia, sino correr hacia la puerta. No valían sus intentos para alejar de la mente la imagen de la puerta. Cada vez las sensaciones arreciaban con mayor insistencia a pesar de que cantara, silbara o pensara en episodios gratos de su pasado o en la paga que recibiría. Se quedaba quieto como estatua, con los ojos fijos y los oídos atentos al menor soplo del viento, y a suponer mil síntomas en su organismo debidos a su obsesión…
En tal estado se encontraba que, al descubrir en varias ocasiones la presencia del dueño, imaginaba que llevaba mucho tiempo observándolo y solo un mínimo llamado de atención:
Llevas quince minutos asomado a la ventana y así no rinde el trabajo. ¿Qué pasa?
Temiendo que si contestaba lo despediría, callaba. Mintió al decir que tenía problemas hogareños y buscaba la forma de resolverlos mientras trabajaba.
¿Qué problemas puede tener un hombre joven como tú?
Aunque no lo crea, patrón.
¿Qué miras, entonces?, le preguntó.
El patio es muy bonito. El jardín está llenó de flores… y…
Ah, veo que tienes gustos especiales…pero, ¿qué opinas de la puerta? Es bonita, ¿no?
Sorprendido, comprendió que sus respuestas fueron tomadas por el dueño como infantiles y quiso enmendarlas. Buscó una pregunta inteligente para ocultar su temor a que descubriera su inocultable interés, y dijo:
¿Y la puerta, a dónde va?
En extraño juego verbal, el dueño, ya al tanto de lo que desea saber, simuló no entender y preguntó después de mirar largo rato:
¿Qué puerta?
La del patio, usted dice… que es bonita…
Encaminó los pasos hacia la baranda que daba al patio interior y señaló:
Esa, la del muro en el patio.
No es una puerta, dijo el dueño. Es un dibujo de mi fallecida esposa. Quedó tan bien que parece real. Un adorno para decorar el muro. Ella se sentaba solitaria junto a él, a bordarle una cortina…
El obrero fingió quedar satisfecho con la respuesta, y fue entonces que el dueño aseguró que iba a casarse de nuevo.
El obrero no contestó. Por largo rato volvió a pensar en los comentarios callejeros: “No volvimos a saber de su esposa…”; “…él dice que se divorciaron”; “sospechamos que lo dejó por otro”; “ahí hay algo raro”.
Sintió la mano del dueño en el hombro, pesada, pero inmóvil como si fuera la garra metálica de un águila, al decirle:
Parece tan real que vas a querer abrirla, pero, ¡no vayas a caer en la tentación!
Aquella advertencia no tuvo otro efecto que, cada vez más intrigado y confundido, el obrero siguiera mirando la puerta. “Si una fobia se supera enfrentándola en todo momento, quizá pase lo mismo con una obsesión”, pensó, “¿Por qué no intentarlo ahora? Podría ocurrir que así fuera, y santo remedio. Además, ¿por qué tanto misterio?, ¿qué oculta esa puerta? ¡Qué tal si descubro su secreto!
Pasados unos días el dueño protestó cuando regresó a evaluar los progresos en su encargo:
Llevas empleados veinticinco días en una labor calculada para quince, y aún no terminas.
Falta poco, patrón. Le prometo que dos días más y termino.
¡No te pases de listo! Ni lo intentes conmigo.
Estas palabras las tomó como amenazas veladas que lo alertaban sobre la extrañeza de su situación, y más, cuando el dueño buscó la puerta de salida sin tenderla su mano “metálica”.
Antes, hizo algunos retoques aquí y allá para que lo viera trabajando, pero, apenas el dueño se marchó, volvió a la ventana. La puerta ejercía una atracción irresistible. Quería bajar al patio para investigar a fondo y despejar sus dudas.
Al otro día reapareció el dueño y puso otro semblante al revisar el trabajo. Se mostró amable y ofreció hospedarlo a diario en su casa del pueblo hasta cuando terminara el trabajo. El obrero no aceptó.
Le propongo quedarme en la casa esta noche para adelantar la entrega del trabajo.
El dueño, pensativo, se paseó largo rato por la sala, se detuvo, y dijo:
Puedes quedarte, ahorras tiempo y avanzas. En la mañana vengo y te invito a desayunar, pero recuerda lo que te dije…
Eran las palabras que esperaba. Le daban la seguridad de que no sería molestado esa noche y podría ahondar en su investigación, o al menos saber qué había tras la puerta y en qué paraba tanto misterio.
Te queda un día, recuérdalo: No te pases de listo. Mañana termina nuestro contrato.
Sí señor.
Al quedarse solo, apuró hasta terminar su trabajo, por la noche apagó las luces y, para no forzar el candado de la reja que separaba la casa del patio, bajó con cuidado por la reja de la ventana… y saltó.
Una vez abajo apenas podía respirar al entrever la puerta en medio de la oscuridad.
Recordó la prohibición del dueño:
“Ni intentes abrirla, no te pases de listo”.
Y es lo que no hizo.
Con esfuerzo, y después de violentar el candado logró abrirla…
Una vez adentro de lo que parecía un estrecho cuarto de ropas, y percibir que del pozo abierto en el centro subía un olor pestilente, alcanzó a preguntarse aterrorizado:
¿¡Qué diablos pasa aquí!?
Intentó retroceder, escapar; pero una mano fría lo alzó en vilo por la espalda y lo arrojó con fuerza al fondo del pozo.
Al caer en las aguas oscuras y profundas, el chasquido y el terror lo impulsaron a patear con furia. Braceó aterrorizado para mantenerse a flote entre aquello que al principio imagino trozos de madera que sobrenadaban.
Presa del pánico miró arriba: Primero vio encenderse y titilar la luz de una cerilla.
Y después y, por última vez, la mano fría en el borde… y el grito:
¡Además de terco, eres estúpido! ¡Te dije que no lo intentaras! ¿Pensabas cobrar una recompensa? ¡Ahí la tienes!
En instantes, la luz de la cerilla se apagó y el foco fugaz de una linterna iluminó su rostro; luego, el silencio aterrador en la oscuridad se rompió…
¡Ahora tendrás que hacerle compañía, idiota!
Miró arriba: por el boquete del pozo oscuro no asomaba nadie.
Después… la oscuridad, los pasos alejándose… y el golpe fuerte de la puerta al cerrarse…