Julio César Londoño

A los 95 años seguía caminando descalzo y rápido, usando un bastón en el que no se apoyaba: era para espantar perros, ladrones, muchachos y gente en general.

Andaba a pie y calculaba en la mente porque desconfiaba por igual de los autos y de las calculadoras. Fumaba tabacos hechos por él mismo con las hojas de la mata del solar. Era delgado, curtido por el sol, no tenía barriga y las señoras admiraban el tono de sus canas. Esputaba y bebía con regularidad. Tinto. Whisky. Chicha. Aguardiente.

Contaba con orgullo sus hazañas de la Guerra de los mil días ante un corro de nietos que lo escuchábamos en trance. Cuando se dispersaba la parvada me sentaba en sus rodillas, en la mecedora de mimbre del corredor del patio interior, y jugaba con mis rizos mientras impartía una lección particular: «Todas las mujeres son putas, mijo. Bueno, no todas, también hay tontas.

Debes decir siempre la verdad, pero no toda. ¡Mira qué belleza! (Un colibrí había bajado al patio a chupar los sanjacintos en flor). Parece un relámpago de color. Los demás pájaros son unos tullidos. ¡Sáquese los dedos de la nariz! Hasta cuando le digo que es de mala educación comer mocos en público.

No crea en curas ni en médicos. Son traficantes del miedo. Hay mejores cosas que hacer. Cometas, por ejemplo. En cuanto a la escuela… tendrá que ir, supongo. Ojalá que no lo perjudique mucho. No monte en carros. Nunca ponga su vida en manos de nadie. Una nube roja. Habrá sangre. El general Uribe era capaz de dominar un toro por los cuernos, yo lo vi un día donde las Caicedo, y era floripondio. Ya no se puede confiar en nadie. Cuide su alma, su mente, su cuerpo y su bolsillo. Lo demás es tirao. ¡Qué bellas las rosas! ¿Quién las habrá inventado? No me imagino a Dios bordando florecitas. Seguro las hace una diablesa, por eso punzan. O porque lo bello también tiene derecho a defenderse. Tu abuela es una buena mujer. ¿Por qué no se la llevará el Señor a su santo reino?

La violencia es hija de la ambición, que es hija de la pobreza de espíritu. La cosa se jodió cuando inventaron las ciudades. La ciudad nació del surco. Es un invento de mujeres, pues. ¡Son tan previsivas! Los últimos machos fueron los nómadas. Nosotros somos flores de invernadero. Pájaros ornamentales. Lo mejor es soñar, mijo, lo demás son bobadas».

Un día enfermó gravemente, el médico vino, se encerraron largo rato en el cuarto, y salieron al rato, cariacontecidos. Luego me llamó a parte y me dijo: «Te voy a confiar un secreto. Prométeme que lo guardarás». Entonces llegó la abuela, se abrazaron en silencio y el abuelo no pudo contarme nada pero yo sentí la presencia de una cosa que se apoderó de la casa, bajó el volumen de la música, hizo graves las conversaciones, volvió sosas las comidas y hasta echó a perder batallas ya ganadas en la Guerra de los Mil Días.

En un cumpleaños me regaló un juguete que andaba solo. Lo hizo con un carretel de madera (donde venían los hilos), un cabo de vela, un caucho y un palito.

Su último empleo fue una fama que le pusieron sus hermanos –que eran hombres de hacienda– pero quebró porque la carne que no fiaba la regalaba. No podía ver una mujer pobre o bonita porque ahí mismo le envolvía cuatro libras de buena carne en hojas de biao (las vísceras eran para los perros). «Tenga, mija. Hay que estar fuertes para la guerra. Salúdeme a don Antonio».

Lo alteraban los rezos. A la hora del rosario se iba para la calle, pero si estaba enfermo o llovía tenía que quedarse y comenzaba a ir y venir por el corredor mascullando blasfemias. « ¡Qué desgracia! Tanto por hacer, todo por descubrir y estas viejas lagarteando el más allá. Al cielo no dejan entrar viejas zalameras. Que perra familia. Ni una puta, ni un filósofo, ni un artista… ¡Ah, bueno, hay músicos! Algo es algo». Y las mujeres arreciaban sus salmodias, y el rezo cobraba fuerza de conjuro.

Murió a los 99 años sin pedir cacao a curas ni médicos, porque «a mí que no me vengan con brujerías ni con pañitos de agua tibia». Cuando mi abuela le sugirió la morfina para aliviar un poco los últimos retorcijones del cáncer que lo estaba matando, la rechazó. «¡Cómo se te ocurre, mija! Uno no se muere sino una vez. ¿Te imaginás el susto donde me despierte muerto?». Entonces la abuela le insistió con lágrimas y ternuras pero él se mantuvo en su decisión. «Dejáme, mujer. Tengo que estar despierto. Quiero verle los ojos a esa zorra».

La abuela le tomó las manos. Estaban frías y temblaban. «Tenía miedo», me explicó ella un día. «Pero quería tranquilizarme. Siempre tuvo miedo de dejarme sola. Pero todos tenemos miedo y todos estamos solos».

Yo conservo el sabor de tus caricias, papito, tu imagen vieja y fuerte, tus monólogos, el vicio del tabaco, la intriga del secreto que no me contaste, el carretel de madera que anda sin necesidad de pilas, y esa clásica ineptitud para hacer dinero.

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