Zenón aprovecha el apretón de manos del administrador de la prendería para entregar la cadena de oro.

El otro sonríe, frota la prenda con el paño rojo y le echa unas gotas de ácido nítrico para probar: si se pone verde oscuro está fabricada de otro metal; si cambia a tono blanco, es plata bañada en oro… Pero al no cambiar de color la pone en la balanza porque sabe que es oro legítimo. El fiel marca once gramos incluidos los dijes: crucifijo, estrella de David y el dado con puntos en cada lado.

Zenón no para de mirar de reojo hacia la calle. Sube el cuello a su chaqueta hasta las orejas y se arrebuja en ella como armadillo. Se encoge para ocupar poco espacio y busca el mejor ángulo para no ser visto desde afuera.

Necesito un buen préstamo para asistir con mi familia a un evento muy especial, dice.

El administrador descubre el comportamiento del cliente, y conocedor de su oficio, que sabe cómo disimular y consolar a los necesitados y pobres vergonzantes, dice:

Señor, no se preocupe, desde hoy usted será cliente nuestro.

Zenón pide seiscientos, pero…

Cara a cara el administrador dice que el poco peso la prenda apenas alcanza para un préstamo de quinientos cincuenta mil pesos.

Zenón suplica: haga un esfuercito… póngase en mi lugar… mire, paso por una urgencia…

Y en su esfuerzo por ablandar al experimentado negociante, cuenta lo conveniente a este descendiente de Shylock, el célebre prestamista de Venecia, y escucha pero sigue o finge mostrarse impertérrito en su oferta… Zenón, aunque viéndose perdido, no renuncia, se humilla y agotado lo conveniente, cuenta lo inconveniente hasta el último detalle…

Entonces el negociante lo repara de arriba abajo… Zenón vislumbra en esos ojos hundidos una chispa de esperanza y, ansioso y contenido, escarba con la uña la dureza del vidrio de la vitrina… El nuevo Shylock revisa sin afán el peso de la balanza, calcula, sopesa, se ¡“conduele”! y acepta… Zenón, como si liberara de sus hombros el peso de los siglos, siente que todo su cuerpo se desinfla, pero piensa: “Ahora es la mía: conservar la dignidad”, y dice envalentonado: Claro que si no le conviene, llevo mi prenda a otro lugar…

Shylock que no quiere soltar su presa, “ablanda su dureza” porque piensa: los negocios son así, obligan a “apretar y aflojar el torniquete”, y dice: No señor, no hay problema, ya mismo le entrego los seiscientos…

Lejos de allí, Hécate, la esposa de Zenón recalca con algarabía a Helena, su hija, la invitación del club social a los empleados y ex empleados de la empresa donde trabaja su esposo, para anunciar el casamiento.

Hija, debemos ir con tu padre.

Cómo crees que voy a olvidarlo. Mi novio Menelao estará allí. Es la oportunidad para que su familia vea cuán elegantes vamos.

Hasta anoche, tu padre no tenía inconveniente en acompañarnos. Solo falta que llegue sin dinero.

O borracho, remata la hija.

Terminado el tema del padre, la madre pregunta a la hija por la cara de la amiga cuando fue a pedirle que le prestara el vestido.

Ya está acostumbrada. Aunque refunfuño un rato… Mira, está en la bolsa, a un lado de la estufa.

Pero cómo se te ocurre dejarla ahí. Puede quemarse.

No veo por qué, la estufa de esta casa hace mucho está apagada.

La madre reflexiona y manifiesta con desdén el cansancio de comer todos los días lo que trae el padre.

“Comida china, y para variar, más comida china”; dice la hija.

Horas después el padre abre la puerta y enciende el único bombillo de la casa.

Camina en punta de pies por un lado de las colchonetas donde duermen las mujeres. Lo reciben el olor a grasa y sudor nocturno que invade el apartamento. No hay sillas ni televisor; menos, cuadros en la pared; en la estufa, sólo la greca pequeña con café.

Amores, llegué. En la prendería me prestaron y traje algo para celebrar.

Las mujeres adormiladas se sientan y él va hacia ellas con la cuchara, y la caja pasa de mano en mano.

El padre se pone la piyama, discute un rato en las sombras y concluye: mañana tomaré en préstamo los vestidos para la fiesta.

La discusión continúa largo rato hasta que el hombre escucha los primeros ronquidos en las sombras.

La fiesta, organizada en una de las casetas del conjunto, está en su punto más alto.

La murga integrada por cuatro músicos callejeros hace tronar los instrumentos, y la voz desafinada de su director-cantante, que además hace de presentador, apenas se escucha en medio del barullo.

Los meseros, alentados y achispados por los tragos bebidos a escondidas, hacen alarde de amabilidad y zalamería.

Zenón llega con su familia:

Camina ceremonioso, embutido como un pingüino en el frac escogido a las carreras y, ya sin tiempo de escoger otro, descubre que la camisa alquilada tiene mangas cortas, y el borde de la bota de los pantalones roza sus tobillos. Pero soporta sin palabras… es como su tocayo de Citio, todo un estoico…

La esposa, de traje rosado y peinado alto relumbra joyas de fantasía en brazos y cuello, le parece volar, cual garza que cruza majestuosa, por entre los invitados hacia la mesa destinada para ellos.

Helena, con vestido blanco ajustado que resalta sus caderas sonríe, y se tongonea como modelo en pasarela. Mira coqueta a todos lados, y con voz trémula anuncia a sus padres que su novio y su familia acaban de llegar.

Hécate, amontonada su elegancia en el asiento, finge indiferencia.

A tus suegros no les queda bien lo que visten, dice a la novia.

A escondidas, Hécate pellizca a la hija que emite un gritito:

Con-tró-la-te, hija. Di-si-mula que-ri-da, no olvides en qué lu-gar es-ta-mos.

Tranquila madre, no te preocupes. Lo amo tanto, tanto…

Zenón, que ignora la mancha roja del pellizco, cobra vida y opina:

Tu novio es el mejor partido entre los tantos miserables que tuviste…

La madre, para apaciguar los ánimos, comunica por lo bajo:

Hija, los zapatos que escogí me quedaron estrechos. Creo que no voy a resistir el baile con tu padre.

Desde la mesa de enfrente, la familia del novio, zalamera, agita las manos y mete ruido al saludar a la novia.

La novia cobra revancha al recordar a su madre qué pose adoptar.

Camina como si nada te doliera, madre.

El novio viene hacia ellos.

La presentación de cortesía y el anuncio de la boda, ocurre sin otras novedades que ruidosa, y novios e invitados salen a la pista hasta clarear la mañana.

Al mediodía del día siguiente el sol infernal derrite los cerebros y saltan las piedras.

En la esquina de la prendería, el alicorado Zenón espera con paciencia. Aprieta en el bolsillo la argolla matrimonial. Mira a todos lados y aprovecha que la calle está casi desierta para entrar de un salto… pero, ¡sorpresa!:

No está el administrador de ayer…

Señor, gusto de verlo por acá, dice otro hombre al otro lado del mostrador…

Zenón suelta la argolla; saca la mano sudorosa y, a punto del desmayo, saluda desolado a quien dice:

-Amigo, por favor, póngase cómodo. ¡Qué fiesta la de anoche! Y nuestros hijos, ¡qué hermosa pareja hacen! Siga, siéntese y me cuenta qué lo trae por acá.

El padre atortolado empieza a disimular, y contesta:

Vine a saludarlo, señor… ¡Sí, sí, qué fiesta la que hicimos!

Respira profundo varias veces y cuando cree calmados sus nervios y dueño de la situación, se apoltrona en la silla.

Pasaba por aquí y quise… ¿Cómo le digo…? ¡Compartirle nuestra felicidad… la de mi hija…! Creo que seremos familia…

Una voz conocida rompe su calma: El administrador acaba de entrar y dice:

Gusto de verlo por aquí de nuevo, señor… y ahora… ¿qué joyita nos trae…?

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