Apesadumbrado por la opaca luminosidad y el frío que nos dejó la lluvia del inicio de la tarde salí a visitar una cafetería aledaña al edificio donde vivo. En su diario acontecer era un concurrido tertuliadero. Un lugarcito pequeño, con música discreta y unas pocas mesas, la mitad de ellas dispersas en su terraza. La mayoría de sus clientes somos sus vecinos.
Ahora encontré un lugar silenciado y oscuro, con una mesa atravesada en la puerta de ingreso a manera de barrera. Ya no escuché música, ni su interior estaba iluminado. Añoré a las gentes que lo frecuentaban sentadas afuera mientras se referían sus cosas en amenas charlas. Lo que no prohibieron las leyes se los impuso la necesaria reducción en gastos de funcionamiento, pues esta crisis redujo notablemente sus ventas.
Apoyado en la barrera pedí mi café mientras contemplaba la silenciosa oscuridad de su interior. Me dirigí hacia el muro bajito que bordea la terraza y me senté. Mientras disfrutaba su humeante aroma miré de nuevo a mi alrededor. La calle estaba húmeda y resplandeciente en sus charcos y los árboles reverdecidos. Y hacía mucho frío. De pronto descubrí que alguien me estaba observando sin decirme nada. Era un hombrecito delgado, con la cara pintada de blanco, una cachucha negra y una mirada melancólica. Nos miramos en silencio durante un rato. Esta enigmática aparición era mi única compañía. De contextura famélica, parecía haberse escapado de una película de cine mudo. Estando en ese cruce de miradas escuché una música proveniente del andén opuesto, detrás de mí. Dos hombres con dos bafles pequeños y un delgado atril, con partituras, seguían con sus vigorosas trompetas los compases de unas emotivas pistas musicales. Vestían camisas blancas y sombreros de bombín negros. Los acompañaba un enorme perro pastor alemán. Mis vecinos salieron a escucharlos desde sus balcones. Y a aplaudirlos con entusiasmo. Desde mi ubicación los percibía como unos seres enjaulados que se asomaban presurosos a escuchar las alegres notas de los hombres callejeros. La jaula invertida, pues ahora eran ellos los aprisionados en sus casas que, con intervalos y aterradores tapabocas, se acercaban a los músicos para recompensarlos con alguna contribución.
De pronto recordé al enigmático mimo, pero éste había desaparecido misteriosamente. Al reiniciarse la lluvia me apresuré a retirarme del lugar, deslumbrado con lo inquietante e impredecible que es ahora nuestra extraña realidad.