(Divertimento de interioridades pintorescas)
Arrierías 91
Luis Carlos Vélez
Tarde apacible. José, Camila y Rosa pasean por la ciudad. Los padres de Rosa, estudiante de sicología, llevan veinticinco años casados.
Voces, gritos de vendedores, malos olores y ruido de buses. En medio de la multitud hacen chistes, ríen, avanzan a pasos cortos para no tropezar con los transeúntes o los puestos de frutas y verduras.
¡Qué escándalo! ¡Casi nos tumban!, protesta José.
Igual que en todas partes. Pero, ¡Qué fetidez! En el mundo se estrujan unos a otros, en silencio o con ruido, pero ocultan sus malos olores internos y externos, opina Camila.
Si tú lo dices, especialmente tú, papá, que rápido olvidas los tuyos, dice Rosa.
Una hora después, oscurece. Las luces dibujan sombras en los andenes y en las mentes oscurecidas por los resentimientos.
Al pasar frente a un salón, se preguntan:
¿Entramos?
Entremos. Vamos. Entremos. Veamos qué hay o pasa ahí…
Ojalá sea algo diferente a un día en casa…, azuza Camila.
Adentro hay pocas personas: parejas y pequeños grupos de estudiantes de pintura con sus profesores a la cabeza. Algunos cruzan miradas, cortos saludos, ninguno es indiferente a la cortesía.
Observan un cuadro…
¡Extraordinario! Opina Camila y sus ojos se iluminan.
Es hermoso, acota José con voz tranquila, indiferente.
Diversos matices, pinceladas sugerentes, lenguajes ocultos para los odios reprimidos que el pintor expone a la vista de los visitantes. Añade la hija.
Hija, no empieces…. Dice José.
Una escena en el cuadro roba la atención de la familia.
¿Qué les parece? Pregunta la hija.
Camila y José callan; miran y enfocan la mirada:
Un hombre de pie, los cabellos revueltos, el rostro enrojecido y frente a él, una mujer joven sentada en el banco. Un perro, varios transeúntes, y el chofer del auto, llenan los espacios del primer plano. Al fondo, en medio del atardecer ocre: los árboles, la iglesia y tres edificios, todos difuminados, llenan los espacios grises y sobrantes en la tela.
La familia retrocede tres pasos, como si estudiaran cada uno por su lado los matices, las pinceladas; pero no, incluso sin saber la razón por la cual se adentran en lo que no muestra el cuadro a primera vista…
Camila compara y recuerda a su padre.
José recuerda la noche en que gritó a su hija.
Para Rosa la escena representa una entre muchas escenas de peleas y gritos…
Rosa mira a su madre. José, que observa en silencio, adivina qué piensan las mujeres.
Ellas, sin mirarse, se toman las manos, avanzan solidarias por el salón a paso lento; observan a José que viene adelante de ellas, cabizbajo, pensativo.
¿Apenado? ¡Es un sinvergüenza!, piensa Camila.
¡La cara que pone, ahí sí se hace el pendejo!, murmura Rosa.
José, que alcanza a escuchar a su hija, no adivina ya: lee en sus rostros lo que piensan y percibe que lo cornearan si no hace algo pronto, y presto, intenta salvar la situación al arrojarles como mozo de espadas, su capa a la cara…
A dos cuadras de acá hay una heladería donde venden uuunooos helados… ¡de rechupete, mujeres!
¡No faltaba más… ¡Vamos!
Gritan ellas en coro; ríen y se codean.

ENTRE VAGOS DE CAFETÍN
(Divertimento amarillista)
No hablaban de otro tema.
Estaba sentado en la mesa vecina y, al descubrir entre ellos a un amigo, por curiosidad decidí quedarme hasta saber en qué paraba su cháchara.
-A la edad que tengo nada me sorprende, ni siquiera las críticas al trasplante que le practicaron a nuestro jefe. – Dijo uno de los contertulios.
-Los medios llevan años creando la realidad que les conviene a sus patrocinadores- aportó una segunda voz.
-Nos convirtieron en una masa informe, nos masificaron y domesticaron-, agregó el escritor rebelde, quien mal vive de dirigir talleres literarios para recibir dádivas gubernamentales.
-Es inocente nuestro ilustrísimo representante- anuncio el cuarto hombre que a esa hora de la noche departía en este cafetín de mala suerte y peor clientela.
-Y les tengo un dato, los jueces declararon en su sabiduría, que la culpa de todo lo hecho por nuestro prohombre, no tiene relevancia y el peso de la justicia debe caer sobre las manos del ladrón- sentenció el más parlanchín vendedor de periódicos.
Con la curiosidad del chismoso, en casa, encendí la tele y el lector de noticias informó: “voceros de la fiscalía sentenciaron: el médico que realizó el trasplante de manos, es el culpable”.
En ese momento recordé al político a quien un accidente de tránsito dejó en condición lamentable: Perdió la mano derecha, y tuvo una lesión severa en la columna vertebral que hizo temer una invalidez permanente. Me pareció un comentario incompleto, porque según personas allegadas al político, el médico sólo tuvo que ver con la cirugía, y como en todas se corren riesgos…, para curarse en salud hacen firmar al paciente una autorización…
Al periodista de la tele le faltó decir que los mejores especialistas del mundo fueron traídos al país, pagados sus servicios profesionales con fondos públicos, y una vez finalizada la evaluación del estado general de salud, aconsejaron el trasplante.
Sólo faltaba la parte más difícil, un donante voluntario. La recompensa ofrecida, estimada en una suma millonaria, trajo como consecuencia la aparición, en sitios apartados, de cadáveres a quienes les amputaron ambas manos.
La familia y las autoridades tuvieron que echar atrás la oferta porque no especificaron si la derecha o izquierda, y sus asesores encontraron la solución final cuando lograron que el director de la morgue local donara la mano derecha de un hombre, de quien no dieron identificación ni mínimos detalles sobre el cómo cuándo y dónde lo mataron.
La cirugía fue un éxito. El prohombre volvió a su curul y a las andanzas hasta el día en que lo sorprendieron por enésima vez defraudando al erario, y sus acólitos tuvieron que pagar a los medios para acallar aquel escándalo.
Vinieron las consultas, la preparación de informes, los rápidos estudios y las sabias decisiones de los encargados de contratar pintores para limpiar su imagen en las vallas instaladas en valles, calles y caminos. Nada se dejó al azar, decían y, cuando contaron y celebraron en avances noticiosos y repetitivos su salida salomónica, apagué el televisor porque, además:
Difundían al público televidente la especie de que los malos manejos no se debían al político de reconocida carrera impoluta, sino a la mano trasplantada que, “hechas las exhaustivas investigaciones de rigor y en honor a la verdad, perteneció a un ladrón muerto en extraño ajuste de cuentas”.