Cae la tarde y por la Av. Colón del segundo municipio más grande del Quindío transitan uno, dos, tres, cuatro… carros particulares, tres motocicletas, un taxi, una bicicleta y un autobús.

Ya comienzan a encender los equipos de sonido de lascantinas que hace años se instaurarona mano derecha, saliendo de Calarcá hacia el Valle.

La gente pasa, quizá de regreso a sus casas, llevan en el rostro el peso de la jornada laboral.

Nadie es eterno en el mundooo

Ni teniendo un corazóoon…

Que tanto siente y suspira…

 Por la vida y el amor.

Se escucha desde La cantinita, mientras un joven recién perfumado organiza las mesas en el pasillo.

La música se mezcla con el ruido de los carros, de la gente que camina conversando, se confunde con los pitos, con el humo, con susurros de epitafios… se forma una masa incomprensible de sonidos,de nostalgia, de muerte.

Los susurros vienen del lado izquierdo de la carretera, a través de un gélido viento. A ese costado, el bullicio sediluye en un silencio sepulcral.

Aún detenida en La cantinita y embriagada por el perfume del joven, miro hacia la acera de al frente, la de la izquierda de la avenida.

Hay un terreno cercado por rejas, flores y columnas blancas, unas con puntas redondeadas, que parecen naftalina, y otras con tétricos santos en su parte más alta.

Entre las flores y las rejas se asoman dos cascosamarillos. No me aguanto las ganas de cruzar para ver más.

Ya agarrada de las barandas, veo un extenso lote y, en él,pequeñas placas que sobresalen por encima del pasto. Algunas, muy suntuosas, adornadas con flores y bien podadas; otras, abandonadas, que se confunden entre el prado.

Por un amplio camino, ahora despejado de las tétricas rejas que obstaculizaban el paso, se puede ingresar a la propiedad.En el aire solo hay soledad, pero allí continúa aquella pareja de hombres de casco amarillo ordenando las flores del lugar.

Uno de ellosinterrumpe sus labores y levanta la cabeza.

  • ¡A la orden! alzala voz.

Una joven con pinta de universitaria le pregunta por el sepulturero. Él le contesta:

  • Y…¿Para qué sería?

El cielo se congestiona. Empiezan a salpicar pequeñas -pero muchas- gotas de agua sobre ellos y la tierra.

La joven le explica que quisiera entrevistarlo y conocer un poco sobre su trabajo.

  • Nooo, madre, a nosotros nos molestan mucho esa clase de cosas. Mi papá y yo nunca hablamos de eso.

Ella insiste, quizá una mirada pícara sea suficiente…

Él voltea a ver a supadre, quien le responde:

  • ¡Hágale usted, yo sí no!

El joven, que tiene unos ojotesclaros, mira a la muchacha, que por la lluvia ha perdido ya la fijación de su peinado. Entonces,él se quita los audífonos, ahí es que me fijo en sus orejas entierradas:

  • Es no más por hacerle el favor, si quiere vamos a uno de esos mausoleos para que no nos mojemos más.
  • La joven asiente, agarrando su cámara,
  • ¡No, no, no, no. Fotos sí no! Le dice él.

Ella se queda perpleja y ni siquierainsiste.

Caminan en silencio hasta una pequeña construcción, blanca y abandonada, que es ahora su resguardo. Están rodeados de osarios, paredes llenas de placas con tantos nombres de quienes ya no están. Cuántos gusanos, carnes descompuestas, huesos, ropas… se cuecerán ahí dentro.

Reparo las manos ajadas del joven, mientras escucho cuando ella le pregunta:

¿Cuál es su nombre?

  • Me llamo Luis Eduardo,igual que mi padre.

Ella insiste:

  • Perdón, ¿Luis Eduardo qué?
  • Solo Luis Eduardo, mis apellidos no se los digo a nadie. A uno tan solo con el nombre completo le pueden hacer cualquier maleficio.

Ya han pasado más de ocho años desde esa tardegris en la que fisgoneaba el cementeriodeCalarcá. En ese entonces, don Luis llevaba27 años trabajando allí; tres de ellos, ya pensionado. Por esto, su hijoentró a reemplazarlo, pero siguen trabajando juntos. De hecho, todos los días don Luis le da instrucciones, pues, según dice, el joven aún no conoce todas las exigencias del oficio.

Por fin, don Luis se anima a acercarse y los invita a pasar a la casa. Ellos lo siguenbajo la lluvia, sobre las tumbas y atravesando los mausoleos.

Caminan comentando lo difícil que es mantener bien el cementerio y recuerdan cómo el día del terremoto, ese cruel 25 de enero de 1999, las tumbas se abrieron, los osarios se cayeron y todos los restos mortuorios quedaron combinados en el piso, sin que ellos pudieran distinguir cuál iba en dónde.

Sin salir del cementerio, entran, por una puerta metálica, a un amplio solar que pertenece a la casa donde ellos y su familia habitan, ahí mismo, al pie de las tumbas.

Me las ingenio para seguirlos y continuar escuchando.

Como si yo fuera un fantasma más, no advierten mi presencia.

Se sientan, cordiales, pero distantes. Qué frialdad tan incómoda, no parecen quindianos. Serán las costumbres de vivir en medio de la muerte…

Muy temprano cada mañana, Luis Eduardo –hijo- se pone su overol beige, un par de botas pantaneras y su casco de construcción, si tiene algún entierro, exhumación o si de hacer algún mantenimiento se trata. De igual forma lo hace su padre, pero él, en cambio, ya no utiliza un overol, simplemente un blue jean y una camisa fresca, con su par de botas –también de caucho- y el casco amarillo, de ser necesario.

  • El número de entierros que hacemos a diario varía. Hay días que no tenemos muertos, otros hay uno, dos o tres.

Cotidiano… nada del otro mundo.

Ellos no le temen a la muerte ni a los muertos, tampoco a la labor que desempeñan.Dicen:

  • Es un trabajo común y corriente.

No obstante, son reacios a comentar cualquier aspecto de su vida con aquella joven, que de lo único que no tiene pinta es de querer hacerles daño.

Ellos nunca han visto un espanto, señalan que los muertos, muertos están. Ni espíritus, ni almas vagando, ni nada de esas cosas. Más miedo les tienen a los vivos, pues es frecuente encontrar bajo la tierra, junto a las tumbas que no tienen pasto, elementos que solo pueden ser utilizados en brujería y maleficios.

Un frasco que encierra conjuros, ajo, pelos, gusanos, lombrices, canela y el nombre completo de alguien; o tal vez una fotografía o un muñeco lleno de alfileres. Esto sí es típico que se lo encuentren por ahí enterrado.

  • Nosotros no debemos cuidar el cementerio de los muertos, lo debemos cuidar de los vivos.

No es extraño que don Luis Eduardo deba sacar del lugar a personas que vienen a hacer entierros o cualquier cosa diferente a visitar a un difunto,asegura:

  • Hay desquiciados que se atreven a entrar para tener sexo en algún rincón, será que tal vez el hecho de hacerlorodeados de muerte resulta más excitante.

De los satánicossí que deben cuidarse:

  • ¡Entran a tomarse fotossemidesnudos con las tumbas, a enterrar cosas extrañas!Incluso, a llevarsela tierra.Dicen que es especial y un ingrediente efectivo para hacerle daño a la gente.

Cuando estaba viendo el cementerio desde La cantinita pensaba en el misticismo en torno a ese lugar. Fantaseaba con husmear para escuchar historias de espanto y energías extrañas. Sin embargo, como dice don Luis Eduardo –papá-:

  • A la gente le gusta hablar, inventan mucho. En este lugar no hay nada a qué temerle, diferente a lo que algunos vivos tratan de propiciar.

Y es que cuentan que los mismos que ofrecen la cura para los maleficios entran en la noche a hacer el entierro que van a descubrirle al día siguiente a su cliente, como confirmación de que le estaban haciendo brujería.

  • A esos vivos es a los que hay que tenerles miedo.

Luis Eduardo -hijo- agrega:

  • En el cementerio se siente un aura, una paz, que en ningún otro lado de la ciudad se puede encontrar. Solo la interrumpe el ruidode las discotecas, sobre todo por la noche. Con esa bulla no dejan dormir.

Antojada de un sorbo de ese café que le ofrecieron a la joven, continúo escuchándolos.

Cuentan que no toda la gente que los visita lo hace con malas intenciones:

  • En realidad, los malintencionados son pocos.

Hay quienes acuden a recordar a sus seres queridos y mantener en buen estado las tumbas. Otros ingresan para leer en algún rincón o para reflexionar y luego salir tranquilamente.

Es posible que ellos también reconozcan la paz de la que los Luises hablan.

Hacía más de 25 años que don Luis Eduardo había llevado a su familia a vivir al lado del cementerio y aseguraban que nunca les habíaocurrido algo paranormal.

Es una familia fría, incluso el tinto se ve helado, ya no se me antoja. Sin embargo,admiro su rudeza.

Ellos duermen al pie de los muertos y se levantan cada día a visitarlos. La muerte es su vida.Tienen la misión de velar porel eterno y pacífico descanso de los difuntos de Calarcá.

Sin anécdotas fantasmagóricas, sin un buen tintico, ni una foto de los Luises, ni de su casa, ni de su familia… me fui.

Salí sigilosa, pero, desde esa tarde de mayo de 2013, sueño con regresar.

Quisiera verificar si aún existe La cantinita y volver a embriagarme con el perfume del joven mesero, mientras escucho a Darío Gómez o al Charrito Negro y, de paso, me canto un verso de esos que quiero que pongan el día que yo me muera:

            Cuando yo me muera… No quiero que lloren.

                        Hagan una fiesta…

                                               Con cohetes y flores.

Deseovolver, cruzar esa calle y entrar sin ser vista, quizá para leer bajo algún mausoleo y, por qué no, para después echarle una miradita pícara a alguno de los Luises, a ver si ahora sí me cuentan anécdotas de una que otra noche tétrica. Alguna historia de las que le ocultaron a aquella joven, de pronto por un pacto de silencio o,dios no lo quiera, porque ellos mismos eran fantasmas.

Cómo me gustaría regresar, tocar esa puerta metálica y saber, al menos, cuál es el misterioso apellido del sepulturero.

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