NO ME sorprende esa extraña salmodia de la anciana quien todos los sábados, desde las seis de la tarde, recoge pequeñas conchas por la playa.

Con la única mano que tiene.

La izquierda, esta mano de largas uñas pintadas de azul cobalto.

Digo anciana. Esta anciana y su cántico.

Y eso pienso, aunque no siempre la perciba así.

Bajo tenues pinceladas de luz de luna menguante, bien puede tener 35 años, 54 años, 66 años o 1080 meses.

Si a las seis en punto no la vemos deslizando por la arena húmeda su desplegada falda de crepé verde, es porque no vendrá.

O tal vez resolvió tararear su canción en otra playa.

Lejos de Barú.

Digo Barú, porque esto que relato es histórico.

No un espejismo poético por el cual camina la anciana de los caracoles marinos.

Y su extraña salmodia.

Tampoco es metáfora.

Ella es una mujer de carne, y piel morena, y huesos.

Pausada al caminar.

Carece de una mano y su cabello es rizado.

Maqroll me lo refirió, cuando supo que yo también la conocía.

No es el momento adecuado para relatarles cómo y dónde conocí a Maqroll.

Por lo menos en este momento que voy tras de ella, no lo es.

No es el momento para decirles por qué Maqroll tenía en sus manos una antigua cimitarra sarracena.

“¿Sabes cómo se llama esa mujer?”, preguntó este.

“No lo sé”, le dije.

“Se llama Desislava”.

Y mientras relamía las cuatro sílabas del vocablo, De-sis-la-va, Maqroll saboreó este medieval nombre como si fuera una copa rebosante del whisky denso con que tanto le agradaba embriagarse y trastornar a sus amigos.

Durante sus nocturnas correrías por la playa de Barú, yo acechaba a Desislava sin que ella lo supiera.

Digo Desislava y ella parece rejuvenecer.

Barú en el crepúsculo y las primeras horas de la noche.

Nunca fui más lejos.

Prefería esperarla en cualquiera de mis sueños.

Tal vez ella me había descubierto en alguno de los suyos.

O esperarla por allí, en algún discreto rincón de Barú.

Fue en uno de los fiordos de Islandia, el Faxaflói, que Maqroll el gaviero la encontró.

“Por supuesto”, afirmó este, “la encontré vestida con su larga falda de crepé verde y también allí la mujer recogía caracoles vivos o muertos, musitando esa extraña salmodia que usted y yo le conocemos.

“Si su mochila era de confección Arhuaca o Wayuú, no lo sé.

Más que averiguar la materia prima de su morral, siempre me interesó vislumbrar el color de sus ojos entre la fosforescencia de la luna”, me explicó el nómada viajero.

No era de extrañar que los caracoles mismos, o quien desde las seis de la tarde hasta las ocho de la noche le enviara a la anciana estos confiados moluscos, facilitaran a Desislava otros puntos de encuentros con ellos en distantes playas y distintas arenas, para dejarse atrapar.

“De la nocturnal Desislava, mujer de 23 o 66 años de edad, no voy a revelarle sensuales pormenores de cuando la vi desnudarse en la playa y correr hacia el blanco y rumoroso oleaje,

mujer de 1080 meses

colgando en su espalda una mochila arhuaca, tejida con lana de oveja”, aclaré a Maqroll.

No me sorprenden las olas ni su infrecuente movimiento, tan pronto escuchan modular la canción, oración o mantra que ella balbucea.

Ni me asombran los fastuosos caracoles ancorando sobre sus pies descalzos, en acción marina de inexplicable solidaridad con su suave manera de entonar sorprendentes versos.

Ni el momento cuando ella llega al sitio donde hay encallada

entre la arenisca una canoa de abedul,

con parte de su proa sepultada entre la arena; ni cuando sube ágil en ella y desde allí lanza al mar, uno tras otro, los caracoles que recogió, dándoles nombres de personas.

Tampoco me sorprende su tierna manera de repetir el nombre de Marduk.

Y mucho menos, -lo repito porque podrán creer algunos que me encandilo fácil con estos habitantes del océano- mucho menos me impresiona el imponente tritón que, de manera súbita, emerge y atrapa el último de los caracoles al cual Desislava le da nombre de mujer.

Soy sincero, de verdad me impresiona y lo mismo le sucede a Maqroll, la manera taciturna como la anciana silba cuando regresa a su casa.

Silbido que es volátil murmullo de oleaje entre su boca.

Ese silbido tuyo, Desislava, de agua salobre escurriéndose por tus labios, con el que pareces darle nombre a tu salmodia, es el que me impresiona y me induce a seguirte cada vez que vienes a esta playa.

Esto se lo relató, Maqroll, al protagonista del texto anterior. Bien puede quedar aquí, al final como epílogo de la historia o incluirse en cualquier fragmento del mismo: “Los historiadores le narraron al rey Abdalmalek ben-Merwan que, cuando Ricardo Corazón de León se encontró en las cruzadas con el sultán Saladino, aquel creyó necesario exhibir las virtudes de su espada, cortando una sólida barra de hierro. En respuesta, Saladino tomó un cojín de seda y lo partió en dos con su cimitarra, sin esfuerzo, como si el cojín se abriera por sí mismo. Los cruzados cristianos no podían creer lo que observaban. Y como sospechaban que se trataba de un truco, entonces Saladino lanzó un velo al aire y con su arma lo desgarró. Su cimitarra curva y delgada brillaba, no como las espadas de los francos, sino con un color azulado marcado por una miríada de líneas curvas distribuidas al azar”.

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