Si bien en épocas del colegio suceden historias inadvertidas para la mayoría, y otras permanecen en el recuerdo o en el olvido de cada estudiante, vale pensar qué podemos hacer con aquellas que perduran con fuerza al cabo de los años.
Recién creado el colegio nocturno Liceo Universitario, y ante la dificultad de una edificación donde funcionar, hechos los trámites en la secretaría de educación, el colegio Rufino José Cuervo de Armenia concedió sus salones a los estudiantes del Liceo.
Terminada la jornada de la tarde los rufinistas cruzaban en su camino con los liceístas hombres y mujeres.
Después de uno de estos cruces de horario, y al abrir su pupitre en la mañana, Roque Guaduales percibió el suave perfume en el trozo de hoja de cuaderno que encontró, y leyó la nota escrita con letra pulida y pequeña:
“Por favor, no me mueva el pupitre y cuando se vaya déjelo limpio”.
Y a renglón seguido, las iniciales. Acercó el papel, olió y dedujo…
Aunque más parecía una orden que la solicitud de un favor, por curiosidad la guardó en su cartera a la espera de conocer y conversar alguna noche con su autora.
Durante dos meses cruzó mensajes con la estudiante desconocida. Las notas subieron de interés hasta terminar en el coqueteo epistolar que no pasó de cinco líneas o media página de escritura.
Por descubrir a la autora, una tarde demoró su salida del colegio. Intrigado subió al segundo piso a investigar. Al notar que la puerta de su salón estaba entreabierta, cruzó lento frente a ella y, al saber quién ocupaba su pupitre, satisfecho bajó a pasos largos las escalas en busca de la calle.
Días después esperó su salida hasta la hora de descanso, y con una de las notas en la mano se acercó para decirle:
“Hola, soy el estudiante a quien usted envía estas notas. El mismo que mueve el pupitre de su sitio y, según usted, lo deja sucio”.
La estudiante de cabello rubio, ojos chispeantes y nariz respingada, dijo sonriente:
“Huy, cómo así. No esperaba esto…Sentémonos allí…”.
Por sacarla de la sorpresa, no aceptó sentarse en la escalas de cemento y la invitó a la cafetería donde hablaron banalidades hasta la última campanada que anunciaba el regreso al salón. No hubo gaseosa, pan ni golosinas porque no las aceptó, pero dio a Roque la dirección de su casa. Más tarde, y por ella, supo que tenía una hermana melliza y vivía en el barrio El Recreo. Por otros estudiantes supo que tenían novios liceístas.
Varias noches recorrieron el camino a oscuras y hablaron desde colegio hasta el hogar de la liceísta y, ante la negativa de Roque a entrar, conversaban en el antejardín. Pero una noche hablaron más de la cuenta…
Las luces de la casa se apagaron y asomó a la puerta una señora para decir en tono de regaño y agitando las manos:
“¿Usted no sabe, joven, que ella tiene novio militar y paga servicio lejos de acá? Y usted, señorita, ¡se me entra ya mismo… tenemos que hablar…!”.
Ante esta situación, y para no pasar como tercero en disputa, Roque evitó nuevos encuentros. Suspendió las notas de respuesta a las explicaciones que ella pedía, ya no como notas en trozos de papel, sino cartas en páginas enteras.
Decidido a terminar su amistad no contestó, pero guardó las notas de la muchacha en un libro viejo, hasta que las olvidó y desaparecieron. Conservó sí, en el recuerdo, la belleza de la autora y la corta historia de aquel cruce de notas.
Más de veinte años después, una tarde en que caminaba por el barrio El Recreo con otra amiga, Roque recordó las notas y cartas perdidas, y de regreso a casa, en solitario pensó que valía la pena dejar que la imaginación jugara y, ¿por qué no?, cambiar aquella realidad pasada que, aunque reflejara una historia de ausencias y esperas románticas, mostrara su cambio de aptitud y capacidad para afrontar y superar la lejana adversidad de aquel suceso inevitable.
Al entrar a su cuarto, ya tenía en mente el inicio del texto. En la madrugada, le bastó el recuerdo de los ventanales del colegio húmedos de lluvia, el poema que alguna noche escribió y no le envió, y cuanto sirviera como alusión a la lejana historia de un amor fallido, mismo que quizá vivió vive o vivirá cualquier estudiante, y ponerle por título: Carta de amor.