Esta noche y de nuevo he vuelto a sentir pasos y ruidos sobre el techo de la casa, como sucede siempre que mi papá y mi mamá se insultan y se dan golpes. El tren de las seis será mi salvación. He aguantado demasiado estas garroteras entre ellos. Mañana me vuelo para Armenia, Pereira o Manizales. Esta noche el agarrón comenzó porque mi mamá apareció con una cajita redonda de polvos faciales Flores de Niza, un encrespador de pestañas y un espejito con vidrio de aumento. Mi mamá ha dicho que todo es un regalo de Fanor, el nuevo cajista de la imprenta; que se los regaló porque los encontró abandonados en un asiento del bus que coge para ir al trabajo. Mi papá le ha puesto un ojo morado a mi mamá, que ahora llora en la cocina. Le ha dicho que ella le está parando bolas al nuevo cajista, que es mentira que él se los haya encontrado en el bus. Desde que Fanor entró a trabajar, ellos pelean más que antes, mi mamá permanece menos en la casa y mantiene retrasada con la encuadernación del pedido de las libretas de percalina verde. Como mañana es día de fiesta, mi papá no va a abrir la imprenta. Parece que se va a cambiar de ropa para irse a tomar al bar de Clímaco. Entre lágrimas, mi mamá le ha gritado a mi papá que él ha utilizado lo del regalo de Fanor como excusa para poderse ir a tirar paso, emborracharse y pasar la noche con la moza que se consiguió en Palmira y ahora trabaja en el bar de Clímaco. Mi papá ha salido del baño envuelto en una toalla y puño en alto hace el ademán de asestarle un golpe, esta vez en el ojo bueno. Mi mamá grita, se cubre la cara con sus manos y sale corriendo hacia el cuarto de ellos. Yo trato de intervenir y acabo tirado en el piso de un empujón que me ha dado mi papá. De nuevo pienso en el tren de las seis, el que sale para Armenia. El porrazo me ayuda a ratificarme en mi decisión. Del radio AEG, recién comprado para el día de la madre, surge la voz de una cantante con un bolero de moda: “No me escribas yo prefiero no tener noticias tuyas, tengo miedo mucho miedo que tus cartas me hagan mal…”. Dejo a mi papá alegando mientras se afeita y me refugio en mi cuarto. Adelina, la muchacha que trabaja para nosotros, está terminando de hacerle trencitas a su hija de cinco años. Me mira al fondo de los ojos, se percata de que mi papá no la vea y me dice algo inaudible pero que interpreto como una muestra de solidaridad conmigo. Hace dos días, estando solos, le mostré una revista escrita en inglés que me encontré en la imprenta y traje oculta; tiene muchas fotos de mujeres y de parejas desnudas. Ella también se excitó y mientras la niña jugaba en el patio con otras niñas vecinas, me llevó a su cama, en el cuarto donde se guarda papelería impresa y, por estos días, el arrume de libretas verdes que encuaderna mi mamá. Me tocó, y al comprobar que estaba listo, se alzó la bata, se bajó unos calzones blancos de pepitas, se recostó sobre el bordo del colchón y me ayudó a desvirgarme. De mis compañeros de clase sólo faltaba yo. Ahora, al verla con su hija, presiento que me va a hacer falta cuando recuerde lo que hicimos o cuando me antoje del dulce de piña que me cocinaba. El portazo de mi papá al marcharse me sobresalta. Mi mamá le lanza un insulto a manera de despedida y casi enseguida se mete al baño. La oigo maldecir su suerte, el estado de su ojo enrojecido y la desgracia de haberse casado con él. Le pide a la sirvienta que le lleve un cubo de hielo. Comienzo a diseñar mi plan de huida. Sisando los mandados de los últimos días y guardando con esmero los centavos que me dan para el recreo en el colegio, he reunido lo suficiente para pagar el pasaje en tercera clase, en el caso de que el inspector del tren me pille aunque es imposible porque es fácil evadirlo cuando comienza a revisar y perforar los tiquetes. El recurso de estar siempre un vagón delante de él no falla y cuando llega al último se tiene el recurso de pasar por un lado de él, señalarle un grupo de viajeros en el fondo. El inspector cree entender que una de esas personas es el padre, en tanto que uno corre veloz al primer vagón, luego se esconde en el baño y así, jugando al gato y al ratón, pasan las ocho horas que dura el viaje. Empaco en una chuspa de papel un bluyín, una camisa nueva con estampados de las noticias de prensa de la Vuelta a Colombia, unos calzoncillos, un par de medias. Dejo bajo la cama los mocasines del colegio y alisto los tenis Croydon. Mi mamá ha salido del baño tras media hora de quejarse, llorar y cantar “Cenizas”, de Toña la negra. Se ha bañado y arreglado el pelo negro y largo que le cae sobre los hombros. Sin dejar de cantar, en su cuarto comienza a maquillarse. En minutos consigue disimular la tumefacción de la ojera, lo que llama el ojo colombino. Luce bonita, fresca y alegre. Vuelve a consultar el reloj de péndulo del comedor. Son ya las nueve y media de la noche. Intuyo que va a salir. Sin quitarme la camiseta, y en calzoncillos, me siento en la cabecera de la cama. Abrazo una almohada con la intención de poner encima la cabeza, sin acostarme, porque tengo que evitar que me domine del todo el sueño y pierda el tren de las seis de la mañana. Como la estación está más o menos cerca, sé que puedo marcharme a las cinco de la madrugada. Justo antes de que logre acomodarme del todo, apenas apagada la luz de mi cuarto, escucho silbar en la esquina. El silbido me hace presentir algo que corroboro con sólo pararme en la cama y mirar por la ventana. Medio oculto en la esquina está Fanor, el nuevo cajista de la imprenta. Vuelvo a la cama, finjo dormir y mi mamá abre la puerta un poco, me echa un vistazo y sale de la casa con cautela. Vuelvo a mirar por la ventana y los veo juntos abordar un taxi. Un cuarto de hora más tarde, se abre la puerta de mi cuarto. Es Adelina, que me insinúa su deseo de que lo hagamos otra vez. Yo, que siento miedo y remordimiento por lo que hicimos, la rechazo con un gesto. Ella se encoge de hombros, cierra la puerta y se va para su rincón en el cuarto de la papelería. De nuevo siento ruidos sobre el techo de la casa, que es de un piso y está situada en el Barrio Porvenir, en la calle 30 con carrera cuarta, es decir, que de aquí a la calle 25 con carrera quinta, por donde está la estación del ferrocarril, me gastaré menos de quince minutos…
Un estruendo como nunca he sentido me ha despertado. Vuelo por el aire. Tenía la espalda pegada al testero de la cama, y la pared de bahareque se ha desintegrado. El techo se ha caído a pedazos y deja ver el cielo y una gran humareda rojiza. Todo es un mar de polvo, se ha ido la energía eléctrica. No puedo ver bien. Oigo gritar a Adelina: “se murió mi niña Dios mío, se murió mi niña”. Estoy de pie y camino como borracho hacia el cuarto donde están Adelina y la papelería. Ella no tiene ni un rasguño, igual que yo. La salvaron de la explosión la papelería y las libretas verdes acumuladas, no así a su niña, que le cayó una viga en la cabecita y la mató al instante. No sé qué me salvó a mí pero aquí estoy, tratando de ayudarle a Adelina a retirar la pesada viga de madera que le destrozó el cráneo a su hijita. Me pide que vaya a buscar ayuda y salgo a la calle de inmediato. Como en una pesadilla, igual a las que sufro cuando tengo fiebre, veo gente sangrando, quemada, desnuda. En las calles tropiezo con cadáveres mutilados, renegridos por las quemaduras. Muchas casas arden. Comienzo a sentir el ensordecedor sonido de sirenas y carros de la Policía y el Ejército. Sigo caminando como en sueños. Me siento extraviado, ya no reconozco las calles, casi todas las casas han sido destruidas, están en el suelo o han sido borradas. Adelina y su niña se van alejando de mis propósitos y ahora pienso en mi papá, en mi mamá, en mis tíos y con rabia recuerdo a Fanor. El instinto me lleva a buscar a Gráficas Heildelberg, la imprenta de mi papá. Camino y camino por las calles que presumo cercanas al local. Luego de un tiempo indefinible, a lo lejos alcanzo a distinguir a varios bomberos sofocando otro incendio. Sin despertar de la pesadilla que he sufrido hasta este instante siento que me sumerjo en una nueva: ahora estoy ante el derruido local. Con sorpresa y horror veo cómo sacan el cuerpo de mi papá y tras descartar cualquier posibilidad de vida lo amontonan con otros cadáveres. Grito con toda mi capacidad de dolor y asombro. Trato de abrazarlo. Alguien me aparta del cuerpo magullado y sangrante. Son unas manos benévolas pero firmes. Es lo último que recuerdo antes de sentir que caigo en un enorme pozo de color rojo que huele a pólvora y papel quemado.
Mis catorce años no son impedimento para comprenderlo todo de un golpe que, por momentos, es más y más cruel. Cali ya no es Cali, como no puede ser ninguna ciudad con ciento veinte manzanas afectadas por la explosión. Con miles de muertos, heridos, desaparecidos. Una estación de la que ya no saldrá el tren que habría de llevarme lejos de casa, a salvo de las batallas de mi papá y mi mamá. Estoy en manos de mis abuelos paternos. Dicen que me llevarán con ellos para Armenia.
Pasados los días, casi todo se sabe. La prensa está amordazada, dicen los viejos. También la radio. Sin embargo, se conoce que ocho camiones cargados con dinamita estallaron cerca de la estación del ferrocarril y el cuartel del Ejército. No se sabe quién fue ni por qué lo hizo. He oído a un tío comentarle a otro tío que mi papá murió porque a la hora de la explosión de los camiones con dinamita, estaba trabajando en la imprenta, solo y a escondidas, porque había decidido recibir un trabajo de falsificación de estampillas de rentas departamentales. El cadáver de mi mamá fue encontrado lejos de la casa. Por el milagro de estar vivo, hice la promesa de no contar con quién estaba ella aquel siete de agosto a la una temprano.