“Nadie ama tanto su patria como aquel que escoge la carrera de las armas y compromete en ello su propia vida”

Arrierías 85

Juan de J. Herrera González

HONORES AL FERETRO, ¡Atención presenten!… ¡Ar!… La voz de mando, grave, sonora, rompió el pesado silencio vespertino y explotó en mis sienes como bofetada candente.  Mi alma indiferente y extenuada desde el momento mismo de la muerte de Corcheíta, repetía ante el cadáver y como homenaje póstumo, sus canciones.

   La milicia nos había encontrado en un batallón y nos convirtió en hombres de guerra; cada quien en su reclutamiento recibió aparte de prendas, apodo característico de su tierra, su fisonomía o afición; Remache por baja estatura, Corcheita por entendido en cosas musicales. Ellos y yo, fuimos a parar al Sur del Tolima en la famosa Operación Marquetalia.

   Corcheíta y Remache, hicieron rara amistad y conformaron un dúo émulo de Los Cuyos; su canto tantas veces repetido a la espesa montaña, se convirtió en algo nuestro, nos pertenecía; sus melodías identificaban nuestras vidas y se transformaron en algo propio como ración, botas o armas.

   Corcheíta y su guitarra mantuvieron ese ambiente humano, romántico, melancólico de un grupo incrustado en aquellos montes, desconectado del resto de la patria aferrados a esa música para no perder moral y sensibilidad.  Su compañero de canto “Remache” hacía la segunda voz; sin guitarra, seguía el ritmo con palmas o pies.  De todas maneras, nos llevaban cada noche de la angustia de morir al deseo de sobrevivir en esa tierra dominada por bandoleros, lejos de todo, pero, muy cerca de la nada.

  Corcheíta era antioqueño, de Anorí, campesino analfabeto, aprendió a tocar la guitarra sin saber cómo y sin saber cómo vino a parar al Ejército “agarrado” un domingo cuando descargaba panela.

  Remache era boyacense, de Cerinza; lo “pillaron” en Tunja después de haber sido todero y saber música de Los Cuyos, Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Dueto de Antaño y poesías del Indio Rómulo.

   El resto de uniformados, soldados rasos, formamos un mosaico colombiano de agricultores prestos a matarnos con otros que habían sido campesinos y ahora chusmeros, ideólogos, apátridas y comunistas, según discurso diario del teniente; cuatro cabos reclutas, dos sargentos, uno viejo de apellido Ospina no tenía espíritu ni cuerpo de militar; lloraba su jubilación cada minuto del día.  El otro, lancero de raca mandaca, “espiritista”, aguerrido y cruel, apodado “fumigador” por usar sus armas sin contemplación alguna.

   Aquel grupo de soldados, unidos a la fuerza para marcar paso con la izquierda y disparar en dos tiempos el fusil punto 30, caminamos el Tolima de cabo a rabo acabando botas, pies, alma y patria en marchas de 20 días, durmiendo poco, comiendo mal y pensando en cumplir tiempo para llegar a casa y trabajar como celadores o policías.

  Corcheíta y Remache, volviendo al cuento, eran agua y aceite; el primero de genio festivo acento y diálogo paisa; el otro, huraño y reservado, expresivo sólo en canciones y disputas.

  Corcheíta tenía dientes de roedor, aspecto despreocupado, sonriente, tranquilo. En numerosas ocasiones recriminaron su lentitud para el servicio –“jódanse ustedes, con correr no se saca nada”- respondía.

   Remache, característico boyacense parco, trabajador; su pequeña fisonomía era especial para escabullirse; ágil, resistente, incansable.  Excelente soldado. Su temperamento explosivo lo convertía a veces en indeseable, candidato permanente para toda clase de trabajos forzados o peligrosos.

   El vivac con su rutina se hizo amable porque Corcheíta y Remache transformaron la monotonía en algo mejor.  Juntos cambiaron la rigidez de la milicia por la gratitud de sus arpegios.

   Ganaron liderazgo por su carácter artístico, necesarios como munición, fusiles o raciones.  Tuvieron acceso a mejor “lata” porque debían cuidar su voz para esas noches de nostalgia elevada en canciones repetidas al eco de la selva.

   Remache y Corcheíta tuvieron la virtud de ser mejores en ese puñado de reclutas arrancados de su terruño y faltos de voz y voto sobre la faz de la tierra como reza la perorata del Ejército.

   Sus voces parecían reptar sobre la cordillera llevando canciones hacia donde una mujer, quizás, nos recordara. La noche con estremecedor silencio solemnizaba la diaria serenata.

   Corcheíta y Remache ¡qué envidia!, no prestaron guardia o centinelato; pocas veces fueron a patrullaje y normalmente, salían a buenos “chicharrones”.  Por esa razón creo con firmeza: “ser artista es mejor que trabajar”.

    Remache y Corcheíta nos volvían el alma con su música, nos hacían humanos, cuando a fuerza y rudeza del destino parecíamos bestias acorraladas próximas al puñal o fieras acechando su presa.

  Remache y Corcheíta hicieron que conserváramos valor y miedo en lugares donde se necesitan dosis anestesiantes de uno y otro como presupuesto para sobrevivir.

  Corcheíta y Remache en fin, se convirtieron en hermanos mimados, mascotas del pelotón, escoltas del teniente y por lógica, quienes mejor vivían esa guerra aun cuando ninguno sabía contra quien o por qué estábamos peleando.

   Corcheíta era flojo para encontrones, en cambio Remache, se alebrestaba con el ruido de las balas; parecía disfrutar cada disparo con el madrazo que escupía cuando apretaba el disparador. Siempre estuvo en sitios de combate, se regaló para toda patrulla porque su espíritu boyacense lo hizo fiel como un perro para el teniente y sólo a él obedecía. Sargentos y cabos supieron de su carácter cuando, para castigarlo, no se incluía en grupos de patrullaje.

   Si coincidían en alguna misión, Remache trabajaba doble; Corcheíta con su espíritu e inteligencia paisa le ganaba sus raciones y Remache trabajaba como loco por su amigo y su jefe.

  Casi terminado el tiempo de servicio militar obligatorio en forma inesperada, en corta y rutinaria salida, en emboscada, de manera absurda cayó Corcheíta. Lo mató un proyectil que buscaba al teniente, pero lo cruzó y acalló su voz de trovero, acabó sus esperanzas de arriero y borró su Antioquia y sus canciones de ojos y labios.

   Pasado un tiempo pudimos organizarnos y llegar al cuerpo de Corcheíta; estaba inerme con su mirada al espacio, fija en un infinito incomprensible para nosotros.  El cadáver con rosas sangrantes sobre el pecho hizo conocer la intangible cara del dolor cuando impotencia y desesperación desgarran el alma y aprietan con fuego la garganta.

   Corcheíta está como nosotros, mudo, en un silencio elocuente roto por asustados pájaros viajeros después del traqueteo fatídico de las armas.

   El teniente dio órdenes exactas tratando de ser paternal y acorde con nuestra pena. Remache sollozaba, lloraba mientras su brazo fuerte cargaba la camilla hecha con camisas y fusiles.  Durante todo el camino repitió: ¡hijueputas! Ojalá nos encontremos, les voy a cobrar esto con plomo.

   A pesar del peligro nadie adoptó medidas de seguridad, éramos un grupo poseído de odio, necesitado de venganza, dispuesto a todo, retando a la misma muerte que abrazada a Corcheíta nos acompañaba lenta y pesada por interminable camino al puesto de mando.

   Cuando llegamos con nuestra cuota de sangre a improvisar, como otras veces, rudimentaria velación y esperar larguísimas horas el arribo de un helicóptero para llevarse aquel cuerpo sagrado para nosotros, lloramos junto a sus pertenencias, junto a su guitarra, junto a su recuerdo más nuestro ahora por lejano. El comandante enmudeció; órdenes y voces apagadas organizan servicios, relevos y guardias. El aire descarga sobre nosotros pesado y amargo dolor haciendo lento y sórdido el vivac.  

    El aparato con su vuelo metálico bajó y mientras llevamos a Corcheíta, el teniente acertó a formarnos como en días de reclutas. Acudimos veloces, nos paramos como hombres de guerra para rendir el único homenaje posible al amigo que se marcha; la perfecta formación obedeció las órdenes con máxima virilidad. La cuadrada de este día, debe estar sonando aún, en las montañas de Marquetalia.

  Nadie llora, somos soldados dispuestos a próximos combates orgullosos de nuestro amigo sacrificado. Mentalmente ofrecemos nuestra oración de despedida, mientras la voz del teniente potente, desafiante, ordena: HONORES AL FERETRO ¡Atención presenten!, ¡Ar!…

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