Durante un lunes caluroso de agosto en la mañana, el mundo transcurría indiferente, como cualquier cosa; el pueblerino Caicedonita madrugaba, como siempre (no todos); los jóvenes se preparaban para estudiar, como siempre; y esa tensión que generaban los «jíbaros» que hacían de «celadores» en La 10 se mantenía invisible para aquellos oriundos del barrio.
Pasadas las 10 a.m., ya con los empleados en sus trabajos, los estudiantes en los colegios y los holgazanes apenas despertando; algo extraño preocupó a quienes esperaban el bus desde Armenia, nunca llegó. El que salía desde Caicedonia, también a las 10 a. m., no pudo salir.
Justo antes del retraso de ambos buses con ruta Armenia-Caicedonia y Caicedonia-Armenia, algo ocurrió en La 10; cuatro Jeeps J7, cargados de naranja hasta el tope, pararon en la esquina «no peligrosa» del barrio. De allí, hombres fornidos, con sombreros de grandes alas y ropa que no dejaba ver ni un solo espacio de piel, comenzaron a descargar grandes cantidades de naranja en aquella esquina. Teresa, quien lleva más de 20 años con una tienda en esa esquina, recuerda el peculiar hecho.
—Yo estaba haciendo el almuerzo, mi hija aún cursaba bachillerato así que debía tenerlo listo antes del mediodía, porque debía pasar por ella al colegio y luego reclamar unos medicamentos de bajada.
—¿Qué pensó al ver tan peculiar escena?
—Creí que llegaban a tirar basura, como esta esquina era el inicio de lo que antes se conocía como «el basurero».
Como muchos barrios, el Obrero, apodado por las malas experiencias como ‘La 10’ era lo más parecido a un vertedero de basura, quienes construían sus nuevas viviendas lo utilizaban como escombrera y quienes ya las tenían construidas lo utilizaban como «depósito público de basura».
Los hombres seguían descargando naranja y los tumultos de personas no se hicieron esperar; en su mayoría madres de familia; aunque también habían algunos niños que no quisieron ir a estudiar, otros que no podían hacerlo; unos cuantos hombres que trabajaban en el hogar e incluso dos o tres jíbaros, que ignorando el daño que hacían a la gente, se acercaron rápidamente y sin ningún tipo de pena a por la carga; todos con bolsas de plástico esperando recoger algunas naranjas que en el transporte y descargue no se habían estropeado tanto; algunas personas, que no pensaban mucho en el «que dirán» recogían las naranjas con costal en mano.
Llegaba el mediodía y con ello los estudiantes salían de los colegios, algunos regresaban solos a sus casas, otros más afortunados se rodeaban de la compañía de sus padres; pero cada uno de ellos percibía el peculiar aroma en el aire, conforme más se acercaban a sus hogares en La 10 más cítrico se respiraba, con una dulzura ácida el aroma de la naranja se impregnaba en el olfato de cada alguien que pasara por allí. Con la boca hecha agua y naranjas aún en el suelo, quienes observaron la escena empezaban a contar -agregando una que otra exageración- toda la historia.
—Yo estaba fumando un cigarrillo en la esquina, mientras esperaba a una de mis nietas que venía en bus desde Armenia; cuando llegaron los carros me extrañé, pregunté qué pasaba y me dijeron que pertenecían a Dignidad Agraria; sin hablar más me pidieron ayuda para descargar las naranjas.
Dice Eugenio «el richi», que le contó a su hijo, luego de volver a casa al ver que sus nietas no llegaron.
—Por cierto, cuando volví a casa, me llamaron para contarme que un poco antes de cruzar Barragán el bus tuvo que parar, porque la carretera estaba llena de naranjas, incluso algunos pasajeros se bajaron a recoger algunas.
Los niños, quienes entusiastas por comer naranjas, no esperaron a llegar a casa y deshacerse de sus uniformes estudiantiles; rápidamente tomaron todas las que cabían en sus manos, manchando así sus camisetas, estaban tan manchadas que ya no se distinguía un escudo colegial del otro, en ese momento solamente eran estudiantes del pueblo. Algunos de ellos, más intrépidos y tenaces que el resto, depositaron las naranjas en sus mochilas, hasta que el zumo chorreaba de los bolsillos y los cuadernos con hojas blancas se teñían de amarillo.
—Dizque los carros llegaron y tiraron todo acá, porque se están pudriendo, escojan bien cuales se van a comer.
Recuerdo que gritaba uno de ellos.
—A mi me contaron que un camión que estaba lleno de naranja se volcó yendo para Armenia, y que por eso trajeron algunas a regalar acá.
Decía otro no muy convencido de su historia.
—Pues mi tío dijo que esto lo mandó a traer don Toro, que entre ‘La chinga’ y ‘Rulos’ trajeron esto en costales y lo tiraron acá para la gente de La 10.
Nadie le prestó mucha atención, ¿por qué un jíbaro regalaría naranjas a la gente?
Entre tanta algarabía y sorpresa por la inmensa cantidad de naranjas regaladas en La 10 ese día, pocos se enteraron de que en realidad hacía parte de una protesta. Manifestantes de Dignidad Agraria Caicedonia protestaron por la falta de atención a los problemas del agro en el Quindío y norte del Valle Del Cauca; fueron a los barrios más pobres de Caicedonia y regalaron grandes cantidades de naranja, en la vía desde Caicedonia a Armenia arrojaron alrededor de 30 toneladas de naranja para obstruir el paso en la vía.
Esta «pequeña» falta de atención le costó a los campesinos de ese entonces unos 28 mil millones de pesos; pero no todo estuvo mal aquel día. Niños, madres, esposos, holgazanes y jíbaros disfrutaron sus naranjas; ignorando por un momento las tensiones y problemas de un barrio austero. Comieron naranjas ese día, el otro, al siguiente de ese y después también; hasta que la lengua rajada por la acidez y la gastritis como norma ciudadana acabaron logrando que muchas de ellas terminaran en el basurero de la esquina.