(Divertimento impío)

Arrierías 93

Luis Carlos Vélez

Tenía de sobra para ir en bus a cumplir la invitación. Recontó las monedas, las acarició y, decidido a caminar cincuenta cuadras hasta la sinagoga, las volvió al bolsillo. Calculó tiempo y distancia para no llegar tarde, y salió de mala gana.

Quizá porque no encontró a quien lo invitó para que conociera las bondades de su congregación, o por llegar fatigado al bautizo y las miradas lo recibieron extrañadas, imaginó sin saber por qué (¿lo tentaba el diablo que anda como dios por todas partes?) que entraba a la boca de un lobo.

Había una silla vacía y al sentarse su cabeza rozó el cuadro que contenía una cita bíblica.

Miró adelante y se entretuvo en observar: el tapiz persa que separaba las sillas en dos hileras, el libro sagrado sobre el atril de madera, los pasos lentos, respetuosos de los invitados que, en fila, ponían regalos sobre la mesa, y en el suelo, un candelabro de siete brazos con velas encendidas.

Confrontó cuanto sabía sobre sinagogas y encontró que las coincidencias eran pocas. Enderezó la espalda, volvió el roce con el cuadro, apretó los labios y maldijo en silencio.

Aplaudió la puntualidad de los congregados y rechazó el retardo del rabino, que apenas apareció, subió al estrado, sonrió y saludó a lado y lado y se cubrió despacio con el poncho de arabescos azules que colgaba del atril. Luego de varios intentos, una dama subió apurada al estrado para ayudarle a acomodarse el pequeño gorro en su coronilla de escasos cabellos.

Aunque era su primera vez, le pareció extraño que el rabino se preparara ante el público. Preguntó en voz baja a su vecina y supo que el gorrito y el poncho se llaman kipá y talit.

Después del largo rato en que paseó su mirada por la sinagoga, el rabino preguntó a la familia por el nombre del niño y sonrió al saberlo. Su prédica fue larga. Sólo callaba para beber agua. El recogimiento de los asistentes contrastaba con el comportamiento de quien a medida que se arrebataba, mezclaba sentencias y versículos hasta terminar su perorata.

Tomó agua, respiró y llamó al estrado a los padres del niño que, de pie junto al atril, y quizá sabedores de que les recalcaría sobre sus deberes, se cruzaron miradas, hicieron muecas con disimulo, y cambiaron mil veces la posición de sus piernas cansadas.

Pidió a los padrinos el niño y lo entregó a los padres e inició otro sermón. Pero por sus frases sueltas, los chistes y citas sagradas hizo notorio que deseaba pasar del tono ceremonioso al amistoso. Colocó al niño el kipá y el talit. Lo cargó de nuevo, lo abrazó, lo alzó, lo besó; tironeó suave sus mejillas hasta que por fin lo bendijo y bautizó al pequeño que pasó de gemir a llorar, de chillar a gritar y viceversa.

El invitado quiso correr la silla pero se contuvo.

El rabino bendijo a todos, anunció el comienzo de la fiesta y dijo:

“Ojalá en la casa celebren con mariachis, aguardiente y papayera”.

Los creyentes, aliviados, abandonaron las sillas, hablaron, rieron. Se abrazaron mil veces mientras el niño variaba los sonidos de su orquesta.

Quitó el kipá y el talít al niño que asustado, pataleaba a quien se le acercara. Casi lo arrojó en brazos de los abuelos a quienes estrechó agradecido y besó con ojos llorosos de felicidad. A los padrinos y madrinas sonrientes les entregó su porción: sin escrúpulos apretó con manos húmedas y frías y besó mejillas sudorosas por aquí allá y acullá.

Ante esto, por escrúpulo el invitado eludió y evitó su beso en la mejilla.

No hubo vino ni galletas. Llegó el regocijo de los pasa-bocas, el cuchicheo incierto y acabó la ceremonia.

El invitado harto y cansado se escurrió hacia la puerta y antes de salir, leyó la cita del cuadro que le causó molestias:

“Traed los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no, no os abriré las ventanas de los cielos, ni derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde. Malaquías 3:10.”

Salió sin mirar atrás. Metió la mano al bolsillo y, al palpar las monedas, casi corrió al desandar el camino.

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