Ante la muerte de mis padres, la familia se encargó de mi crianza. No tenía más de seis años cuando me llevaron a vivir a casa de una prima de mi padre. Allí me dieron la educación que sus medios económicos permitieron. No me faltó nada material, nunca padecí hambre, ni tuve que dormir en la calle. En mi cuarto organicé una pequeña biblioteca de veinte o treinta libros de segunda,que compraba a don Genaro o don Ricardo y los puse en la tabla que quité a mi cama sobre mi pupitre verde.

Mi padre y mi madre tenían una finca pequeña en el Alto del Oso y los fines de semana me llevaban a caballo. Desde allí podía divisar a Calarcá, a Armenia y sus atardeceres. Me gustaba mucho ir al anca del caballo de mi padre y escuchar por el camino las historias de duendes, brujas  y fantasmas, o sus canciones. Recuerdo la risa de mis padres burlándose del espanto que me causaban, en las noches sus cuentos de terror.

“Tiene miedo, tiene miedo”, me decían en coro, y yo me tapaba con las cobijas y no soltaba a mamá.

Cuando íbamos al pueblo mi padre hacía señas a mi madre para que mirara la manera como yo lo sujetaba, y mi madre detenía su caballo para reírse de mí.

Llegábamos a la plaza y mis padres se entretenían conversando con el dueño del granero, mientras empacaban las provisiones en costales.

Emprendíamos el regreso a la finca y los caballos subían con dificultad, resoplaban, y me reía porque pedorreaban.

Alguna vez lo que hablaron mis padres fue diferente. Les oí decir que habían matado mucha gente; que la violencia estaba acabando con todo y con todos. Vi que eran ellos los que ahora tenían el miedo que yo había sentido cuando me contaban historias de miedo, y me reía de ellos. Era mi desquite.

Aquel día fatal mi padre bajó al mercado y al regreso se fue conmigo a mirar un sembrado de tomates que tenía a pocos pasos de la casa, al frente y bajo unos árboles de papaya. Hizo cuentas de lo que compraría con la cosecha.

No olvido que me dijo:

“Julito, recoja los tomates que estén rojitos. Los que tengan puntos negros los arranca y los tira al suelo, sirven de abono”.

Se fue, me dejó con el balde para echar los tomates, lo vi sentarse en el corredor a mirarme como si fuera mi patrón, y a reírse de mi trabajo de peón.

Mi madre salía de la cocina con un tinto, cuando llegaron ellos.

Vi la mano de mi padre haciéndome señas, con disimulo, de que no fuera a salir de la tomatera y me agazapé.

“¿Y el niño, dónde tienen el niño?” Le oí decir a quien parecía ser el jefe. Todos llevaban armas y uniformes del ejército.

“Lo dejé en el pueblo, con las tías”. Contestó mi padre. “Estamos solos”.

Entendí que no debía salir y me quedé quieto, mirando a nivel de la hojarasca, el olor a tomate podrido se metía en mis narices. Me estiré bocabajo en la hojarasca. Empecé a sudar de miedo, intenté moverme pero no pude. Quise gritar y tampoco. Abrí un poco el ojo para mirar. Así, poquitico…

Mis padres estaban lívidos, y angustiados. Mi madre se abrazó a mi padre, los vi llorar abrazados, y los fusilaron ante mis ojos, los fusilaron.

Cayeron despacio. Primero mi papá. Se le cayó el sombrero negro, tenía sangre en el pecho. Mi mamá cayó sobre él y su delantal blanco estaba rojo. Luego los hombres sacaron sus machetes y cerré mis ojos. Las lágrimas mojaban mis manos y hundí mi cara en la hojarasca.

Escuché las voces un rato, el ruido de los machetes sonaba como cuando mi papá cortaba en trozos las pencas de plátano. Después una voz les ordenó marcharse.

Esperé largo rato y cuando pude moverme, corrí, corrí y corrí por entre los cafetales hacia el pueblo para contar todo al tendero.

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