Aunque las elecciones presidenciales en Colombia tendrán lugar dentro de dos años la competencia política entre partidos y organizaciones sociales ya ha comenzado, buscando posibles candidaturas y avanzando en lo que serían los programas de gobierno.

La extrema derecha busca candidato aunque no parece que tenga aún la persona indicada; su programa, como no podía ser menos, consiste en mantener el actual modelo económico (vigente ya desde hace más de tres décadas con independencia del gobernante de turno), rehacer las relaciones con Estados Unidos (algo debilitadas luego de la torpe apuesta de Bogotá por la candidatura de Trump) y si le es posible, ampliar la guerra sucia en lo interno eliminando totalmente el Acuerdo de Paz con la guerrilla que Santos firmó en nombre del Estado. Se mantendría además a Colombia como instrumento de la estrategia de Washington en el continente (que no cambiará en lo fundamental con Biden), en particular, prestándose aún más a la agresión a Venezuela y para ser un contrapeso menor al eje nacionalista de Argentina-México que se amplía con Bolivia y con el probable triunfo de la izquierda en Ecuador.

Esta derecha extrema (ahora en el gobierno) cuenta con el respaldo de la gran burguesía del país y con el apoyo electoral y social de una parte no desdeñable de sectores medios y populares, aunque los actuales escándalos que vinculan a su líder Uribe Vélez con graves delitos de todo tipo (en particular los  asesinatos por parte del ejército de más de seis mil personas inocentes presentadas como guerrilleros dados de baja) probablemente le restarán algunos apoyos que pueden contribuir al triunfo electoral del centro y la izquierda en 2022. Parece que el control de Uribe sobre la justicia no es absoluto, así que no deben descartarse sorpresas  a este respecto; Uribe podría volver a la cárcel y ser condenado.

El llamado centro político es en realidad una tendencia liberal que aunque comparte en lo fundamental el modelo económico neoliberal vigente acepta como necesarios algunos cambios, sobre todo para hacer frente al duro panorama de desigualdades de todo tipo que se incrementan con la pandemia y ante la honda descomposición del país. Su figura decisiva sería el expresidente Santos. Esta tendencia es consciente de la necesidad de terminar la corrupción galopante que afecta a todas las instituciones (incluidos los cuarteles que no solo aparecen vinculados a múltiples formas de guerra sucia sino que también resultan inmersos en la corrupción) e inclusive se declara dispuesta a llevar a cabo el Acuerdo de Paz de La Habana (algo que contribuiría sin duda a la desmovilización de las guerrillas que aún persisten en el país, al parecer dispuestas a dejar las armas si el Estado cumple lo pactado).

La izquierda (que oscila entre grupos tradicionales de tendencia marxista y socialdemócratas más o menos radicales) coincide en muchos aspectos con el centro y presentaría como candidato a Petro, quien ya obtuvo ocho millones de votos en las elecciones anteriores (que la derecha ganó con diez millones precisamente por la abstención del centro). Esta coincidencia en el diagnóstico y en las reformas necesarias e inmediatas haría factible el acuerdo centro-izquierda que falló antes e hizo posible la victoria  del actual mandatario, Duque, o sea de Uribe Vélez que es quien realmente manda. Aunque solo se acordara cumplir con el Acuerdo de Paz (al menos en algunos de sus puntos esenciales) el país experimentaría una verdadera revolución. En efecto, sin excluir la aplicación de otras reformas igualmente necesarias, si se consideran tan solo los puntos centrales de ese Acuerdo se puede constatar cómo su aplicación redundaría no solo en una real democratización sino en la modernización del orden social colombiano.

En efecto, cambiaría el campo, nacería otro sistema político-electoral, moderno y sobre todo democrático, y el país podría realizar una catarsis colectiva para superar una violencia que le ha acompañado siempre, desde su nacimiento como nación independiente.

La reforma agraria permitiría adecuar el campo a las necesidades de un proyecto mayor de desarrollo no deformado y de superación de las actuales formas de dependencia,  enormemente desventajosas, potenciando el mercado interno sin excluir para nada las exportaciones. No solo se trataría de devolver a los millones de campesinos las tierras expropiadas por el latifundio y la violencia sino de impulsar al mismo tiempo la soberanía alimentaria (la misma que se practica celosamente en los países metropolitanos), armonizando diversas formas de propiedad pero siempre en una perspectiva de modernización para asegurar al país los alimentos y materias primas indispensables para su desarrollo. No tiene justificación alguna que las mejores tierras se dediquen hoy a la ganadería extensiva mientras Colombia importa alimentos que se pueden producir en el país, alimentos que resultan más baratos que los nacionales, no porque sean fruto de mayor eficacia empresarial sino en tantos casos porque tienen subvenciones millonarias de sus gobiernos. La reforma agraria implicaría entonces obligar a la gran propiedad tradicional a modernizarse y a orientarse sobre todo al mercado interno de alimentos y materias primas. Las medidas proteccionistas resultan indispensables; son más o menos las mismas que utilizan las naciones metropolitanas para defender su propia producción. Decisivo en la reforma rural sería una política nueva en relación a la producción de psicotrópicos; poner fin a la llamada “guerra contra las drogas” dejaría sin empleo a muchas miles de familia pero los programas de reforma agraria permitirían ofrecer soluciones viables. Terminar con esa pesadilla también disminuiría notoriamente el gasto militar desmesurado que tiene actualmente el país, haría innecesaria la presencia de tropas extranjeras y dejaría en manos del gobierno recursos económicos nada desdeñables precisamente para hacer realidad la modernización del campo colombiano. Terminar el negocio del narcotráfico es la mejor solución para eliminarlo; un país no puede depender de las divisas siniestras de las drogas ilícitas, sobre todo si tiene un potencial suficiente para orientar de otra manera las actividades rurales. Poner fin a las formas atrasadas de tenencia de la tierra (latifundio) debilitaría a la clase terrateniente que es precisamente la más violenta y más ligada a las formas de delincuencia que hacen imposible la paz en los campos.

 La pactada reforma política, en términos de modernizar y sobre todo de democratizar el sistema electoral pondría punto final al poder omnímodo de esas castas rurales y provincianas que en casi nada contribuyen a la economía nacional pero si son una carga insoportable en cualquier proyecto  nacional serio.

La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP)- tal vez el único punto destacable del Acuerdo con las FARC-EP que ha conseguido funcionar a pesar de todo el sabotaje de la derecha- muestra los valiosos aportes de ese ejercicio de catarsis colectiva que se produce cuando los guerrilleros reconocen públicamente los excesos cometidos durante el más de medio siglo de conflicto, una catarsis que sería mucho mayor y más efectiva si por parte de militares y policías ese reconocimiento público de los delitos cometidos no se limitara a muy pocos oficiales y se centrara en la tropa de base. Lo ideal sería, por supuesto que en el banquillo de los acusados aparecieran no solo los ejecutores sino los inspiradores políticos y beneficiarios económicos de esa violencia que ha enfrentado a soldado y guerrillero, en tantos casos, campesino pobre contra campesino pobre. Los ricos no van a la guerra.

Estos son tan solo algunos temas que bien pueden servir para que el debate sobre las próximas elecciones, además de la necesaria búsqueda de líder que movilice a la opinión pública a un apoyo masivo en las urnas, se concentre sobre todo en las reformas necesarias y posibles en las condiciones concretas del país.

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