Edición 58

Fortaleza made in Colombia  / Carmen Emilia Lozada Caicedo

By 8 de marzo de 2022No Comments

Crónica

Universidad del valle

Facultad de humanidades

Licenciatura en literatura

Palmira

2021

Un reloj con las manecillas fijas en su lugar, en medio de una tensión domesticada por sus espectadores, ni siquiera le procuraba una pista al hombre al que se le dedicaba un ejercicio tan poco común. Sin embargo volvía a repetirse: los sujetos de bata blanca indicaban la hora precisa de la mañana a viva voz, para que uno de ellos, segundos después, estropeara con los dedos la hora y los minutos que antes se señalaban. Las voces dulces y esperanzadoras no tardaban ―como un reto esperanzador del juego contra las circunstancias temidas― en reproducir dulcemente un “¿Qué hora es, papá?”, para que se suscitara la respuesta callada a través de un par de ojos confundidos. Seguían los intentos y se agotaba la fe de un diagnóstico refrescante para los temores.

***

Es 1945. El camino de regreso de la quebrada de las Damas a Garzón se hace largo,  más cuando la sed aumenta el peso de la leña entre las manitas, con un sol vibrante de rayos que desesperan. Abelardo no tiene más solución próxima que bajarse el cierre, para sostener el miembro que le proporcionará un calmante en la garganta seca. Su hermano menor Adalberto lo observa y aprende.

―Y a pesar de todo eso uno no sabía que uno era pobre. Hasta manteníamos descalzos… pero uno en la niñez no sabe de esas cosas― dice ahora el aprendiz con una sonrisa a medias, rememorando las rutas frecuentadas al monte.

Adalberto ya no tiene el pelo azabache, ni la inocencia intacta. Ahora en día tiene tantas arrugas como recuerdos de una infancia humilde pero querida de todos modos. Los Lozada Cadena se podrían reconocer en su tiempo como una familia numerosa, pero nunca hambrienta. Emilia, responsable de nueve bocas que alimentar, se levantaba casi como si llevase toda la noche el delantal puesto, a las tres de la mañana de cada día a preparar pan de cuajada, empanadas o cualquier cosa imaginable para vender a los alrededores del municipio huilense. Los niños por su parte, eran los responsables de tal tarea, aunque significase el cumplimiento de ella el dejar de lado los yoyos, los trompos o las canicas. La ley 1098 del Código de Infancia y Adolescencia pactada en el año 2006 olvidaría casos similares y tan persistentes como los de la familia Lozada Cadena.

La ardua necesidad para los más pobres en Colombia y la búsqueda consecuente del pan no hacía distinción ninguna de edades, ni parámetros de fuerza idónea para un resultado benéfico del esfuerzo. Después de todo, para el pequeño Abelardo, resultaría ser una rutina primordial de sus días, el recorrer veredas áridas y sofocantes, caminos enmontados y pactar destinos lejanos a pie junto a su hermano, compañero constante de viajes. Abelardo sabía de eso, y lo reconocería más tarde, a sus apenas dieciocho años, cuando el detonador de la necesidad le hiciera volver la cara hacia un municipio vallecaucano: Palmira fue para él la oportunidad de alejarse de esas calles polvorientas con casas de paja y embutido. Años más tarde, tras él, recorrerían sus mismos pasos sus hermanos y sus padres ante la tentativa de ese futuro prometedor.

― ¿Y su hermano? ¿Qué hizo entonces?

―Ir donde un tío, mi tío Jorge. Abelardo trabajó entonces carnicería. Era carnicero, abastecedor. Y él después… a él lo robaron mucho, le quedaban debiendo mucho y no le pagaban, entonces él al ver eso, se vio mal.

Abelardo volvía a presentir la mala suerte, esa que pareciese que se hubiera instalado para quedarse desde que su madre lo trajo al mundo. En sus ratos libres trataba de ignorarla. Recorría las calles de Palmira en su traje de paño los sábados en la noche, subido en su bicicleta, con un orgullo alimentado con esa elegancia simulada. Entonces, llegaba presuroso a los bailes de cuota, donde muchachos gallardos y jovencitas coquetas llenaban cualquiera que fuera la casa que resultara ser el punto de encuentro para el parrandón, que pagaban todos esos extraños al ingresar. En uno de ellos, Abelardo conoció quien sería su esposa y nueva acompañante de vida, de trabajo. Decidieron de pronto casarse en 1958, más rápido de lo esperado y la construcción de su propia familia no se hizo esperar. Sin embargo esto no mejoró un panorama basado en pérdidas dentro del negocio en que clientes de la abastecedora de carnes no se dignaban siquiera a pagar. Al parecer, los únicos consuelos de tal suplicio eran basados en la posibilidad de otorgarle regalos, comida y medicinas a su madre, que con el paso del tiempo perdía sus fuerzas arrasadoras y su mayor ímpetu. Un día, sin embargo, aquel joven se encontró decidido a jugar con el ventura al comprar una boleta de lotería. La ganó.

Fue entonces que con la dicha entre las manos, tomó la oportunidad de adquirir una casa en todo el centro de Palmira, convirtiéndola a partir de allí hasta sus últimos días en el refugio, en el recordatorio de lo que primero logró en la Villa de las Palmas, en la Palmira Señorial. La fortuna lo estaba recibiendo con brazos abiertos fuera de la casa materna. Y fue tanta su emoción que comenzó a indagar cuan retirada la suerte estaría para así lanzarse a huir más allá del territorio conocido. Por tanto, Abelardo empezó con los primeros indicios de lo que significaba para él, a sus apenas veintidós años, ‹‹el sueño americano››. No tardó, así pues, en marchar a los Estados Unidos junto a su esposa y Elisa, una de sus hijas. Los demás, permanecieron en la espera al lado de su abuela Emilia y tíos, teniendo de su padre exclusivamente el sustento para lo que necesitaran y una llamada difícil de mantener en las oficinas de Telecom. Mientras tanto, en Hartford Connecticut, a unos cuatro mil kilómetros de allí, Nelly y Elisa limpiaban casas cada día de la semana.

― ¿Su hermano a qué se dedicaba?

― A limpiar mierda. ¡Ese trabajo lo tuvo nueve años! Y por eso es que yo digo que a nosotros nadie nos ha regalado nada. Por ejemplo lo poco y nada que mi hermano tuvo, lo consiguió trabajando, luchando desde niño.

El hospital geriátrico se convirtió ―como para su esposa los lugares a asear― su segunda casa, a pesar que se dedicara a la tarea de cambiar pañales y lavar a algunos ancianos. La barrera idiomática nunca le frenó. Entonces pareciera a simple vista que el trabajo nunca le pesó, pero no se sabía que en contraparte se hallaba sumido a un dolor más agudo que el físico. Su corazón se debatió nueve años sin poder ver a su familia.  Y es que a los ilegales no se les permiten ver a sus hijos. A los pobres no se les permite un día libre. Por ello, los fines de semana también los nombró parte de su itinerario laboral, revendiendo algunas joyas a los pocos que fue conociendo en su amplia estancia. ―Así se fue yendo― añade Adalberto batiendo las manos pecosas al aire, resumiendo en tal acto la velocidad de un destino que desde ese momento sólo podía ir hacia arriba.

***

Alzheimer. Ese era el diagnóstico al dueño y fundador de Lozada Jewerly. El mismo que fue conocido durante muchos años como Don Francisco del programa Sábado Gigante de Univisión, por su carisma o el Comerciante del año en 2005 de la Asociación de Comerciantes Hispanoamericanos. El mismo que permanecía allí, quieto, sin señales de perturbación hacia una noticia amarga. Sus hijos suspiran ante la presencia de una ilusión rota y de un futuro confuso de entrever. En ese momento, sólo quedaba esperar, seguir, rezar. Abelardo permanece imperturbable, asemejándose ahora más que antes, a sus ochenta años, a lo que fue en sus últimos su madre Emilia: en la piel blanquísima se le distinguen algunas manchas, en los ojos negros que le brillan pacíficos y en el cabello cubierto de nieve en donde no se permite ver ningún destello del tono oscuro de su juventud.

***

El 6 de noviembre de 1986, el presidente de los Estados Unidos Ronald Reagan firmó la Ley de Reforma y Control de Inmigración, la cual ofreció la legalización y un camino a la ciudadanía a dos tercios de los cerca de 5 millones de indocumentados del país en ese momento. Esto dio paso a una de las más grandes reformas migratorias y de mayor programa de legalización en la historia de ese país. Abelardo fue parte de ese 2,7 millones de inmigrantes. Así pues, aquel acontecimiento que garantizaba una estadía segura y legal dio paso a una de sus añoranzas, enmarcada en el rostro de sus hijos. La familia ya podría unirse como tanto se había ansiado años atrás. Siendo entonces 1991, en Park Street, Lozada Jewerly abre oficialmente su establecimiento que desde entonces se convertiría en un elemento básico de la comunidad latina en la ciudad.

― ¿Le digo una cosa? En ese tiempo más que todo el americano no le gustaba ni el hispano ni el negro. Usted se pasaba a vivir al barrio de los americanos o montaba un negocio y ellos ponían la casa en venta. A Abelardo no le pasó eso. A él lo querían mucho. Yo sólo digo que sí existe cielo y ese cuento de infierno como dicen, él sería un ángel del cielo.

Tanto así representaría para los suyos y para muchos, al percatarse que ni siquiera el brillo de oro cualquiera frecuentado en su negocio familiar, le cegaba de su solidaridad natural y su lucha infatigable. Abelardo no paraba de donar cada quince días una parte de su dinero resultante del restaurante y parqueaderos ubicados en el parque obrero y remesas a los albergues palmireños. Quizás la fuente de unión de toda su familia se involucró más allá de una victoria netamente económica. El amor transformó corazones y parte de sus ganancias propias transformó vidas. Hoy, ese hombre se recuerda por medio de fotografías de un irreconocible anciano con mirada dulce, sosteniendo un oso de juguete al lado derecho de su cama, cual niño completamente perdido en la habitación de su propia casa. 26 de agosto de 2018 fue la fecha exacta del fallecimiento de aquella sombra de infante. Fecha doliente en la que Nelly Bryon comenzó a luchar con la depresión perpetua que la arrastró a encerrarse en su casa. Lozada Jewerly continúa vigente entre las calles del condado estadounidense, como un recordatorio preciado por sus clientes y habitantes, que en el presente son atendidos por la familia compuesta de hijos, nietos y bisnietos de cortos años, visitantes juguetones a veces en las vitrinas. Pero allí por sorpresa no brillan las cadenas ni los anillos, sino las sonrisas, la fraternidad, las almas.

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