Universidad del Valle
– Octavo semestre.
Tucumán, Argentina.
7 de septiembre, 3 am.
Una maleta y una guitarra vieja son lo único que acompaña a Fernando Tilmans en sus casi doscientas horas de viaje.
Fernando fue uno de los más de 25.000 migrantes colombianos que viven en Argentina. En él se repiten las razones que llevan a muchos a salir de su país: desempleo, escasez económica, etc. El objetivo era perseguir la tan anhelada estabilidad, que por más que intentó, no logró conseguir en su tierra. Argentina se había convertido para él, en un prometedor campo de trabajo, en una fuente de ahorro para sus estudios próximos y en la sostenibilidad mensual de su familia y futura esposa que había dejado en Colombia.
La chaqueta no bastaba para los 2 grados en los que se encontraba San Miguel de Tucumán, de donde había decidido partir hacia Perú. Mientras esperaba en la terminal el primer bus que viajara, comenzaba a revisar la maleta, el pasaporte, el DNI de extranjero, —Aparte de mis tres jeanes, dos buzos—, tenía como provisión para todos los días de viaje, 3 litros de soda Sifón y 2 libras de maní, porque era limitado el dinero que lo llevaría a casa.
Había sido un año próspero, ser comerciante en muchas provincias lejanas le había funcionado, no tenía tiempo para hacer amigos, pero cualquiera que escuchara su acento le preguntaba por su procedencia o, en muchas ocasiones, lo llamaban a la primera “Pablo Escobar”. La rutina era agotadora, y como en la mayoría de trabajos independientes escasearon las ventas, esto llevó a que el viaje fuera imprevisto y que decidiera salir con la última ganancia del día anterior.
Motivado con volver a Colombia, Fernando comienza a recorrer el norte de Argentina en el bus que lo llevaría a Lima, Perú. Fueron 55 horas del primer trayecto donde todos los peruanos que iban con él lo miraban soslayadamente, —Aquí va un Pablo Escobar—, comentó un peruano en alta voz para que todos los que iban en el bus se dieran cuenta —Y cuando la gente escuchó que yo iba para Colombia, estaban asustados y me decían que estaba loco porque ese viaje no lo aguantaba nadie —. Aunque muchos de los que ahí viajaban le tenían cierto rechazo por ser colombiano, había otros que no.
Frontera Los libertadores, Chile.
7 de septiembre, 1 pm.
—Una señora se sentó a mi lado preguntándome de dónde venía, para dónde iba y me contó toda su historia, ella llevaba como 30 años viviendo en Argentina pero era del Perú y cada año iba a visitar a su familia, era una cocinera—, su amabilidad hizo que el comentario de xenofobia que había recibido se acallara, —Me preguntaba que si estaba nervioso y yo le decía que sí porque era la primera vez que hacía un viaje tan largo por tierra y que no sabía qué hacer en cada frontera—, así se extendió la conversación con más historias que le contaba y algunas recomendaciones de lo que debía hacer cuando llegara a Lima. La primera parada que realizó fue en la frontera con Chile —Fue la frontera más inhóspita que pasé —, Fernando relataba que era un lugar desértico donde solo se apreciaba una casita que era la oficina de migración en miles de kilómetros de vacío, todo el panorama era de color marrón oscuro y frío como el ambiente. La altura en la que se encontraba la frontera provocó que la mayoría, incluyéndolo a él, vomitara tan pronto llegaron allí; él sentía que le faltaba el aire y que estaban a punto de estallarle los oídos.
El entorno lo desanimó, creía haber avanzado mucho camino pero mirar el desierto le hizo recordar que todavía estaba lejos de casa, comenzó a desesperarse cuando había pasado dos días sin poder comunicarse con su novia y su familia, — El silencio que había ahí era ensordecedor para mí —, pero se convencía así mismo que no quería tener como opción regresar a Argentina.
Fernando había escuchado por parte de un conocido que a los colombianos les ponían más problema para cruzar las fronteras que a los demás. Desde el momento que decían su origen le revisaban todo lo que llevaran y hasta les hacían quitar los zapatos para chequearlos. Él temía que le pasara eso. Los contratiempos no le beneficiarían para los días que llevaba programado llegar, entonces en un afán de salir rápido del desierto, presentó la cédula como argentino que había logrado sacar, — Como tenemos cierta fama los colombianos, quería evitar que me pusieran problemas —.
Eran muchas las ansias que tenía de seguir avanzando en el camino, y el poco o nada presupuesto que llevaba le alcanzaba para los buses que aún le faltaba, — Me tocó comerme un aplastado chileno que lo vendía una viejita que tenía las uñas sucias pero no tenía otra opción porque ya tenía mucha hambre—, de lo más económico era de lo que podía sustentarse. El territorio chileno fue el más corto de todo su viaje, después le aguardaban 56 horas en Perú, Fernando estaba decidido a seguir cruzando fronteras con el DNI como si fuera argentino, —Siempre llevo eso como que algo puede pasar o me pueden negar la entrada por ser colombiano—, así como ya le había pasado a algunos de sus conocidos que intentaron el mismo viaje.
Lima, Perú.
11 de septiembre, 3 pm.
Cuando llegó a Lima, Fernando pensó que el viaje se le iba a facilitar porque salía un bus Bolivariano que iba directo a Cali, Colombia. Pensó que se ahorraría el cambio de bus en cada frontera lo cual era agotador, y era más cómodo tener una sola ruta a casa. Como tenía planeado ese transporte y creía que ya no iba a volver a negociar un pasaje a un precio favorable en otros buses, decidió comprar algo un poco razonable para mitigar el hambre que lo acompañaba desde que salió de Argentina, puesto que solo comer maní y soda no bastaba. —Cuando llegamos me decían esos peruanos que aquí sí iba a probar la mejor comida del mundo, y todos estaban felices de que habían llegado a su tierrita, y yo asombrado porque había mazamorra morada—, como extranjero, todo le parecía raro, todo tenía nombre extraño, —Nombres incas o no sé y como soy malo para la comida nueva, solo compré unas papitas de paquete —.
Ya estaba prácticamente en la mitad del país, y entre más rápido pasara a Ecuador más rápido se sentiría cerca de Colombia, —Cuando llegué ahí la gente me decía que mucho cuidado que Lima es muy peligroso que te arrebatan la maleta y se desaparecen, que si lo ven de extranjero ahí lo roban más fácil y al parecer yo resaltaba entre ellos—. Ya concentrado preguntado la hora de salida del Bolivariano, se dio cuenta que el bus no saldría hasta el otro día, esto significaba un retraso en su viaje y como no llevaba dinero para un hotel le quedaba como solución dormir en cualquier silla del terminal; concluyó que no podía esperar hasta el otro día, entonces rechazó el bus directo y cómodo por cualquier transporte que saliera hacia Guayaquil, Ecuador. —En ese bus pequeñito iba un mochilero que era de Francia, también estaba juntando, así como monedas para poder viajar, iba en chanclas y tenía como un librito donde traducía—. Lo que le hacía pensar a Fernando que no era el único viajando en escases.
Guayaquil, Ecuador.
12 de septiembre, 11 am.
Al llegar a Guayaquil, Fernando se asombró de la terminal más grande a la que él había llegado, le reconfortó saber que estaba cada vez más cerca, y por fin después de muchos días pudo hacer una sola llamada, su familia necesitaba ese rastro de vida que una llamada telefónica podría brindar, él quería escucharlos a todos decirles que estaba bien y emocionado por volver, pero su economía solo le iba a permitir escuchar una sola voz y su familia estaba en diferentes lugares, — Pagué 5 soles por una ducha, es la ducha más cara de mi vida—, le contaba por momentos breves un poquito de lo que le había tocado pasar a su papá que se había quedado y le había visto partir desde Argentina. El trayecto seguía hacia Tulcán cada vez más cerca de la frontera colombiana, en medio del camino él decide llevarse un recuerdo, —En el bus se subió un muchacho hablando una lengua extraña como indígena, que quería que le compraran unas manillas artesanales, y yo le compré una manilla a mi mamá y otra a mi novia como recuerdo—, ellas eran las que más lo esperaban. El camino poco a poco se tornaba conocido, su ambiente era cálido y verde en todo su panorama, —El trayecto desde Argentina hasta la mitad de Ecuador es feo, es gris y café—.
Palmira, Colombia.
13 de septiembre, 1 am.
Era indudable que ya se sentía en casa, aquí ya no era extranjero o invasor, era tierra conocida. Estaba listo para su último recorrido con 27 grados encima, calculaba la hora de llegada, los abrazos que recibiría y la comida que había en su casa, pero todo lo que pensaba se esfumó por el que creía último retraso en su viaje, —Íbamos por Rosas o algo así cuando nos tocó bajar del bus por un ataque guerrillero y bloquearon la vía, nos tocó esperar mucho tiempo—, este percance hizo que a Cali llegara muy de noche cuando ya había salido hace 5 minutos el último bus que viajaba para la ciudad de Palmira, el próximo salía a las 5 de mañana del siguiente día, —¡Todo lo que tuve que pasar para llegar hasta aquí y aguantarme otro día estando a solo 20 kilómetros!—, afortunadamente había llegado hasta Cali con él más personas que también iban para Palmira, y en el afán de llegar pagaron un taxi entre todos. Arrastrando su maleta por todo el barrio a la 1 de la madrugada de donde lo había dejado el taxi, aunque eran varias cuadras a pie no significaban nada de la emoción de llegar, solo pensaba que ya era Colombia, ya era Palmira, ya era su casa.