En 2020, informa Medicina Legal, hubo 364 asesinatos en Nariño. Según Indepaz, 35 de ellos a líderes sociales y, de acuerdo con Fundepaz, el 53% de estos asesinatos se registró en San Andrés de Tumaco, municipio costero del pacífico nariñense de aproximadamente 258 mil habitantes. 18 grupos armados ilegales hacen presencia allí y se disputan el dominio del narcotráfico en el territorio.

En medio de masacres, extorsión, desplazamientos, secuestros, abandono estatal y, hoy por hoy, Covid19, nacen los tumaqueños. Un peso demasiado alto para soportar en tanto uno llega a este mundo. Sin embargo, hay hechos que, al correr por la sangre, superan el peso de la tragedia y ayudan a sobrellevarla de una manera que ojalá todos pudiéramos comprender.

La chonta es una palma de bosque nativa de las regiones tropicales y subtropicales de América. Su fruto es el chontaduro y, cuando hay luna menguante, se extrae de ella la madera para construir la marimba de chonta, instrumento sagrado del pacífico colombiano. Como una enorme gota de agua cayendo en cámara lenta al fondo de un pozo, así resuena el trozo de chonta cuando -ya moldeado milimétricamente a puro machete- el abuelo Manuel lo golpea, verificando que el tubo de guadua sobre el que reposa tenga el tamaño exacto para sonar afinado con el mar.

El niño Manuelito escucha desde el portón cómo trabaja su abuelo, y espera ansioso a que termine la marimba, a ver si se la presta para llevarla al velorio de don Fabio. Mientras los dedos de sus pies rozan las olas, Manuelito siente cómo la vibración del instrumento y las aguas del Pacífico se funden en una sola.

Foto por John Aider Dávila

A través del mar, como si se tratara de una red eléctrica, el niño alcanza a percibir la voz de doña Chola que está a tres casas de distancia y canta, con el ceño fruncido y sus labios carnosos moldeando cada sílaba: 

“Negro es mi colóoo –negriiitoo- asíi nacííii”. 

Respira sutilmente, pero toma el aire suficiente para que su canto resuene, cuan micrófono en mano, mientras lo que realmente sostiene es un pedazo de caña que se dispone a escurrir para el viche que se repartirá en el velorio de don Fabio. Adolorida, aprieta sus ojos que ya son incapaces de soltar lágrimas, y así continúa su canto: 

“Que iegue su epíiritu al paraíisoo – Ayyy – allíi repoooosee…” 

suspira y dice, ya sin cantar: 

“pa la etenidá”.

Solo soy una cuyabra intentando mostrarles cómo suenan estos cantos que me estremecen, ese acento mágico de la región, esa mixtura de sonidos que en ningún otro escenario se podría disfrutar… Sé que resulta un garabato. Imaginarán mis penurias para moldear esta escritura viciada desde siempre por mi arrastrado hablar.

En la noche se repartirá el viche, el más embriagador, el de doña Chola, a diestra y siniestra para purgar las penas por la partida de don Fabio y de todos los que, como él, son asesinados día tras día. Se rezará el rosario a las 8:00 p.m. en punto. De 8:30 p.m. a 10:00 p.m. se harán los alabados, cantos tradicionales de la región que se utilizan, entre otras cosas, para acompañar a los adultos que fallecen en su paso hacia la eternidad. Esto mismo se repetirá cinco veces, en lo que estarán despiertos hasta las 5:00 a.m., o al menos eso dice la tradición… que llevada a la práctica se presta para mucho más.

La nieta menor de doña Chola, que apenas camina prendida de las paredes, se mueve a pasos y gateo entre las montañas de bagazo de caña. Doña Chola sigue en el fogón, el sudor escurre entre las arrugas que atraviesan su frente, marcas inevitables tras décadas de trabajo bajo el sol, y con los ojos aún más apretados por el dolor del alma, después de mirar a su inquieta y pequeña nieta, continúa cantando:

“Etán matando a lo niiiiñooo

¿Po quée mi Dioooo?

Dio mío que paare ejtooo mi señóoo,

¡Ayyy!

¿Po qué mi Diooooo?

¡No má señooo!” …

La niña se estira para agarrar el Guasá, instrumento típico colombiano, de forma cilíndrica, similar a un sonajero, que está sobre el mesón y, como si alguien ya le hubiera enseñado, comienza a agitarlo con ambas manos, hacia atrás y hacia adelante, haciéndolo sonar

chachuu 

chachuu

chachuu

chachuu

para acompañar el canto de su abuela.

El niño Manuelito sigue sentado en el portón de su casa. Ahora rezumban bajo sus pies, y subiendo a través de sus huesos, los sonidos del mar, de la marimba casi terminada de su abuelo, de los cantos de doña Chola, del guasá y de algo más… un sonido inconfundible. Un taco forrado en trapo y otro sin forrar que se intercalan para golpear el cuero y la madera de chimbuza. Es el sonido del bombo que Josuelito trae al hombro, haciendo marcaciones y variaciones para acompañar la melodía de doña Chola. Manuelito levanta la cabeza, después de estar quién sabe cuánto rato aletargado mirando el agua, y ve a Josuelito caminando por el puente, así que se levanta corriendo para darle el saludo clave: chocan taco con mano, taco con mano, zapato con zapato, zapato con zapato y lo sellan con un silbido.

Foto por John Aider Dávila

El plan es colarse en el velorio de don Fabio. Y es que para Manuelito y Josuelito, desde que tienen uso de razón, cada velorio es tremendo acontecimiento. Han visto siempre a sus abuelas cantando para alabar a los difuntos y ellas mismas se han encargado de explicarles que es un ritual heredado. Sus ancestros lo hacían, cantaban con alegría, esa era su forma de expresar la tristeza y de pedir el cielo para sus muertos. 

También les han enseñado a decirles “mamá” a sus parteras, a temerle a la tunda, el bracamonte, a la madre agua y a tener temor del Dios católico.

  • ¡Mirá, mirá, ahí viene Margarita! Dice Josuelito.

Su vestido amarillo se ondea cuando el viento la acaricia tímidamente, como si quedara atónito al verla contonearse y decidiera pasar despacio alrededor de ella, refrescándola sin perturbarla de ninguna manera. Cada paso de Margarita se sincroniza con el guasá que aún tiene en sus manos la bebé, con el oleaje del mar, con la marimba de don Manuel y con el viento, perfecto en tiempo y afinación.  

Josuelito y Manuelito la miran boquiabiertos, sin saber ni siquiera qué es lo que sienten al verla, su mente está en amarillo. Margarita solo tiene diez años, pero su caminar es prueba de que el tumbao de sus ancestras corre intacto por sus venas.

  • Cuidao con la Tunda, amigo. Recuerden que se le aparece en forma de amá, de tía o… de amiga.
  • Tú sí habla, Margarita. Con ese vejtido ya te hubiéramo vito el pie de molinillo, dice Manuelito.
  • ¡Jajajajaja!, se ríen los tres, pícaros y con los ojitos achinados.
  • Má bien movámono pal velorio de don Fabio. No vaya sé que no alcancemo a colarno, dice Josuelito.

Son conscientes de la muerte de don Fabio. Saben que lo van a extrañar. También saben que se están alistando para ir a despedirlo por siempre y, a pesar de su edad, comentan como adultos lo ocurrido. Cómo se atrevieron a matarlo, dice Margarita antes de un suspiro… Están de luto, pero a su manera.

Don Manuel no le presta la marimba a Manuelito.

  • Andate pa la habitació, no vaya a sé que te pase algo por ahí en la calle, le dijo.

Igual Manuelito no va a perderse el foforro, aunque vaya sin instrumento.

Don Manuel está demasiado concentrado en la afinación de la nueva marimba, tanto que ni siquiera nota que Manuelito, dando cada paso como si pesara lo que una pluma, para no hacer rechinar el piso de madera, pasa por detrás de él y sale de la casa.

Foto por John Aider Dávila

Josuelito, Margarita y Manuelito se van por el puente, entre saltos, risas, empujones, piquecitos y en el camino se encuentran a Camilo, que va más que preparado para grabar en su memoria cuanto alabado escuche.

Son las 8:00 p.m. y están todos reunidos en la sala de la casa de don Fabio. En este ritual no se tocarán chigualos, porque son para los bebés cuando mueren, por ejemplo:

“Adió niñito – la gloria te ejtá llamando”

Tampoco se tocarán arrullos, porque son para los jóvenes:

“Ramito de flores yo le darée

                                                                  – pero no lloooree”

Para el velorio de don Fabio han llegado las mujeres del sector. Tienen sus cabezas adornadas con turbantes de colores, aletean sus faldas blancas y sacuden sus hombros, guasás y maracas al ritmo del bombo, la marimba y las palmas que ya resuenan. Los niños bailan desde afuera, a excepción de Camilo, que está atento a las letras, y a responder los coros, así se aprenden los alabados. La cantaora líder, con su voz desgarrada entona:

“La muerte a puejtóoóo – un deenuncioooo – een el reino de lo cieloooo”.

El coro, entre danzas, responde:

            “Salve

                        Salve

                                        Saaalve

                                                                Saalvéee

             Salve dolorosa máadréeé”.

Poco a poco, el ritual se pone más festivo y atraviesa por currulaos y bailes espontáneos. A medida que avanza la noche, el sudor brota entre los escotes de las asistentes y los hombres mueven sus rodillas, caderas, hombros y aplauden por encima de la cabeza. La botella de viche pasa de mano en mano, todos en torno al ataúd, y, si hay algo de lo que tienen cuidado, es de que no se apague la luz de la vela, puesta allí para iluminar el camino del ser querido hacia la eternidad.

La duración de estos rituales es indefinida y, el de don Fabio, se convirtió poco a poco en toda una fiesta. Los más jóvenes llegaron con equipos de sonido y pusieron salsa, salsa choque y champeta. Los niños bailaron desde afuera, hasta que los mandaron a acostar. Y, a las 10:00 a.m. del día siguiente, la vela permanecía encendida y todos seguían expresando su dolor a través de sus voces desgarradas y los movimientos improvisados de sus cuerpos.

Resulta envidiable tal manera de sobrellevar el peso de la tragedia. Un peso que, según parece, les ha sido otorgado desde el vientre, por nacer en una región subvalorada. Resulta envidiable tal manera de resonar, de vibrar, de moverse, de cocinar, de tallar, de creer, de vivir, de florecer por encima de cada pisoteo.

¡Ay! Qué espíritu tienes, Tumaco. Mucho han comprendido los tuyos que nosotros, por acá, todavía no.

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