
Edición Especial
Jesús A. Gutiérrez R.
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En el cincuenta y cinco o cincuenta y seis, no sé, no recuerdo bien el año, pero está cerquita a los que he nombrado, vi el primer arriero, y a partir de ese momento, este personaje, con sus atuendos típicos, formó parte de mi existencia, y pienso que muchos moradores de Antioquia, el Viejo Caldas (Quindío, Risaralda, Caldas, parte norte del Valle del Cauca), también lo recuerdan sangre de su sangre.

En ese entonces, vivíamos en la vereda “la Ambrosia”, un pequeño caserío situado al borde de la carretera central, más o menos a diez minutos ( “echando patas tranquilamente”) de Burila.
En el grupo de casas de ladrillo y bahareque, sobresalía la de mi abuela materna. La casa era muy amplia, y fuera de nuestros aposentos, tenía un espacio con doble función, tienda y bar o cantina.
Los fines de semana todas la mesas estaban llenas de clientes, jornaleros, administradores y dueños de fincas. En el ambiente se topaban sin descanso la charlatanería, las risas de oreja a oreja, las agrias las pasaban con “las Maltinas”, los humos de cigarrillos pintaban el techo, las botellas de aguardiente se desparramaban en las copas, mientras los ojos atisbaban discretos a los dos chicas que tímidamente ayudaban a la abuela a colocar las pastas de 78, melodía añejas en la vitrola.
Eran mi Vieja y su hermana. Sus bellezas atraían, y los clientes sí que pedían el licor a manos llenas. Y en muchos de ellos nació el amor platónico. Pero surgió un personaje sin necesidad de ser cliente habitual, empezó a pasar esgrimiendo al aire su zurriago, silbando y vociferando “arre” o “arríe” a quince mulas cargadas de café seco que iban para alguna compra de café o la Federación de Cafeteros, y luego regresaban, no con bultos de café sino cargadas de víveres y utensilios varios.
Y en estas secuencias los ojos de mi madre y los del arriero se cruzaron con dibujitos de corazones, él pasaba y mi madre se asomaba en la ventana.Y los clientes encariñados que asistían a la cantina naufragaron en el desencanto del licor y la resignación, y tuvieron que buscar otros cuadritos apasionados.
Ese arriero fue mi padre, y no tuvo su origen en Cataluña o alguna región de España, ni formó parte de la gallada de arrieros que coreaban las Aventuras del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, ni tampoco leyó la segunda estrofita de un poema titulado El Arriero de Atahualpa Yupanqui, /Es bandera de niebla su poncho al viento. / Lo saluda las flautas del pajonal, / y arriando la tropa por esos cerros, / el arriero va, el arriero va… Pero si puso su granito como integrante del gremio Los Arrieros, para promover el desarrollo de nuestro país, sostuvo la economía de la región por muchos años, y sobre todo con su sombrero aguadeño, el rabo de gallo o pañoleta roja en su cuello, el poncho o mulera, el tapa pinche o delantal, machete o peinilla, pantalón de dril caqui, el zurriago, empapados por el sudor por caminos y atajos casi infinitos, y con su sencillez y su infatigable trabajo, edificó con entereza y mucho amor, mi familia: los recordados Benavides.

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